En casa de Ruslan no había habido antecedentes ajedrecistas. Su padre, Oleg Ponomariov, era ingeniero. Estuvo en Chernóbil ayudando en la catástrofe del 86. Su madre, Ludmila, era maestra. Oleg tenía una biblioteca y un cultivado gusto por los libros, en especial por los de ajedrez. «Mientras mis padres trabajaban», recuerda Ruslan, «yo me entretenía por mi cuenta. De forma autodidacta, leía los libros de ajedrez de mi padre delante de un tablero».
Ruslan era un niño apocado, introvertido. Aún hoy sigue siendo un tanto hermético, muy eslavo en los modos, en el gesto, al menos hasta que rompes esa primera capa, la piel de hielo la llaman, y entonces descubres a un tipo de espíritu noble al que le gusta la conversación, la buena mesa, sonreír. En la infancia suceden cosas que nos cambian la vida, de eso no hay duda. Un buen día, un monitor de ajedrez pasó por el colegio de Gorlovka en busca de alumnos que mostraran interés en el juego. Ponomariov, enrocado en su timidez, no dijo nada. Pero su profesor, sabedor de la gran afición que el muchacho tenía, habló con el monitor y apuntó a Ruslan sin que él lo supiera. Ahí empezó todo. Como escribió el poeta Tarás Shevchenko: «Del robledo, en ese instante, salió un cosaco». Un cosaco con un relato de superación heroica.
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