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31 de enero de 2009
Al parecer, Gata Kamsky está cansado de verme: “Pero, ¿hasta cuándo vas a seguir cubriendo el ajedrez?”, me dice sentado ante el tablero, y tras tenderme su mano, cuando me acerco a su mesa para saludarle. Como no es el momento de enrollarse –la ronda está a punto de empezar-, le contesto que seguiré mientras mantenga mi salud y energía actual, que espero sea mucho tiempo. En realidad, mi respuesta podría haber sido: mientras existan sitios como Wijk aan Zee, un pueblo asediado cada mes de enero por un ejército de ajedrecistas, y ya van 72 ediciones del festival, que crean un ambiente magnífico y muy difícil de encontrar en otros torneos de élite.
Podría contar muchas cosas más del ambiente, pero mejor me las guardo para mezclarlas con lo que escriba de las dos últimas rondas. Hoy lo que prima es resaltar el final tan emocionante que se avecina desde el punto de vista deportivo. Pero si quiero mantener mi honradez profesional debo confesar que este año no he disfrutado tanto de la tradicional sopa de guisantes de Wijk aan Zee (la tradición viene de la Segunda Guerra Mundial, cuando escaseaba la comida y los organizadores obsequiaban a los jugadores el último día con una sopa de guisantes justo antes de emprender el viaje de vuelta). Y no me refiero a que ese sabroso plato, con tropiezos de salchichas, esté peor hecho que en años anteriores, sino a que lo bonito era llevarse la cuchara a la boca mientras veías a catorce gladiadores dándose unos estacazos tremendos en el tablero, y no a varios de ellos firmando empates rápidos, casi cada día, en una actitud tan poco profesional (aunque ellos piensen precisamente lo contrario) que debería estar rigurosamente prohibida.
Los organizadores del festival Corus no aplican la ‘regla Sofía’ (prohibido ofrecer tablas) porque, con 21 partidas diarias en tres torneos cerrados, piensan que siempre habrá varias que merezcan la pena. Creo que se equivocan y se pasan de magnánimos con los astros del ajedrez. De hecho, la mejor solución del problema sería bastante sencilla: los organizadores de los mejores torneos (por ejemplo, los del Grand Slam) acuerdan que los jugadores reiteradamente poco combativos no serán invitados a ninguno de esos torneos. Estoy convencido de que así no ocurriría lo que pasa este año: mi nevera de partidas brillantes o muy instructivas o de gran calidad para publicar en mi columna de El País en las próximas semanas está casi vacía, contrariamente a lo que ocurrió en este torneo el año pasado, por no ir más lejos; apenas hay una o dos en cada ronda que pasen el listón de la calidad exigible en el ‘Roland Garros’ del ajedrez.
Entre los ratones que racanean en ausencia de los gatos, hay uno especialmente preocupante: Magnus Carlsen, con una sola victoria y diez empates, algunos de ellos tras muy poca lucha; y lo que es aún más raro en él, con un juego más bien gris y mucho menos interesante que el suyo habitual. Con 18 años recién cumplidos, Carlsen está saliendo de ese periodo de la vida generalmente convulso, la adolescencia. Y como me señalaba el otro día mi colega Dirk Jan ten Geuzendam, director de New in Chess, “nos hemos acostumbrado a que su trayectoria sea brillantísima, tal vez la más impresionante en la historia del ajedrez, y ahora nos parece muy raro que no brille tanto”. Bueno, pues como su padre, Henrik, no parece especialmente preocupado y niega que Magnus tenga algún problema personal que influya en su rendimiento profesional, esperemos que sea sólo una pequeña crisis pasajera. Y muchos ajedrecistas de élite dirán al leer estas líneas: “¡Vaya crisis! ¡A falta de dos rondas está invicto y a medio punto de los líderes!”
Algo distinto es el caso de Vasili Ivanchuk, quien probablemente está pagando todavía la tremenda paliza que se dio a lo largo de 2008, jugando sin apenas descanso prácticamente todo lo que podía jugar, aparte del susto que se ha llevado desde primeros de diciembre, cuando se negó a pasar el control antidopaje en la última ronda de la Olimpiada, hasta el sobreseimiento de su caso hace unos días, que le libra de una terrible sanción por dos años. Similar puede ser, en lo que al cansancio de refiere, la situación de Paco Vallejo, quien ha firmado algunas victorias realmente buenas pero también tres derrotas con un mal juego impropio de él; a pesar de ello, todavía tiene alguna remota posibilidad de ganar el torneo B. Y en el mismo saco de los fatigados brillantes podemos meter a una de las grandes novedades del Grand Slam de este año, el chino Wang Yué, quien, tras haber perdido sólo dos partidas de las cien últimas que había disputado antes de venir a Wijk aan Zee, está aquí claramente por debajo de su nivel.
A todo ello debemos añadir que Aronián está demasiado pragmático (y, a veces, poco luchador); Kamski debe guardar sus mejores armas para el duelo de la Final de Candidatos contra Topálov en Sofía el mes que viene; dos enormes talentos, Radyábov y Kariakin, dan muestras de mejoría, pero no tanto como para llegar hasta donde muchos creemos que está su techo; y el irregular y muy creativo Morosiévich está en baja forma. De modo que la clasificación durante buena parte del torneo ha sido muy sorprendente. Varios a quienes esperábamos en cabeza estaban más cerca de la cola, y viceversa. Era como si ninguno de los favoritos quisiera ser el líder, y les dijera a sus colegas: “Por favor, pasen ustedes primero”.
Ese entorno ha permitido el lucimiento de dos jóvenes holandeses, Smeets y Stellwagen, cuya actuación en un torneo fortísimo está siendo mucho más que digna. También ha propiciado la confirmación de la clase de Movsesián, ganador del torneo B el año pasado y luchando por el primer premio del A hasta el final este año. Y, sobre todo (lo he dejado para el final a propósito) ahora ya está claro que el cubano Leinier Domínguez ha logrado mezclar el talento y el trabajo duro en las cantidades necesarias para hacerse un hueco entre los veinte mejores del mundo. Y eso me alegra especialmente, por la magnífica labor en pro del ajedrez que se ha hecho en Cuba desde hace medio siglo. Dejando aparte las cuestiones estrictamente políticas, pero teniendo muy en cuenta que en Cuba puede ser muy complicado conseguir las cosas que en Europa nos parecen sumamente sencillas (los materiales necesarios para fabricar tableros murales, por ejemplo), el mérito de haber consolidado un nutrido grupo de fuertes grandes maestros es enorme. Sin embargo, los cubanos necesitan, como necesitamos los españoles, un Rafa Nadal del ajedrez, un héroe de masas que sirva de espejo a los niños y de atracción a los periodistas. Y, sin olvidarnos de Lázaro Bruzón, quien también está en clara racha ascendente, Lenier puede ser un firme candidato: aquí está en cabeza a falta de dos rondas, y luego le veremos en el Ciudad de Linares y en el MTel Masters de Sofía.
Como ya he dicho más arriba, dejo para mis próximas crónicas la descripción detallada del magnifico ambiente que se vive aquí. Ahora me voy a concentrar en la penúltima ronda, que se presenta apasionante, pero también estaré atento a lo que den de sí las reuniones del Grand Slam: según me ha dicho un pajarito, van a surgir buenas noticias de ahí. Volviendo a la pregunta que me hizo Kamski, quizá la mejor respuesta sea: “Seguiré cubriendo el ajedrez mientras me lo pase tan bien como cada año en Wijk aan Zee”.
Leontxo García
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