Infinitud finita
A partir de un tablero vacío, cuenta la leyenda que un rey de La India
llamado Shirham recibió una cura de humildad, cuando se dispuso a premiar al
presunto inventor del ajedrez (Sissa Ben Dahir), colocando de forma exponencial
granos de trigo en cada casilla. El número total de granos necesario es 264-1,
es decir, unos 18 trillones y medio que, según los entendidos en agricultura,
equivaldría a la producción mundial de trigo durante unos 2.000 años.
Algo parecido le sucede a quienes piensan en el ajedrez como un mero problema
de potencia de cálculo. Sus posibilidades no son infinitas, pero alcanzan unas
cifras lo suficientemente considerables para que resulten abarcables, en un
lapso de tiempo razonable, con la tecnología actual. Los matemáticos dicen que
con las diez primeras jugadas se pueden obtener
169.518.829.100.544.000.000.000.000.000
posiciones diferentes.
Hydra, calculando 200.000.000 de posiciones por segundo, tardaría
847.594.145.502.720.000.000 |
segundos |
14.126.569.091.712.000.000 |
minutos |
235.442.818.195.200.000 |
horas |
9.810.117.424.800.000 |
días |
26.877.034.040.548 |
años |
en repasar esas posibles posiciones tras 10 jugadas. En comparación, teniendo
en cuenta que la historia del ajedrez tal y como lo conocemos hoy en día, tiene
unos 500 años, puede afirmarse que la mente humana ha logrado un mayor
rendimiento, sobre todo si pensamos que:
- De esos 500 años, la recopilación y el estudio sistemático de partidas de
forma más o menos desarrollada, lleva haciéndose unos 200 años, tirando por
largo.
- Hasta épocas mucho más recientes (Unos 75 años, también siendo generosos)
no se ha desarrollado una compilación enciclopédica y una clasificación de
aperturas de caracter ciemtífico y exhaustivo.
- Hasta hace unos 25 años no se empezó a generalizar el uso de los
ordenadores para el almacenamiento, clasificación y análisis de la información
ajedrecística.
- Toda esa labor se ha realizado sin una coordinación global específica.
Es curioso que el ajedrez contenga en su cromatismo la bipolaridad del
cálculo binario, pero que en él esté también simbolizado su infinitud: la suma
de todos los colores resulta en el blanco y su ausencia en el negro.
Con el desarrollo de la informática y de los ordenadores, el ajedrez como
problema a resolver parece llamado a su fin. Todos los años surgen predicciones
milenaristas augurando la fecha de su desaparición, de su “solución”. Pero tal
acontecimiento cada vez se va dilatando un poco más en el tiempo.
Desde el principio quedó claro que el cálculo bruto no resultaba práctico.
Hubo que desarrollar unos algoritmos para podar el árbol de posibilidades, de
forma que la máquina pudiera decidir cuales eran más prometedoras y se
concentrase en ellas.
Para librar los escollos de la apertura, nada mejor que hacer uso del saber
acumulado por los humanos. Los libros de aperturas, enormes compendios de
jugadas, valoraciones y estadísticas, permiten a los programas alcanzar aguas
navegables sin gastar prácticamente tiempo de juego.
Al llegar a los finales de partida, los microcircuitos volvían a colapsarse.
A pesar de que el tablero mostraba un horizonte más despejado de piezas, la
dinámica del juego en esa fase cambia completamente y las máquinas no lograban
adaptarse a ella. La solución ha sido volver a recurrir a la codificación, a la
tabulación exhaustiva de las posibilidades que presentan las combinaciones de
hasta 5 y 6 piezas sobre el tablero.
Con todos esos recursos, todos ellos muy humanos, se han alcanzado unas cotas
de perfección muy altas en el juego de las máquinas, pero no han sido capaces de
desentrañar los últimos misterios del ajedrez y darle “solución”, la tan buscada
secuencia de jugadas perfectas que conduzca a... ¿las tablas?, ¿la victoria de
las blancas? ¿Y por qué no de las negras? O, en su caso, demostrar que no tiene
solución o que es múltiple.
Se han desarrollado programas de simulación estadística que generan jugadas y
realizan movimientos con un cierto factor de azar. De los resultados obtenidos,
parecería que se puede concluir que las tablas serían el resultado último de las
partidas.
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De todas formas, los programas, en principio, están ajustados para buscar la
victoria, aunque casi todos los módulos de ajedrez incluyen un parámetro para
poder hacerlos más conservadores y proclives a las tablas. De hecho, por
empecinarse en lograr el punto completo, han cosechado algunas sonoras derrotas,
como cuando les pasaba desapercibida (más allá de su horizonte de cálculo) la
coronación de un peón pasado en un flanco y se dedicaban a saquear piezas en el
ala contraria. O cuando llegan a empeorar su posición, tratando de sacar partido
de una pequeña ventaja teórica, imposible de materializar.
Algo propio del juego humano, al menos entre los aficionados con un nivel más
elemental, es el jugar a veces tendiendo (¡No haciendo!) trampas, planteando
celadas o sacrificios la mayor parte de las veces refutables, basándose en la
desigual capacidad, conocimientos y experiencia de los contendientes. Y,
también, como último y desesperado recurso cuando uno se ve sobrepasado por el
rival y coloca algún cebo envenenado. Se trata de juego lícito el de las
añagazas, pero que suele tener un factor de riesgo muy alto. Jugarle así a los
ordenadores, que no se conmueven ni les duele la cabeza, supone prácticamente el
recibir un vapuleo inmisericorde.
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Cabría la posibilidad de que los programadores tratasen de lograr algo
similar, amparándose en la enorme capacidad de cálculo y acceso a la información
(de aperturas y finales) que tienen las máquinas. Pero en esto parece que están
jugando limpio. Hasta cuando van perdiendo, los programas buscan la mejor
jugada, es decir, aquella que los aleja más del mate, aunque no sea,
precisamente, la que complicaría más las cosas a un rival, quizás apurado de
tiempo.
(Sí existe en algunos programas una modalidad de entrenamiento o sparring
con la que ellos mismos se ponen zancadillas durante el juego, que el
ajedrecista humano tiene que localizar y aprovechar)
![](/portals/all/_for_legal_reasons.jpg)
Los programas se han tenido que “humanizar”. Su voracidad de material de se
ha ido matizando a base de inculcarles consideraciones posicionales y
estratégicas, haciendo que el “pensamiento máquina” haya llegado a tener
estilos. Por supuesto, detrás de cada programa, hay una persona o un grupo de
ellas, y es a la hora de determinar los algoritmos estratégicos, posicionales y
de toma de decisiones, cuando más marcada queda su impronta.
Con los relojes tampoco juegan los programas. Se dedican a administrar su
propio tiempo y, si se lo permitimos, a calcular durante el del oponente.
Además, por regla general, gestionan su parte de vida de la partida con bastante
economía, de forma que rara vez, al menos en los encuentros oficiales, se llegan
a ver apurados de tiempo. Que se sepa, tampoco suelen tener en cuenta las
manecillas o los dígitos del reloj del rival para decidirse por una u otra
opción de juego: si consideran que hay que simplificar la posición lo hacen, por
encima de los dolores de cabeza que le podrían levantar al contrario si optasen
por mantenerla compleja.
En definitiva, las máquinas y los programas de ajedrez son capaces de trocear
lo enormemente grande en elementos asequibles para analizar y tomar decisiones,
pero tienen aún limitaciones para recomponer los pedazos y ver el todo de la
partida. Presentan una amplia influencia del pensamiento humano y, hoy por hoy,
aunque estén preparados para igualarlo, no parecen capaces de superarlo, a menos
que se descubra alguna innovación lo suficientemente grande para crear un hito
(final o de inflexión) en la historia del milenario juego.
© Fernando Morán Fernández