Para ganar, primero debes aprender
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Por Óscar Domínguez G.
El ajedrez, como el mar, solo nos muestra el agua de encima. En el juego de los trebejos, la procesión de belleza y confrontación va por dentro.
Para muchos, el ajedrez se convierte en esa mujer fatal que nos acompaña en los sueños y en los insomnios. Durmiendo soñamos con la jugada que pudo haber sido y no fue. Sí, muchas partidas las ganamos durmiendo. Perdemos otras.
Es el indiscutido esperanto de la imaginación. Sirve para demostrar la existencia de Dios. Y de la belleza.
El ajedrez y la música son siameses. Ambos tienen entrada, medio juego y final. Lo mismo ocurre con las noticias, en la vieja estructura de la pirámide.
Una partida es una exigente carrera de cien metros en la que los músculos apenas se mueven dentro del tablero, esa pasarela donde se pavonean 32 piezas. Se equivocan quienes sospechan que es un juego monótono, aburrido, lento, simple como beso de boba.
Los trebejistas, uno de los alias de quienes practican esta religión del silencio, tienen mucho de cirujanos plásticos: plebeyos peones reencarnarán en encopetadas damas cuando coronan la tierra prometida del antagonista.
Proletarios peones podrán comer carne de reina en algún azar de la confrontación.
A los ajedrecistas no les pasaba nada si a medianoche despiertan a su mujer con este grito:”Jaque”. Otra cosa, pasará si en vez de la vieja palabra persa pronunciamos el nombre de esa mujer sobre quien recaen las dudas de la infidelidad.
“Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”, tronó Bobby Fischer, el excéntrico campeón que vino de Brooklin, a darle estatus al juego-deporte-ciencia-tic-pasión-pasatiempo-enfermedad. Todo eso se da en la escueta geografía del tablero.
Hasta Fischer los jugadores eran bohemios, mal vestiditos, generalmente estaban con el almuerzo embolatado. Como los poetas de antes. Ahora ponen condiciones antes de sentarse frente al tablero. Cobran sumas astronómicas. Son tan importantes como Madonna, Beckham, Federer, Tigre Woods, Fernando Alonso.
O conspiran contra los gobiernos, como en el caso de Kasparov, empeñado en sacar a Putin del tablero en Rusia. Algo que no logró en las últimas elecciones. Pero no tira la toalla.
Dime cómo juegas y te diré de qué vas a morir. En la forma de mover las piezas, se te sale el católico, el ateo o el testigo de Jehová que te habita.
Más que una charla con el siquiatra en la comodidad horizontal del sofá, o con el confesor en la intimidad vertical del confesionario, es en una partida de ajedrez donde el cliente queda retratado de cuerpo entero. Y se ahorra la cuenta. Cada partida es como una autobiografía no escrita.
Alguien dijo que si no hubiera perros, no valdría a pena vivir. Diría lo mismo del ajedrez. Enroco sobre mi mismo y desaparezco.
Por Óscar Domínguez G.
En una de sus novelas autobiográficas, El General en su Laberinto, el Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez se fortalece como jefe único de relaciones públicas, prensa y similares del juego del ajedrez, el esperanto de la imaginación.
En efecto, mientras vive el Waterloo de su soledad en compañía de su fiel escudero José Palacios, quien no era un hombre sino una multitud, el general dedica parte de sus postreros ocios a mover las piezas del ajedrez con las cuales se había familiarizado en su segundo viaje a Europa.
Cuenta don Gabriel, el de Aracataca, que un fraile, enviado especial de Dios, Sebastián de Sigüenza, le prestaba a Bolívar "una ayuda encubierta. El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta".
Acostumbrado a la infidelidad de los enroques, a la doblez de los gambitos de los bípedos plumes y a las triquiñuelos de los fianchetos de sus libertados del yugo chapetón, "poco le faltó para hacerse un maestro jugando con el general O'Leary en las noches muertas de la larga campaña del Perú. Pero no se sintió capaz de ir más lejos. "El ajedrez no es un juego sino una pasión", decía. "Y yo prefiero otras más intrépidas".
Mejor si tenían nombre de mujer. Manuela, por ejemplo.
El general fue más allá en su devoción por el juego de los trebejistas.
¿Qué hizo el general Bolívar por el ajedrez? A pesar de que prefería pasiones de dos pies, lo incluyó en sus programas de instrucción pública "entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad era que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves".
Con anterioridad, en su autobiografía amorosa, El Amor en los tiempos de cólera, García Márquez, en un gesto que puso a los ajedrecistas del mundo a leer con pañuelo las penas y alegrías del amor de Fermina Daza, quiso que las dos primeros personajes que entran en escena, el médico Juvenal Urbino y el suicida antillano, fotógrafo de niños, Jeremiah de Saint-Amour, fueran rivales y cómplices en el juego que lleva la divisa "Gens una summus".
Y así como todo alcalde manda en su año, García Márquez manda en sus novelas. Por eso, en su "Amor en los tiempos...", puso al suicida a jugar ajedrez con su novia, la misma noche de su muerte. Ajedrez antes del suicido, un aperitivito para no imitar.
Jeremiah perdió la partida con esta Judith Polgar de la literatura de Macondo pero no se dio muchas ínfulas pues dijo que su costilla, "extraviado ya por las brumas de la muerte, movía las piezas sin amor".
Gabo ha sido también cronista del ajedrez: hace varios años cubrió en la casa de Fernando Gómez Agudelo, una partida entre el pianista vienés Paul Badura Skoda y el maestro Boris de Greiff. Ese encuentro lo ganó Boris y mereció una crónica que el Nobel tituló "La larga noche de ajedrez de Paul Badura Skoda".
Pasó el tiempo, regresó Badura, buscó a Boris en Coldeportes, lo citó a la misma casa de Agudelo, y en presencia del fallecido Otto, el Tigre de Amalfi, y tío de Boris, el europeo se desquitó con sus manos de pianista.
Hay, pues, una insistencia feliz de parte de García Márquez en favor del ajedrez, una forma de ser felices sin abrir la boca. Y si el impulso que le dio el general desde su hamaca a esta pasión contribuye a que aumente la afición y se multipliquen los salones Maracaibo "yo bajaré tranquilo al sepulcro", como diría el General.