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A finales del siglo XIX Viena era, junto a París, la catedral del ajedrez europeo. En 1868, el emperador Francisco José firmó la Ley Interconfesional, mediante la cual se les otorgaba a los ciudadanos plena libertad religiosa desde los 14 años. Este contexto de convivencia contribuyó a que la comunidad judía se instalara en la capital austrohúngara como la casilla central desde donde construir sus planes de futuro. El germanista Jacques Le Rider, en su maravilloso ensayo 'Los judíos vieneses de la Belle Époque', habla de una época irrepetible en lo cultural y coloca en ese ambiente el nacimiento de la modernidad.
Moritz Spielmann y su mujer Cäcilie llegaron a Viena procedentes de Míkulov, población checa a menos de un día de camino. Moritz era un hombre culto, periodista de profesión. Cäcilie mostraba interés en el arte y la bohemia. Ambos tuvieron seis hijos: Leopold, Rudolf, Melanie, Jennny, Edgar y la pequeña Irma. Cada uno de ellos nació en una casa distinta, avatares de la vida.
Moritz y Cäcilie no podían imaginar que el segundo de sus vástagos, Rudolf Spielmann, se convertiría en uno de los jugadores más legendarios de la historia de ajedrez. Sus partidas de estilo romántico, con continuos sacrificios, siguen siendo una fuente obligada de consulta para el buen aficionado. Sin embargo, la de Rudolf es también la historia más triste jamás contada, la tragedia de un judío devorado por el nazismo, por el velo del paladar de una bestia despiadada.
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