ChessBase 17 - Mega package - Edition 2024
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Por Óscar Dominguez G.
Los proletarios peones del ajedrez somos la sal de la vida de este juego perfecto como una mujer de medidas 90-60-90.
Entre las piezas del ajedrez, somos las únicas que tienen reservado el derecho a la reencarnación o resurrección. Esto ocurre cuando llegamos a la tierra de promisión de la octava casilla de nuestro contradictor.
En esa sala de partos cambiamos de sexo de la mano de nuestro ginecobstetra de cabecera (el propio jugador). El nuestro es el único caso de travestismo o cambio de sexo en el que no hay derramamiento de sangre.
Somos pacifistas por naturaleza, apóstoles de la no violencia.
Gandhi nos queda chiquito.
Como peón, soy la única pieza que puede sufrir esa metamorfosis.
En el enroque se da otro cambalache incruento. Pero allí sólo hay cambio de esquina.
Rey y torre conservan su sexo.
Como peón, al mismo tiempo soy Liliput y Gulliver.
Si me toca arrancar de David al principio del juego, el "contexto" me puede convertir en Goliat.
Es cuando corono y me vuelvo encopetada dama.
Es posible coronar otra pieza pero no le gastemos tiempo a hipótesis.
Encarnamos la discreta importancia de saber ser pequeños.
“Magnus esse vis, incipe a minime”, como dicen que decía el africano Agustín de Hipona.
O sea: “Si quieres ser grande empieza por ser pequeño”. O peón, para nuestro caso.
Vivimos con la vida pendiente del tablero blanco y negro. Somos daltónicos de esos dos colores.
En esa democracia lúdica que es el ajedrez nos codeamos con el blancaje del juego ciencia: caballos, alfiles, torres, damas, reyes.
Como peón, amo la plasticidad y versatilidad de mi dama; compadezco las limitaciones de eunuco de ese rey de burlas que es el monarca del ajedrez;
envidio la estética agilidad y la lealtad del caballo;
alabo la altiva vida en diagonal del alfil, y celebro la eficiencia de sicario o de suicida fundamentalista de la torre.
Si perro no come perro, peor para ellos.
Cuando nos toca practicar la necesaria antropofagia del ajedrez, nos comemos los unos a los otros. Es nuestro mejor menú. Y maná.
Los peones preferimos el ajedrez a lo Bobby Fischer, el campeón que le dio estatus a este esperanto de la imaginación.
Como a Bobby, el ‘bombardero’ de Brooklyn, a los peones nos gusta la lucha hasta quedar desnudos.
Consideramos las tablas como la muerte del ajedrez, un monumento al bostezo, un epitafio a la falta de ganas.
Los peones - Cenicientas de tacón bajito - vivimos en período de prueba.
Amamos el juego por el juego. Nos jugamos íntegros siempre.
Hasta dejar las tripas en cada juego, como postula el Nobel García Márquez que se debe escribir.
Nadie se ha preguntado qué pasaría si hubiera huelga de peones.
Elemental, queridos Watsons: se acabaría el espectáculo, y el hindú que inventó el ajedrez habría perdido su tiempo. El ajedrez existe porque nosotros existimos. Témanle a una escasez de mujeres y a un silencio de peones. Cuando por alguna escaramuza del destino quedo en la anómala posición de peón doblado, para superar el bochorno me figuro que quedé en actitud de tas-tas, como se estila en el billar. Ya habrá tiempo para desdoblar mi personalidad.
A veces se me presenta la alternativa de asumir como peón al vuelo o al paso. Son gajes del oficio de la peonada. Entonces toca sacar todo el pragmatismo que llevo por dentro para decidir si capturo o sigo de largo.
Les cuento un secreto mejor guardado que un traje de novia: cuando las piezas reposamos mezcladas unas con otras, en bolsas o cajones, jugamos sin tablero, de memoria, las partidas que nadie ha jugado con nosotros. Aquí no necesitamos esos correveidiles llamados hombres para divertirnos. Es cuando jugamos las mejores partidas. Aquellas de las que no queda memoria. Nos sentimos mejor anónimos, como cualquier hijo de vecino.
Que sigan pensando los jugadores que son ellos los que nos manejan. Es nuestra posición y dinámica la que va rigiendo su destino, como diría don Borges, en uno de sus dos espléndidos sonetos. (Le perdonamos a don Jorge si confunde la apertura Ruy López con algún cuchillero de Buenos Aires).
No somos de los mismos con las mismas. Así como nadie se baña dos meses en el mismo río, nunca jugamos la misma partida. Es la lección de creatividad permanente que la hermandad de las piezas le damos al insoportable "homo vestidus".
La tragedia de un peón radica en nuestro dolor por la ignorancia invencible que persiste sobre las posibilidades estéticas que hay en toda partida de ajedrez. Hacemos nuestra la frase de Fisher al que vuelvo a citar: “Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”. Pierden los que desconocen que en una partida hay tanta belleza como en un cuadro de Van Gogh, en una metáfora de Cortázar, en un filme de Kirosawa, en una orgía vespertina de arreboles.
Y que lo sepan de una vez: vinimos para quedarnos. Ni el play station nos va a sacar a sombrerazos del tablero. O sea de la vida. Porque no hay nada más parecido a la vida que el ajedrez. Y perdonen la nada original perogrullada.
Un vídeo de animación sobre "la imitación de la vida sobre el tablero ajedrecístico" hecho en Tenerife y publicado en YouTube: