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Es que el galo fue un aficionado a los juegos, algunos incluso de su propia invención (¡su imaginación parecía que era infinita, incluido el plano de lo lúdico!), dentro de los cuales obviamente que el ajedrez habrá de ingresar en su poderoso radar.
Prueba palmaria de ello es que, a un año de su muerte, su madre le pedirá a la Fuerza Aérea Francesa, en la que prestaba por entonces servicios, un juego de ajedrez que formaba parte de sus pertenencias preciadas que llevaba consigo a la hora de volar.
En tiempos previos, quizás más felices (¡el horizonte de la vida parecía infinito!), se sabe que Saint-Exupéry lo practicó con varios compatriotas, como por caso con otro piloto, Jean-Marie Conty (1904-1999) en un café de Casablanca en 1928, y con el gran ensayista y poeta André Gide (1869-1951) en 1942 en Argel.
Asimismo, mientras esperó ser rescatado junto a dos colegas de aventuras, estando en una zona pantanosa de Senegal, se entretuvieron todos los perdidos durante tres días, jugando partidas a las que tiempo después habrán de calificar de `furiosas` (aunque parece mejor que los peligros en esas circunstancias estaban no dentro sino allende el improvisado tablero).
Como piloto, en una fase temprana de su existencia, ofició de encargado de distribuir correspondencia entre puntos lejanos incluyendo los continentes africano y americano y el Medio Oriente.
Saint-Exupéry y Marcel Peyrouton, en Tunis 1935
Sus travesías constituyeron desafíos no exentos de riesgos, en el marco de pretender llegar siempre más lejos y más rápido. Por su parte, al cabo de todo, colaboró en expediciones surcando los cielos, defendiendo los valores de la libertad en la lucha civilizatoria contra el nazismo.
No habría que perder de vista que todas esas actividades fueron desplegadas, en tiempos a los que hay que considerar como pioneros y, por lo tanto, absolutamente experimentales, en lo que al transporte aéreo se refería. Por ende, cada vez que se subía a una aeronave, había implícito un acto de arrojo: en ese contexto, quedaban indisolublemente unidos el deseo de consumar una hazaña, por un lado, con la inquietante posibilidad cierta del peligro, por el otro, aún con riesgo de perder la propia vida.
Siempre con aires de gesta el 30 de diciembre de 1935, después de un viaje de casi veinte horas, debió realizar junto a su acompañante un aterrizaje forzoso en el desierto del Sahara, cuando se hallaba en camino hacia la muy lejana Saigón (actual Ciudad de Ho Chi Minh).
Deshidratados, sin alimentos, los ocupantes del avión siniestrado comenzaron a experimentar alucinaciones hasta que, providencialmente, un beduino en camello los descubre y les salva la vida. El relato Tierra de hombres, que publica en 1939, es una referencia directa a esta experiencia.
En este estado de cosas, no será extraño que las volteretas por el cielo de Saint-Exupéry lo conduzcan a una prematura muerte. Estando destinado en la isla de Córcega, en una unidad de reconocimiento fotográfico del frente alemán, en los prolegómenos del desembarco aliado en Provenza, el 31 de julio de 1944, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, tras despegar a bordo de una aeronave con una autonomía de vuelo de tan sólo seis horas, el piloto perderá el control del artefacto, siendo ese el desenlace fatal de su existencia.
Sus restos, y los del artefacto, se recuperarán muy tardíamente en el Mar Tirreno. Cuando en el 2003 se detecten los restos del avión en su interior, habrá de aparecer una cartera en donde se apreciará… ¡¡¡un tablero de ajedrez!!!
Con la reconstrucción retrospectiva de los hechos se determinó fehacientemente lo que siempre se había sospechado: el aviador había perecido en su ley. En un momento que será definitivamente agonal, resulta evidente que el juego le servía de compañía en su solitaria excursión final con la que pretendía afianzar la libertad.
En una conexión que lo une con la lejana Argentina debe consignarse que, en Buenos Aires, mucho antes había conocido a su futura esposa. Allí ejerció como director de Aeroposta Argentina, una filial de la empresa gala Aéropostale, habiendo partido a esas tierras lejanas con la misión de organizar la red de esa corporación para América Latina.
En ese marco, en 1931 aparece su segunda novela, Vuelo nocturno, la que siguió a su trabajo previo en el género, Correo del Sur, que es de 1928. Estaba visto que, más allá de sus andanzas por el espacio, Saint Exupéry habrá de cultivar otra de sus facetas, una más terrenal, la de escritor, con la que mejor trascendería.
Como no podía ser de otra manera, uniendo sus pasiones (la de literato y la de habitante de los cielos), su primer relato, aparecido en 1926, se tituló El aviador. Por su parte, el insuperable El principito habrá de publicarse en 1943 y Ciudadela (Citadelle conforme el título en la versión original en idioma francés), su legado literario, aparecerá en 1948, es decir cuatro años después de su fallecimiento.
Se trata de la reproducción de notas sueltas, no publicadas previamente, en las que refleja profundas reflexiones sobre temas que formaban parte de sus campos principales de interés. Será entonces en Ciudadela en donde el ajedrez desde luego surgirá, denotando la preferente atención del escritor por su práctica.
Al respecto, en tren de utilizar al juego como alegoría, en el momento en que se sostiene que las únicas verdades que se demuestran son las del pasado y que la creación no pertenece al dominio de la razón, expresa:
“Y he aquí que tus técnicos inteligentes discuten sus golpes como en el ajedrez. Y quiero admitir, al fin de cuentas, que jugarán el golpe seguro aunque desconfíe todavía porque juegas al ajedrez con elementos simples, pero los dilemas de la vida no se pesan. Cuando el hombre es mezquino y vanidoso, ¿van a decirme por medio del cálculo, si por alguna razón sus defectos entran en conflicto, cuál de ellos triunfará, la vanidad o la mezquindad? Quizá pues jueguen el golpe más seguro. Pero han olvidado la vida. Porque en el juego de ajedrez tu adversario espera para empujar su pieza a que te hayas dignado empujar la tuya. Y todo pasa, pues, fuera del tiempo, que ya no alimenta un árbol que crece. El juego de ajedrez está como arrojado fuera del tiempo. Pero hay en la vida un organismo que evoluciona. Un organismo y no una sucesión de causas y de efectos; aun cuando luego, para asombrar a tus alumnos, se los descubras. Porque causa y efecto no son sino reflejos de otro poder: la creación que se va a dominar. Y en la vida tu adversario no espera. Ha jugado veinte piezas antes que hayas movido la tuya. Y tu golpe ahora es absurdo. ¿Y por qué había de esperar él? ¿Has visto esperar al bailarín? Está ligado a su adversario y así reina sobre él. Los que juegan a la inteligencia sé muy bien que llegarán demasiado tarde…”.
Recorriendo el pasaje advertimos claramente que, a juicio de Saint-Exupéry, el ajedrez puede ser considerado en su faceta atemporal. Además tomamos nota de una suerte de advertencia, en el sentido de que es menester no caer en los excesos de la inteligencia, so pena de llegar tarde a un deseado destino.
También, en la eterna dialéctica entre razón y creación, el pensador evalúa dónde habría que en todo caso ubicar al juego. En todo caso asocia al pasatiempo con una vida a la que se la puede imaginar, en su devenir, con perfecta analogía al transcurso de una partida que se disputa con un adversario que, acaso, sea invisible.
En otro tramo de esta obra, siempre en evidente tono ajedrecístico, se dice:
“...Pues, para separar de ti, que eres uno, el otro, no necesito procurarte nada visible y material, ni necesito modificarte en lo que sea. Basta que te enseñe el lenguaje que te permitirá leer en lo que te rodea y en ti mismo, tal rostro nuevo y ardiente para el corazón, como el que hay, si sucede que te hallas mohíno, en algunas piezas groseras de madera, dispuestas al azar sobre una tabla; pero que, si te he educado en la ciencia del juego de ajedrez, te verterán la radiación de su problema”.
Por su parte, al meditarse sobre la aceptación de la muerte, expresa:
“Eres semejante al jugador que al ignorar el juego de ajedrez, busca su placer en el apilamiento de piezas de oro y marfil, y no halla sino el tedio, mientras que el otro, que la divinidad de las reglas ha despertado al juego sutil, hallará su luz en las simples astillas de madera grosera. Pues el deseo de demostrarlo todo te liga a los materiales y no al rostro que componen y que importa antes que nada reconocer…”.
A la hora de analizarse la importancia de la educación, se asegura:
“No sé qué significa educar al hombre si no se trata de enseñarle a leer rostros a través de las cosas. Yo perpetúo los dioses. Así con el placer del ajedrez. Lo salvo al salvar las reglas; pero tú quieres proporcionarles esclavos que les ganen las partidas de ajedrez. Quieres obsequiar cartas de amor, porque observaste que algunos lloraban si no las recibían, y te sorprende no arrancarles lágrimas. No basta dar. Es preciso construir a quien recibe. Para el placer del ajedrez hubiese sido preciso construir al jugador. Para el amor hubiese sido preciso construir la sed de amor...”.
Tres postreras referencias del escritor galo al ajedrez, siempre a partir de su honda mirada:
“Quien, desdeña, por vanidad, considerar corno esencial el ceremonial del ajedrez, no gustará su victoria. Quien descuida, por vanidad, hacer su dios de tablas y clavos, no construirá el navío…”;
“Al engrasar tu fusil con respeto hacia el fusil y hacia la grasa, al contar tus pasos en el camino de ronda, al saludar a tu cabo por el cabo y por el saludo, preparas en ti la iluminación del centinela; al mover tus piezas de ajedrez con la seriedad de las convenciones del juego de ajedrez, al enrojecer de cólera si tu adversario hace trampa, preparas en ti la iluminación del vencedor de ajedrez…”; y
“Así, con el juego de ajedrez: hay un vencedor y un vencido. Y ocurre que el vencedor se viste con burlona sonrisa para humillar al vencido. Porque así son los hombres. Y tú vienes a prohibir, según tu justicia, los triunfos de ajedrez. Dices: "¿Qué mérito tiene el vencedor? Es más inteligente o conocía mejor el arte del juego. Su victoria es tan sólo expresión de un estado. ¿Por qué se lo glorificaría por ser más rojo de rostro, o más ágil, o por tener más cabello, o menos?..." Pero yo he visto al vencido en el ajedrez jugar durante años con la esperanza de la fiesta de la victoria. Porque eres más rico al existir ella, aunque no sea para ti. Así ocurre con la perla del fondo de los mares”.
Apreciamos claramente como Saint-Exupéry, en su trabajo de tono más filosófico y esencial, en el que abrevó en los dilemas del tiempo y reflexionó sobre la vida, la muerte, la educación y tantas otras cuestiones centrales de la existencia, el ajedrez, ese que lo acompañó en tantas experiencias vitales, adquirió una presencia del todo relevante.
Extremando el análisis, aunque descreemos que ello estuviera en la mente del escritor, podría especularse que la propia ciudadela que da título al texto tiene alguna reminiscencia directa al juego. Es que, como es sabido, con ese nombre en la literatura especializada, en particular de la época medieval, se podía referir a la pieza de la torre (por su calidad de defensa ante los ataques exteriores), conforme un diseño que se le dio entonces en Europa a un trebejo que, antes, en las versiones orientales (en la India, Persia y el mundo musulmán), connotaba preferentemente a un carro (y en el primer caso también a un navío).
Pero no. Esas deben ser ensoñaciones nuestras. La idea de ciudadela corresponde evidentemente a un sentido más profundo ya que, con ella, se alude a la representación material de valores y creencias en el contexto de una existencia que adquiere, con el curso del tiempo, formas demasiado pétreas.
Por tanto, habría mejor que entender que estamos en presencia de construcciones que terminan por aprisionarnos, por lo que las debemos derribar, siempre que pretendemos readquirir un estado de libertad que, por momentos, quedó en el olvido o postergado.
Ello debe procurarse siempre, a pesar de los riesgos que implica abandonar un estado de (aparente) protección a la que remite la ciudadela, al quedar necesariamente más expuestos, al derribarse los muros, al derrumbarse esa ciudadela que, previamente, nos hemos encargado de erigir, en busca de cierto conformismo protector.
Podemos concluir entonces con Saint-Exupéry recordando:
“Porque se me ha revelado que el hombre es un todo semejante a la ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad, pero ya es sólo una fortaleza desmantelada, y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser…”.
Quisiéramos creer que, al poder en definitiva el autor (y, gracias a su reflexión, ahora sabemos que ello también podemos hacer cualquiera de nosotros) divisar sin amparo alguno el firmamento, el ajedrez, ya no como alegoría literaria, sino como mágico juego, en un momento en el que se entremezclarán necesariamente las sensaciones de libertad y de angustia, ese milenario pasatiempo pueda servir de inspiración, de distracción, tal vez de sosiego….
Fuentes:
Ciudadela, Saint-Exupéry, Editorial y Librería Gouncourt, Buenos Aires, 1966.
Saint-Exupéry: A Biography, Stacy Schiff, Alfred A. Knof Inc. (distribuido por Random House), New York, 1994.