Abelardo Castillo, el ajedrecista-escritor

por Sergio Ernesto Negri
26/01/2021 – Abelardo Castillo nació en 1935 en la ciudad de Buenos Aires, aunque es un sampedrino por adopción. Sus días acabaron muy recientemente, el 2 de mayo de 2017. Pero tanto se lo recuerda… Se lo podría considerar heredero literario de su compatriota Jorge Luis Borges (1899-1986) y del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), dos escritores que repararon en el ajedrez con fruición. Y también tributa al existencialismo del francés Jean-Paul Sartre (1905-1980), otro reconocible amante del juego. Su salto al conocimiento del mundo de las letras se da cuando gana un Premio Literario en 1959 en el que tuvo como jurado precisamente a Borges; y también a Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Su vínculo con el ajedrez proviene de la infancia. Artículo por Sergio Negri.

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Así lo recuerda el propio escritor:

“El ajedrez apareció en la niñez; sino aparece en la niñez no aparece nunca. Tendría ocho o diez años cuando empecé a mover las piezas. Después dejé de jugar porque me insumía mucho tiempo, a los dieciocho años. Cuando se hizo el Mundial Juvenil de ajedrez, yo me clasifiqué en mi zona, para el que ganó (Oscar) Panno, y ahí decidí que no jugaba más. Muchos años después volví a jugar porque me tentaron mis amigos de San Pedro, y ahí decidí que tenía que ganar el torneo mayor de San Pedro. Era una especie de berretín que me había quedado de la adolescencia. Lo gané y seguí jugando algunos torneos, y también un día dejé porque se transforma en lo esencial. Freud, por ejemplo, que era un muy buen ajedrecista, dijo que tenía que abandonar el ajedrez porque de lo contrario no iba a hacer nunca nada de su vida. Es el más hermoso de todos los juegos” (Fuente: Ocho décadas de Abelardo Castillo, en Revista Crítica.

En 1963 publica su obra de teatro Israfel (el ángel que en la cultura árabe es el que toca la trompeta anunciando el juicio final), dedicada a Poe. Allí menciona al ajedrez de Maezel, en la primera de sus citas literarias vinculadas al juego, ese mismo que le sirvió al del norte como fuente de inspiración de su trabajo de 1835 El jugador de ajedrez de Mäezel donde desentraña la etiología de El Turco y, de paso, comienza su furibunda diatriba hacia el ajedrez.

En 1989 produce su ensayo Las palabras y los días en el cual le dedica todo un capítulo llamado precisamente El ajedrez, en el cual analiza varias de las teorías sobre su origen, asumiendo como base la tesis indiana, dejando en un segundo plano a la que pone el acento en China, y poniendo énfasis en otras, que van de la egipcia (aludiendo al dios que inventó los números, la astronomía, la escritura y, en esa mitología, al ajedrez)  a la extraterrestre.

En ese contexto menciona la hermosa frase del autor austriaco Stefan Zweig (1881-1942), esa que dice:

“Este juego pertenece a todos los pueblos y a todas las épocas y nadie puede saber de él qué divinidad lo regaló a la Tierra para matar el tedio, aguzar el espíritu y estimular el alma”.

Llega a conjetura Castillo que, por su antigüedad, el ajedrez puede ser considerado casi adámico, y abunda:

“… el ajedrez sería muy anterior a la guerra de Troya, muy anterior al cruce del Mar Rojo, a los patriarcas, a los más antiguos documentos literarios de la humanidad, a la edificación de las pirámides, e incluso a la invención misma del mundo, el cual, si le creemos al célebre James Ussher, arzobispo de la Iglesia Anglicana, fue creado por Dios el 22 de octubre del año 4.004 antes de Cristo, a las ocho de la tarde”.

A continuación el autor lista personalidades, de aquí y de allá, que lo practicaron. Retoma el argumento de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) en el sentido de que la Argentina tuvo una escuela nacional, aún antes de la generación de 1939, al ser un pueblo de autodidactas. Lo compara con lo que sucede en literatura. Y dice que hay más proporción de buenos ajedrecistas en el país que cantantes de tango. 

Se refiere asimismo al rol de las mujeres, que a su juicio odian el juego, o más bien al juego que distrae a sus hombres, para de inmediato valorar todas las leyendas que la tienen de protagonista, la de Lanka, la de la madre dolorosa, la de Kaissa, la de Dilarám, y su mención recurrente en el libro de Alfonso X (1221-1284).

En tren de anticipación imagina, ¡y era la década del 60!, que las computadoras “agotarán fatalmente la combinatoria” del ajedrez. Recuerda lo dicho por Poe en cuanto a que si una de ellas se desarrolla lo suficiente y le gana a un hombre, bastará con que siempre juegue igual, venciendo siempre el artefacto. Pero plantea, aunque lamentablemente no le hicieran caso, que ese proceso no es necesario que se desarrolle. Se pregunta: ¿Para qué se lo haría? Y se plantea otro interrogante de que, si ello aconteciera (y estos razonamientos son por supuesto previos al triunfo de Deep Blue sobre Gary Kaspárov (nacido en 1963) y del implacable avance del mundo cibernético en su poderío ajedrecístico), en el sentido de ¿Qué sucede si juegan dos computadoras perfectas? Adelanta que, en ese supuesto, todo se definirá bastando que se haga una jugada. Aunque no anticipa cuál sería el resultado.

Podríamos, siguiendo la hipótesis planteada por el maestro, barruntar varias posibilidades. Que gana el blanco por la ventaja de salida, lo que en principio puede parecer convincente. O que es tablas porque es imposible de romper el equilibrio ante la mínima ventaja que daría el hecho de tener la salida. Pero podría romperse esa dialéctica si concebimos un rumbo diferente (y algo inquietante): se impondrán las negras ya que, el momento inicial comporta una posición de zugzwang, vale decir que haga lo que haga el conductor de las piezas blancas siempre caerá derrotado ya que todas las opciones le son adversas.

Castillo reproduce en este trabajo los argumentos del astrofísico británico Arthur Eddington (1882-1944) en el sentido de que “el ágil electrón nos recuerda el caballo del ajedrez” y la visión de su compatriota, el matemático Godfrey H. Hardy (1877-1947) en cuanto a las posibilidades casi infinitas del ajedrez ya que imagina al Universo entero como “un tablero de ajedrez y a a todos sus protones como piezas de este juego cósmico” y, al hacerlo, agrega que “si convenimos en llamar jugada a cualquier intercambio en la posición de dos protones, entonces el número total de jugadas posibles es el número diez a la décima a la décima, a la trigésimo cuarta potencias“, un número tan grandioso al que, muy misteriosamente, denomina “número de Skewwes“.

El autor argentino culmina su visión del ajedrez con una historia que es una leyenda del todo conocida: aquella que asocial el “descubrimiento” de América al ajedrez por el episodio de los Reyes Católicos de España por el cual Isabel I de Castilla (1451-1504) le sugiere a Fernando II de Aragón (1452-1516) la forma de ganar una partida de ajedrez, contexto en el cual se habría dado definitiva aprobación al plan de navegación de Cristóbal Colón (1451-1506) enfilando a las aguas del oeste.

En su libro de relatos de 1992 titulado Las maquinarias de la noche , se incluye su cuento La cuestión de la dama en el Max Lange el cual, desde el propio título, alude claramente al ajedrez, habida cuenta de que ese nombre se refiere a un Ataque, que remite a un jugador alemán de igual nombre (1832-1899), que concibió una Apertura que se da tras los siguientes movimientos: 1.e4 e5 2.Cf3 Cc6 3.Ac4 Cf6 4.d4 exd4 5.O–O Ac5 6.e5.

La trama va de un ajedrecista que, al comprobar la infidelidad de su esposa, decide matarla, por lo que necesitará construir una coartada, la que hallará en principio al aprovecharse del hecho de que estaba disputando un torneo de ajedrez y, ausentándose en cierto momento, podría cometer el crimen. Pero para no perder el juego debía plantear a su rival una aguda posición que lo haga pensar largamente (y en ese ínterin el marido-asesino podría momentáneamente ausentarse del club), situación de complejidad ajedrecística que bien podría lograr con la mentada Variante Max Lange.

Esta historia tiene algunas reminiscencias a la primera novela policial argentina, El enigma de la calle Arcos, que es de la década del 30 y de autoría de un ignoto Sauli Lostal (sin datos de filiación, máxime teniendo en cuanta que se trataría de un seudónimo) trabajo que, casi con seguridad en forma equivocada, alguna vez se le atribuyó a Borges. Nos preguntamos si Abelardo Castillo se inspiró en ella.

Abelardo Castillo

Castillo , en su pasión por el juego, llegó en cierto momento a creer que una sub-variante que se introduce en el relato (que comienza con un peón blanco que se mueve a g4) era de su propia autoría. Pero luego comprobará que el excampeón del mundo Emanuel Lasker (1868-1941) ya la había analizado en un libro de fines del siglo XIX 1896, y que su antecesor, Wilhelm Steinitz (1836-1900), la había jugado en una partida en 1860. De hecho el momento culminante del relato sigue puntualmente, hasta la jugada 13 de las blancas, la partida que este disputó contra Philipp Meitner (1839-1910) en el torneo de Viena de 1860.

Comienza el cuento de este modo:

“El hombre que está subiendo por la escalera en la oscuridad no es corpulento, no tiene ojos fríos ni grises, no lleva ningún arma en el bolsillo del piloto, ni siquiera lleva piloto. Va a cometer un asesinato pero todavía no lo sabe. Es profesor secundario de Matemática, está en su propia casa, acaba de llegar del Círculo de Ajedrez y, por el momento, sólo le preocupa una cosa en el mundo. Qué pasa si, en el ataque Max Lange, las blancas trasponen un movimiento y, en la jugada once, avanzan directamente el peón a 4CR. ¿Adónde va la dama? En efecto, ¿cómo acosar a esa dama e impedir el enroque largo de las piezas negras? Debo decir que nunca resolvió satisfactoriamente ese problema; también debo decir que aquel hombre era yo”.

La variante Berger del Ataque Max Lange, efectivamente contempla esa posibilidad. A las jugadas indicadas anteriormente, se suceden las siguientes: 6…d5 7 exf6 dxc4 8 Te1+ Ae6 9 Cg5 Dd5 10 Cc3 Df5 11 g4 Dg6 12 Cce4 Ab6 13 f4 0-0-0. Como se verá, pese al acoso de la dama, en esta secuencia las negras logran enrocar largo, como parecía pretender evitar el protagonista del relato.

En los estudios previos que el ajedrecista fue formulando, se pregunta: “¿Adónde va la dama? Cualquier jugador de ajedrez sabe que muchas veces se analiza con más claridad una posición si no se tienen las piezas delante. Me levanté y fui hacia su secretaire. Estaba sin llave. Lo abrí mecánicamente y encontré el borrador de la carta”. Y esa carta era el indicio claro de una indeseada infidelidad. La que se propuso redimir de la peor forma posible.

Comienzan las analogías: ¿Qué era más importante de saber? ¿Dónde había ido la dama real que compartía la vida del caballero? ¿O dónde había ido la dama en tanto trebejo cuando fue acosada en el marco del Ataque Max Lange? Como siempre, un ajedrecista podía solapar el juego con la realidad. Y en ajedrez, ya lo sabemos, por más que la dama es muy importante, puede ser objeto de sacrificio.

El protagonista, al leer la misiva, llega a la cruel conclusión de que los diez años compartidos lo habían sido con una desconocida, alguien que no dudaba en dejar un encendido mensaje que tenía como destinatario otro hombre. Por eso pensó de nuevo en clave ajedrecística, nuestro profesor de matemáticas, antes de decidir vengarse: “… (¿adónde acorralar a la dama?) quién y cómo podía ser el hombre capaz de desatar aquel demonio, encadenado hasta hoy, por mí, a la vulgaridad de una vida de pueblo como la nuestra”.

Guardando el papel comprometedor en el bolsillo, no dudó en seguir analizando el Ataque Max Lange, llegando a la conclusión de que el avance del peón era perfectamente jugable ya que: “… la dama negra sólo tenía dos movidas razonables: tomar el peón blanco en seis alfil o retirarse a tres caballo. La primera me permitía sacrificar una torre en seis rey; la segunda requería un análisis más paciente. Cuando me quise acordar, había vuelto al dormitorio y había dejado el papel en el mismo lugar donde lo encontré. La idea, completa y perfecta, nació en ese momento: la idea de matar a Laura. Esto, supongo, es lo que los artistas llaman inspiración”.

Tras una hora de análisis de la variante, y del simultáneo perfeccionamiento del plan de venganza en una segunda capa de su pensamiento, aparece Laura, su esposa.  Sin muestra de contrariedad alguna, el marido la invita a comer afuera. La corteja. La seduce. Es que el plan de venganza, para que sea perfecto, incluía una nueva etapa: lograr que ella volviera a enamorarse del marido.

Mientras lo hacía, investigó los detalles del amante y, al mismo tiempo, ¿con igual pasión y detenimiento?, seguiría analizando el Ataque Max Lange evitando cuidadosamente por ahora jugar 11. g4 en sus partidas amistosas en el Círculo de Ajedrez de su ciudad, la de Ramallo, provincia de Buenos Aires, para reservarla para el momento propicio.

Aprovecharía entonces su encuentro con el ingeniero Gontrán, a quien debía enfrentar en un match por el campeonato del club, para llevar a la práctica esa Variante y, en ese contexto, su simultánea intención vindicativa. A él le presentaría el resultado de sus estudios del ataque Max Lange. Lo sorprendería. Lo obligaría a reflexionar. Largamente. Así tendría el tiempo suficiente para ausentarse y cometer su crimen.

Es que: “Hay un momento de la partida en que casi todo ajedrecista se detiene a pensar mucho tiempo. El ingeniero Gontrán era exactamente el tipo de jugador capaz de ponerse a meditar cincuenta minutos o una hora un determinado movimiento de la apertura. Lo único que a mí me hacía falta eran esos minutos. Casi una hora de tiempo, un jueves a la tarde: cualquiera de los seis jueves en que yo llevaría las piezas blancas. Claro que esto exigía saber de antemano en qué jugada exacta se pondría a pensar. También exigía saber que justamente los jueves yo jugaría con blancas, cosa que al principio me alarmó, pero fue un problema mínimo”.

Se trataba de un match a doce partidas. Los lunes jugaría con negras. Los jueves con blancas. En alguno de esos seis jueves podría intentar el Ataque Max Lange. Castillo da detalles ajedrecísticos muy puntuales de las partidas, dando muestras de su específico conocimiento. La primera fue una Indobenoni en la cual: “En la jugada quince de esta primera partida hice un experimento de carácter extra ajedrecístico: elegí casi sin pensar una variante poco usual y me puse de pie, como el que sabe perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo a mi alrededor y vi que el ingeniero se arreglaba inquieto el cuello de la camisa. Todos los jugadores hacen cosas así. “Ahora va a pensar”, me dije. “Va a pensar bastante.” A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé un café en el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi auto, en dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la sala de juego. Sucedía precisamente lo que había calculado. Gontrán no sólo continuaba pensando sino que ni él ni nadie había reparado en mi ausencia. Eso es exactamente un lugar donde se juega al ajedrez: la abstracción total de los cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte personas hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba, incluso, con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia sin preocuparse, ni mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en absoluto. El reloj de la mesa de ajedrez, el que marcaba mi tiempo, eso era yo. Podía haber ido al baño, podía haberme muerto: mientras el reloj marchara, el orden abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus leyes no se rompería. No sé si hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la vida”.

El personaje central, evidentemente reflejando el sentimiento del propio autor, considera al ajedrez como un juego más hermoso que la vida. Además describe cómo se fue maquinando en su cabeza una trama doble: la que habrá de reflejarse en la propia partida y, lo que es más importante, lo que debía suceder más allá de ella. La venganza estaba en marcha. Los sucesos se irían precipitando.

La primera partida, jugada en martes, quedó suspendida en posición inferior del profesor. Y  cayó derrotado. El jueves siguiente jugó su primer e4 (en el libro se usa el lenguaje descriptivo por lo que se consigna P4R). Pero Gontrán respondió en el acto con una Defensa Francesa. El Ataque Max Lange debería esperar.

Más detalles ajedrecísticos que se dan: “Cosa notable: en la jugada doce (jugué un ataque Keres), fui yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando jugué, me di cuenta de que Gontrán se había levantado de la mesa en algún momento. Sesenta y dos minutos. Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo podía venir de matar a toda su familia y yo hubiera jurado que no había abandonado su silla. Era otra buena comprobación, pero no me distrajo. Puse toda mi concentración en la partida hasta que conseguí una posición tan favorable que se podía ganar a ciegas. En ese momento, ofrecí tablas. Hubo un murmullo, Gontrán aceptó. Yo aduje más tarde que me dolía la cabeza y que temía arruinar la partida. Había conseguido dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi rival desconfiara de su Defensa Francesa. Esto le daría ánimos para arriesgarse, por fin, a entrar en el Max Lange”.

El lunes siguiente se volvió a jugar un Peón Dama y el profesor no insistió con la Indobenoni. Era un metamensaje: “Esto significaba: No hay ninguna razón, mi querido ingeniero, para probar variantes inseguras, carezcamos de orgullo, intentemos nuevas aperturas. Significaba: Si yo no insisto, usted está libre para hacer lo mismo”. La partida terminó en tablas. Y así transcurrieron siete partidas.

Se aproximaba el momento decisivo, ese en el que el Ataque Max Lange habría de aparecer, cuando la dama negra dentro del tablero sería acosada y en el que Laura moriría. Entonces: “Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no porque quisiera matarla sino porque, aún hoy, pienso que ésa es la mejor jugada en semejante posición. Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a verificar si Gontrán esperaba o no esa jugada. Unos minutos después había llegado a la casa junto al río…”.

Su esposa, sabiendo que su marido estaba entretenido, tenía su deseada compañía. El ajedrecista irrumpe inopinadamente, le pide a ella que se fuera al cuarto, encañona con un arma al amante y, como parte de su plan, le exige a este que matara a la mujer con otro revólver. El ajedrecista, luego de que ello sucediera, habría de tener la coartada perfecta. Estaba jugando en ese momento su match de ajedrez. Estaba aplicando el Ataque Max Lange. Sobre el tablero. Estaba haciendo, a su entender, justicia. Fuera de él.

Laura, como la reina negra de la partida, en vez de retirarse en busca de protección, había imprudentemente avanzado a una casilla en la que quedaba desprotegida. Y así se dieron las cosas. Cuando el profesor regresa al club, ¿luego de ejecutar un plan de venganza personal? O, mejor, ¿luego de simplemente aplicar en el ámbito de la vida una secuencia de juego que se estaba dando en el tablero?, observa que: “Gontrán, en el Círculo, seguía pensando. Habían pasado treinta y siete minutos. Gontrán pensó diez minutos más y jugó la peor. Tomó el peón de seis alfil con la dama, y yo, sin sentarme siquiera, moví el caballo a cinco dama y cuando él se retiró a uno dama sacrifiqué mi torre. La partida no tiene gran importancia teórica porque, como suele ocurrir en estos casos, el ingeniero, al ir poniéndose nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las peores. En la jugada treinta y cinco detuvo el reloj y me dio la mano con disgusto, no sin decir:/–Esa variante no puede ser correcta./–Podemos intentarla alguna otra vez –dije yo./A las tres de la mañana llamé a la policía. No hay mucho que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no volvió a entrar en el Max Lange, que el match terminó empatado y el título quedó en sus manos por ser él quien lo defendía. De todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando las consecuencias de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las negras”.

Este relato fue llevado a la pantalla en el 2003 por el cineasta Juan José Jusid (nacido en 1941), con las actuaciones de los reconocidos actores Luis Luque (nacido en 1956) y Andrea Bonelli (nacida en 1966), bajo el título La cuestión de la dama, producido por el INCAA (organismo oficial de la cinematografía argentina).

Como en toda adaptación del mundo del ajedrez a la pantalla, los ajedrecistas podemos sentirnos que no se representan debidamente algunas cuestiones. En este caso, se da un vertiginoso juego en las primeras movidas (casi como si se tratara de un encuentro bajo la modalidad rápida), contrariando el propio tempo sugerido por Castillo en el cuento, Además, , el hecho de que en un club de pueblo haya tantos espectadores es algo desacertada; y lo propio la situación en la que el protagonista hace algunas jugadas de pie (lo que, siendo factible, siempre se evita ya que se lo considera irrespetuoso). Pero, obviamente, la trama es seguida con mucha hidalguía, la factura técnica del film es impecable y las actuaciones son excelentes. En definitiva, un texto literario tan potente halló debido correlato en el mediometraje de Jusid.

En Historia para un tal Gadio, Abelardo presenta la búsqueda desesperada del asesino del hermano de su protagonista, en un trágico día de Carnaval, la cual es presentada  como “un ajedrez lento, inexorable y exacto”. Es que se trataba de un juego en procura de “dar con un hombre, matarlo y vengar a otro hombre muerto”. El mandato de la sangre lo conducía a un terreno que, sólo en una aparente mirada, podría ser considerado como escabroso. Y que no habría de cometer ya que, al observar el rostro del asesino de su hermano, en esos corsos de Boedo: “supo que ese pobre infeliz tampoco tenía la culpa de nada”. ¿Partida inconclusa, entonces? Sólo tal vez.

En Week End, otro de sus relatos, que aparece en El cruce del Aqueronte, publicado en 1982, hace transcurrir la trama en su amada ciudad de San Pedro y, sólo como una aparente curiosidad, uno de los personajes centrales se llama justamente Castillo (evidente alter ego del autor), quien estaba conociendo a una muchacha de pelo claro y ojos pardos, cuyo nombre era Silvia; en este caso habría que suponer que ese nombre es una alusión a Sylvia Iparraguirre (nacida en 1947), su compañera de siempre y, por cierto, una gran escritora.

Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo

Además de estas citas de tono implícitamente autobiográficas, la de las personas y la del ámbito en que transcurre la acción, puede sumarse otra más, su querido ajedrez, el que aparece en el siguiente parlamento: “En el salón del club se estaba más protegido. Dos chicos jugaban al ajedrez…”. El cantinero que atendía en su bar, era motivo de conversación ya que, se decía, era raro de chico, dado que: “Cantaba, lo alarmaban las gaviotas y jugaba al ajedrez”.

La escena continúa con el coqueteo de esa pareja, que eran acompañados por otra de personas ya casadas que, de alguna manera, ofician de celestinos. A todos ellos, en cierto momento, se los aprecia concentrados en la observación de un tablero del juego. En esa circunstancia surge que el amigo de Castillo reconoce que: “no sabía jugar al ajedrez”, evidentemente diferenciándose del personaje que le sirvió de inspiración en el tema. Aquél le empieza a explicar: “El rey va siempre en casilla de color contrario…”, aludiendo desde luego a la disposición de las piezas que se presenta al comienzo de la brega.

Empieza entonces la partida, con el peón rey arribando a la cuarta casilla, las jugadas transcurren, respondiendo el negro e5 y sigue 2. Cf3 Cc6; 3. Ac4 d6 y, en vez de la más fuerte 4. Cg5, se opta por Cc3, a lo que se respondió Ab4 (Castillo siempre usa el lenguaje de notación descriptivo en vez del algebraico consignado)

Mientras ello sucede, conversan muy sugestivamente sobre que “algo” (y no alguien, como cabría esperar) se habría vuelto loco. Los hombres, abstraídos más en la conversación tal vez que en el juego, notan ese enigmático “algo”. En la prosecución del juego Castillo, en tono de evidente artimaña, hace 5. d4, por lo que su rival toma el peón con el caballo, en vez de con el peón, lo que es sólo aparentemente ventajoso para su rival. De inmediato las blancas capturan el peón negro de e5, a pesar de la clavada del alfil, por lo que Barbieri, nombre del conductor de las negras, le dirá a su amigo, algo condescendiente: “Perdés la reina”. Pero, evidentemente, el Castillo del relato, sabe de ajedrez mucho más que su adversario, habría que creer que tanto como el Castillo que escribe. No está distraído quien ejerce las piezas blancas, muy por el contrario.

Tras el error definitivo que cometen las negras, que inocentemente proceden a capturar la dama de d1 con el alfil de g4, de inmediato con su propio alfil, ubicado en c4, las blancas capturan el peón de f7 y, contra la única respuesta del negro, que debe mover su rey a e7, le asestará mate desplazando el caballo a d5, en una posición que es típica para los entendidos, pero no así para los aficionados. Barbieri, que se adscribía a esa categoría de sólo apenas iniciado, opinará que fue víctima de “una celada inescrupulosa”, lo que es desmentido por Castillo diciendo: “No es una celada. Es un legado”. Un juego de palabras que rápidamente se encargará de aclarar ya que esa secuencia de movidas apareció, originalmente, en un encuentro del ajedrecista francés François Antoine de Legall de Kermeur (1702–1792), por lo que estábamos en presencia, como dice el escritor, de “un legado de Legal”.

El vencedor de la partida se entusiasma y, señalando las piezas inmóviles sobre el tablero, dice: “¿Te imaginás? (…) un hombre legando esto. Cómo le llamarías a esto, una idea, una fórmula. Qué es. Qué sentido tiene para alguien que no sepa el código”. El conocimiento del ajedrez en tanto código. Simplemente, una definición notable.

Cuando la mujer le pregunta a Barbieri sobre el resultado del encuentro éste, dando un rodeo, responderá: “Nadie sabe (…) La partida aparente ocurrió, de algún modo, pero nadie sabe qué significan esos movimientos allá arriba. Yo no me dejo impresionar por la vida real”. A lo que la dama, muy intuitiva por cierto, y nada complaciente, le replicará contundentemente: “O sea que perdiste”.

Ese matrimonio, a lo largo de ese fin de semana retratado en Week End, de alguna manera fue una fuente de inspiración de los jóvenes. Al cabo del relato se verá un ligero avance en ese camino, desde que un “hombre llamado Castillo apretó suavemente la mano de la muchacha”. Había nacido el amor. El Castillo escritor, parece en este cuento querer alumbrarnos, no sobre el momento exacto en que conoció en la realidad a la también escritora Sylvia Iparraguirre (lo que ocurrió en el Café Tortoni de la ciudad de Buenos Aires en 1969) sino, quizás, más metafóricamente, cómo le hubiese preferido abordar el enamoramiento con quien, ya se sabe, formarían una “pareja de novela”.

Ese amor nació en San Pedro, preciosa ciudad en la que tan bien vivió (y donde mucho escribió), ese amor nació en un clima que se lo presenta por momentos como algo onírico, ese amor nació teniendo muy cerca a su querido ajedrez. Un fin de semana evidentemente perfecto. Y mágico.

Ya en novela, apreciamos que en El evangelio según Van Hutten, trabajo de 1999, Castillo retomaría el tema del ajedrez el cual, pese a no ser ahora protagonista del relato, es mencionado reiteradamente.

Primeramente lo hace cuando un personaje se presenta a sí mismo diciendo: “Mi capacidad de observación es casi nula. Sólo retengo palabras, posiciones de ajedrez y gestos mínimos”.

Luego alude al juego cuando se expresa: “Subí a mi cuarto sonriendo, me tiré vestido sobre la cama e intenté leer una novela policial. No pude. Saqué de la valija el tablero y las piezas de ajedrez y comencé a reproducir una de esas partidas tumultuosas de Thal (SIC) cuya belleza puede reemplazar, al menos para mí, la lectura de cualquier novela, policial o no. Tampoco pude. El silencio era tan imperioso que me impedía concentrarme…”. Que una partida de ajedrez del letón Mijaíl Tal (1936-1992) sea más bella que la lectura de una novela, es del todo comprensible para un ajedrecista. Y, por lo visto, también para un escritor-ajedrecista, como lo es Castillo.

Se trata de una belleza inútil la del ajedrez (¿También la literatura?), a juzgar por el perfil que traza el protagonista del relato, quien se halla en conflicto interior entre sus dos principales campos de interés: el ajedrez y la historia. Así se autodefine: “Tal vez haya llegado el momento de decir unas pocas palabras sobre mí mismo. Mi nombre no importa. Soy profesor sin cátedra. Doy clases privadas de Historia Medieval, lo que de hecho equivale a carecer de ocupación, como le había confesado la primera noche al doctor Golo, y en mis ratos perdidos juego sosegadamente al ajedrez. Esta última profesión es, en mi caso, por lo menos tan dudosa como la primera: juego distantes partidas por correspondencia y me preservo de la realidad componiendo lo que en la jerga ajedrecística se llama finales artísticos. Supongo que mi fascinación por el universo abstracto del ajedrez, por su belleza inútil, me impidió ser un verdadero historiador, del mismo modo que mi curiosidad por el corrupto y caótico mundo de la historia, me distrajo del ajedrecista que debí ser”.

Más presencia del ajedrez en el relato. Por ejemplo cuando se señala: “Esa misma tarde, en la Hostería de Lisa, mientras analizaba con mi tablero de bolsillo un final de peones de Berger, tuve la impresión de que me vigilaban. El lugar, sin embargo, estaba absolutamente desierto. Miré por la ventana que daba al puente de la hoya, casi con la esperanza de descubrir en alguna parte el auto de Vladslac o a la mujer del comedor. Lo que vi cambió por completo el rumbo de mis ideas. Sólo había una chica, que no podía tener mucho más de veinte años. Me pareció muy hermosa. Estaba sentada en el puente, de perfil a mí, con los pies en el agua. Mirándola, no pude evitar un pensamiento muy desagradable. Pensé que no demasiados años atrás, yo me habría levantado con naturalidad de aquella mesa y habría caminado hacia el puente. Seguí con mi partida; ése es el tipo de pensamientos que sólo puede ahuyentar el ajedrez. Media hora más tarde, cuando volví a levantar la cabeza del tablero, la chica seguía allí, casi esfumada en la luz de oro del crepúsculo…”.

O cuando se dice, planteando el habitual conflicto entre pasión (indudable) por el juego y (posibilidad de) pasión por el amor de una persona concreta: “¿Sabe qué es, o mejor, qué hubiera sido un interesante rasgo de juventud de alma?: dejarse de jugar al ajedrez solo como un marmota y haber trotado hacia ese puente para iniciar una conversación con la jovencita…”.

Una nueva analogía de tono ajedrezado se da en el siguiente diálogo: “—No creo en el azar—dijo Van Hutten mientras caminábamos entre matorrales y macizos de campanillas. Yo veía su espalda y no podía hacerme a la idea de que ese hombre tuviera ochenta y dos años. Era como si las matas y las flores se apartaran para darle paso. —La gente llama azar a lo que no es sino una serie de causas secretas, que los antiguos nombraban destino. Usted juega al ajedrez, me han dicho. Imagine lo que sentiría si fuera un caballo de ajedrez y pudiera preguntarse qué significa su posición actual en el tablero…”.

Esas cavilaciones sobre el azar y el destino se profundizan en el capítulo ocho: “EL TAO LLAMADO TAO”. El ajedrez aquí aparece en toda su fuerza simbólica: “—Yo sí creo en el azar —dijo el doctor Golo la noche siguiente. Él y Van Hutten habían aparecido en el bar del hotel, después de la cena, y ahora caminábamos los tres bajo los árboles de la calle principal, en dirección a la hoya de los gansos. —Lo que la gente llama destino —dijo el doctor Golo—no es sino una hilera de disparates, que los antiguos llamaban misterio de la vida. Usted juega al ajedrez, lo he visto. Imagine qué sentiría si fuera un caballo de ajedrez y viniera yo y le pateara el tablero y usted pudiera preguntarse qué significa su posición actual debajo de la mesa…”.

Luego se vuelve sobre este punto al mencionarse: “Pero ya me lo había dicho el doctor Golo, hay una lógica del azar que opera de la misma forma arbitraria que el destino. Hablé unas pocas palabras que ni siquiera alcancé a completar porque del otro lado me colgaron. Bueno, pensé, parece cierto que Dios juega a los dados. Y mientras ponía otra vez mi tablero sobre la mesa recordé que el ajedrez, tan inexorable y exacto, en su origen se jugaba precisamente con dados, lo que por alguna razón me puso de excelente humor…”. Es que, en versiones protohistóricas del juego, en la India milenaria, como es sabido el dado acompañó al ajedrez, cubo del azar que se abandonaría progresivamente cuando el juego ingresa a Persia.

La anomalía antes apuntada de “jugar al ajedrez a solas”, se podía dar efectivamente, como se desprende del siguiente pasaje: “Lev Nicolaievich Golobjubov, muerto en Palestina en 1975 y a quien usted conoce, perfectamente vivo, como doctor o tío Golo. Si me excluyo, la autoridad filológica más grande que usted ha conocido en lo que atañe a literaturas semíticas. Puede hablar el arameo de la época de Jesús como si viniera de pescar en el lago Tiberíades con san Pedro. Él me enseñó súmero. ¿Sabe lo que es la Estela de las Aguilas? Es una piedra de basalto, una piedra funeraria: él la descifró por divertirse y la tradujo al lituano y al vasco. Tiene un humor extravagante. Usted le gusta porque juega al ajedrez solo; Lev únicamente admite el ejercicio inútil de la inteligencia…”. Aquí surge otro concepto muy transitado en la literatura al referirse al ajedrez: la consideración de ese juego como un “ejercicio inútil de la inteligencia”. Juego que fue tan cuestionado por otros autores, de Francesco Petrarca (1304-1374) a Poe, y también por Miguel de Unamuno (1864-1936) y, en su momento, por las Iglesias de todos los cultos, en sus versiones más ortodoxas, cuyos referentes temían que distrayera tanto a los clérigos (y a los feligreses) que lo llegaría a asociar, en algunas visiones extremas, a los dictados del diablo.

Una y otra vez el ajedrez vuelve al relato, por ejemplo cuando se menciona: “Entré en el baño y durante un rato más largo de lo necesario me lavé el pie. Cuando salí, ella miraba mi tablero de ajedrez como si fuera un espectáculo apasionante, un pequeño parque de diversiones. Recuerdo con exactitud la posición de las piezas. Era la variante del Ataque Panov que Damián Reca refutó, de la manera más hermosa, en su libro sobre el Caro Kann. El alfil negro ha salido a cinco caballo rey. La dama blanca ya está en cuatro torre dama. Juegan las negras. Christiane levantó el caballo negro de tres alfil, lo miró y lo apoyó suavemente en su mejilla. Pensé: ahora mueve ese caballo a dos dama y resuelve, en un segundo, un problema de apertura que a Reca le llevó toda la vida. Por fortuna, no hizo nada de eso. Puso otra vez el caballo donde estaba, sólo que al derecho, con la cabecita apuntando hacia adelante. Me senté en la cama, luchando por no cometer la senil imbecilidad de preguntar si le gustaba el ajedrez…”. Es que el ajedrez debería gustarle a todos. Al menos a todos quienes se animen a ingresar en su misterio.

Por supuesto que se pasaje evidencia con toda propiedad y en sus alcances los conocimientos técnicos del escritor-ajedrecista. La Variante Panov de la Defensa Caro Kann, que se presenta tras las jugadas: 1. e4, c6; 2. d4, d5; 3. exd, cxd; 4. c4, en su tiempo se la creía como una virtual refutación de una Defensa que era tan popular como una de las preferidas del ajedrecista argentino Damián Reca (1894-1937), el primer campeón nacional producto de competencias oficiales.

Este le dedicó profundos estudios sobre el tema, los que volcó en uno de sus libros, donde planteó  que, después de: 4…Cf6; 5. Cc3, Cc6; 6. Ag5, podía jugarse, en vez de la aparentemente necesaria y débil 6…Ae6, la intermedia 6…Ag4 y, solo recién frente a 7.f3 desplazar el alfil a la casilla e6. Aquí podía darse: 8.Cg-e2, dxc; 9. Axf6 gxf6 y, a 10. d5, Ce5! Con la amenaza del jaque en d3. Y, si se intenta alternativamente 7. Da4, en vez de las aparentemente más normales e6 o g6, Reca halló la jugada a la que alude Abelardo Castillo en este pasaje, que es la sorprendente 7….Cd7 que, además de retirar una pieza agredida,  se adelanta a la captura del peón blanco en d5, ya que seguiría Cb6 amenazando a la dama y el punto d5. Si la captura en d5 la hubiera hecho el caballo blanco, también se haría 8….Cb6, pudiendo seguir: 9.Cxb6, axb, seguido de la captura en d4 o, incluso, de la intermedia Ta5, si la dama va a b5. Y si el blanco juega 9. Db5, el negro responde con una nueva jugada sorprendente, Ad7, amenazando Cxd4 y logrando la iniciativa. Retomando el hilo del análisis, siguiendo a Reca, y también a Roberto Grau (1900-1944), que alude a él en uno de los volúmenes de su extraordinario Tratado, se podría dar otra secuencia sorprendente, luego de la retirada del caballo negro a d7: 8. cxd, Cb6; 9.Db5, a6; 10.Dc5, Ca7, que representa una rara jugada de espera, con la que se amenaza f6 seguido de e6. Para Grau lo mejor parece ser: 11.d6, Dxd6; 12.Dxd6, exd6, quedando las negras mejor desarrolladas que las blancas.

Así se cumplía con la profecía de Reca sobre esta Apertura: “Por su aspecto tímido, el desarrollo del Caro – Kann hace que sea apreciado erróneamente por aquellos que no estén familiarizados con él. En general, sus avanzadas sólo ocupan la tercera línea y esa restricción, que posee, sin embargo, una formidable fuerza interna, induce a las blancas a lanzarse en especulaciones falsas a base de ataques (…) lo que permite a las negras a encontrar fáciles vías para llegar a una rápida superioridad estratégica y, como consecuencia, a la victoria”.

En Diarios (1954-1991), otro trabajo de Castillo publicado en este caso en 2014, que es de tono autobiográfico expresa que: “En los finales artísticos de ajedrez, como en el trato con las personas, lo lógico nunca da resultado”.

Además, se sorprende a sí mismo de que haya podido haber jugado al ajedrez durante ¡¡¡doce horas!!! Y dice que hubiera pensado que alguien era estúpido si le aseguraba que había perdido el tiempo jugando al ajedrez. Aunque ahora, intelectual al fin, al repensar el tema valora: “Recuerdo cómo me atraía el ajedrez, de qué modo llegó a ser imprescindible para mí. Como ahora en torno a la literatura, antes mi vida giraba alrededor del ajedrez. Al acostarme, reproducía mentalmente las partidas jugadas durante la noche y me era imposible apartar el pensamiento de las piezas. Aún hoy creo que podría escribir la partida que acabo de jugar, sin mirar el tablero, sin recurrir más que a mi memoria, pero esto ya no tiene valor. Antes, en cambio, no hubiera podido dormirme sin hacerlo. Mañana despertaría recordándola. Había noches en que, infructuosamente, trataba de desviar mis pensamientos hacia otras cosas y me resultaba imposible. Veía escaques y piezas, saltos de caballo y, al dormirme, las movidas se mezclaban con los hechos de la vida real, una mujer a salto de caballo, en un vagón de tren, dos hombres que cambiaban de lugar como un enroque, de una manera mágica y absurda. En ocasiones temía enloquecer. Cualquiera que conozca bien este juego lo sabe por experiencia propia”. ¡Cómo no identificarse con este relato del gran escritor-ajedrecista!

Otro concepto que aporta es que juega “furiosamente” al ajedrez en su San Pedro querido. Y, en cierto momento de su vida se plantea, y consigue, recuperar todos los libros de ajedrez que tenía a los dieciséis años (incluido el clásico de Reca sobre la Defensa Caro-Kann),

Al hacer un análisis sobre que el ex presidente Juan Domingo Perón (1895-1974) significaba una amenaza desde España recordará que en el ajedrez, otro juego distinto del político, aunque tan parecido: “las amenazas son más fuertes que su realización”

Se lamenta que su producción escrita es limitada ya que perdió demasiado tiempo en: “…grabar casetes de música, arreglar enchufes o estudiar ajedrez”.

De cuando disputaba un específico campeonato de ajedrez admite: “…este torneo  -que será quizá el último que juegue- me preocupa tanto como la literatura”. Pero no cumplió ya que luego dirá: “…gané el torneo de ajedrez. En realidad, compartí el primer puesto. De todos modos llegué primero.  Voy a participar (quizá) en el Mayor y no juego más”. Corriendo los límites. Dudamos de que haya podido cumplir con la promesa.

Cuando juega ese torneo, a pesar de los buenos resultados obtenidos, considera que “estoy jugando frívolamente”. Y se plantea: “Sólo un escritor que ame el ajedrez, que entienda el sentido trascendente del ajedrez, podría comprender por qué esto también tiene que ver con la literatura, y por qué, por fin, puedo escribirlo con naturalidad”. ¡Era hora de que pudiera llegar a admitirlo! ¡Era hora de que alguien, con conocimiento de causa, pueda vincular íntimamente ajedrez y literatura!

Cuando Sylvia Iparraguirre se va a Buenos Aires y queda en soledad, aprovechará para: “estudiar ajedrez, perder el tiempo o `soñar` que algún día me pondré a escribir”.  

Al generársele el dilema entre ajedrez y literatura elucubrará, sin tomar partido, o haciéndolo en todo caso por ambas pasiones, que el torneo no le impidió escribir y que: “…Si me lo impidiera, no volvería a tocar una pieza o un libro de ajedrez, y sería un acto serio, incluso para el ajedrez”.

Castillo, que practicó boxeo, además de ajedrez, expresó que la agresividad la aprendió….con este último deporte (no con el primero). Sobre su vínculo con el juego agregará, en igual dirección, en un reportaje hiciera (en la web de Noticias San Pedro): “Inclusive aún hoy sigo analizando partidas o jugando. El ajedrez es una relación entre dos, y entre dos muy parejos. Como en el box, nadie le da ventaja al otro, ni siquiera de peso, y están vestidos igual, casi desnudos, con guantes que son idénticos y sin más protección que su habilidad o sus puños” (…) “En ajedrez, puede jugar un chico de quince años con un hombre grande, pero ese chico y ese hombre, si están en la misma categoría, tienen lo que se llama ELO en ajedrez, que es como si dijéramos el mismo coeficiente intelectual; así que no hay ninguna ventaja, salvo el talento”.

Para ir finalizando con la semblanza del escritor argentino recordemos la respuesta que les diera a Gustavo Águila y Marcelo Reides en la entrevista que le hicieron para el libro de estos investigadores Por los laberintos del ajedrez, en el sentido de que, uniendo ambas posiciones, Castillo encuentra una gran similitud entre la partida de ajedrez y el cuento como estructura. Es que, así como en el ajedrez hay una apertura, un medio juego y un final, en el cuento hay un comienzo, un conflicto y un final.

Este mismo concepto lo sostiene ante Claudio Federovsky, en un reportaje televisivo efectuado en tono relajado, hecho en torno a un tablero en el que ambos disputaron una suerte de partida, que…

Abelardo Castillo, sólo por su relato La cuestión de la dama en el Max Lange, merecería una consideración especial desde el punto de vista del ajedrez. En este trabajo hemos evidenciado que, no obstante, su vínculo con el juego en su literatura fue bastante más profundo, en particular por su estudio acerca del origen del ajedrez, expresada en Las palabras y los días, y por las reiteradas y profundas menciones que hizo en su novela El evangelio según van Hutten.

Pero hay algo más, Castillo, a diferencia de muchos otros literatos apasionados por el juego, fue asimismo un buen ajedrecista. Jugador de primera categoría en su San Pedro, conocedor de la técnica con bastante astucia y precisión, no sólo fue un escritor que abrevó en el ajedrez, sino que en su vida de alguna forma supo fusionar ambas pasiones. Por eso decimos que, Abelardo Castillo es el escritor-ajedrecista por antonomasia.

Texto del cuento La cuestión de la dama en el Max Lange

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Sergio Ernesto Negri nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Maestro FIDE. Desarrolló estudios sobre la relación del ajedrez con la cultura y la historia.