Un punto más a favor en la difusión del ajedrez

por Sergio Ernesto Negri
24/11/2020 – La exitosa miniserie Gambito de Dama (The Queen´s Gambit) es un melodrama con todas las letras. Una vez que asumamos ese carácter, hay que relajarse y admitir sus trazos gruesos, esos que prototípicamente buscan conmover al espectador, aunque causen cierto grado de insatisfacción desde una mirada que pretenda ser más profunda. Nuestro corresponsal argentino Sergio Ernesto Negri ha alumbrado un blog, junto con Sivlia Méndez y Enrique Arguiñariz, donde ha publicado el artíciulo sobre la miniserie Gambito de Dama en Netflix y muchos otros artículos interesantes.

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El melodrama de la Reina del Ajedrez: un punto muy a favor en la difusión del milenario juego

Reproducción con el amable permiso de Sergio Ernesto Negri (Ajedrez Latitud Sur)

El melodrama de la reina del ajedrez, un punto muy a favor en la difusión del milenario juego

Gambito es un tipo de jugada del ajedrez que implica un sacrificio aunque, por lo general, ese estado de pérdida es sólo aparente, ya que la movida suele esconder un plan que hará que pronto se recupere  lo perdido y se acreciente la ventaja. Es más, la palabra deriva de gambetto, en italiano zancadilla, que es la que se le propina al rival.

El suicidio de su madre y el desconocimiento del padre marcan la desdicha de la infancia de Beth, la protagonista. En ese estado es conducida a un orfanato en donde, providencialmente, se deslumbrará por un ignoto juego que practica un solitario empleado en un oscuro sótano. La futura Reina del Ajedrez aprenderá sus reglas sólo con la observación, como le sucedió a tantos niños prodigio, entre ellos a José Raúl Capablanca, el mítico excampeón mundial cubano.

No sin resistencias, el hombre aceptará jugar con la niña. Es que en su mente regía el concepto de que las mujeres eran inferiores en ese mundo lúdico, criterio que se viene forjando desde los comienzos de la Edad Moderna y que aún hoy está vigente en algunos ámbitos. A propósito, sólo en la Edad Media, cuando el ajedrez era un juego social y no primaba la competencia, la mujer lo jugaba en igualdad de condiciones con los varones en las cortes europeas, sirviendo como excusa para el encuentro entre personas de distinto sexo y, por ende, para facilitar el amor.

Al respecto hay que recordar que la pieza de la reina (la dama, conforme nomenclatura en los países latinos) es un invento del segundo milenio ya que previamente, en las versiones orientales, era el masculino visir quien ocupaba el lugar de privilegio al lado del rey. Con su irrupción, presencia que adquirirá mayor protagonismo con el movimiento ampliado que adquiere a fines del siglo XV,  se revolucionaría un juego que se lo denominó “alla rabiosa” (en Italia) o “enragée” (en Francia) aludiendo a la condición enfurecida de una figura que antes había estado excluida.

Volvamos a la Reina del Ajedrez de la miniserie. Primero su mentor le ganará claramente, aplicándole la típica figura del “Mate Pastor”, casi un rito de iniciación para cualquier aficionado al ajedrez. Mas, rápidamente, con el curso de los días, se habrá de rendir ante la rápida evolución de su talentosa rival.

En un contexto caracterizado por el rigor, la austeridad y el encierro y, desde luego, la escasez de amor, sólo esos furtivos encuentros ajedrecísticos, y la relación entablada con una compañera, le daban algo de respiro. En el primer caso, se fue forjando una pasión y, en el otro, le permitió establecer algún vínculo con el esquivo mundo de los afectos. Más adelante deberá mentir en cuanto a su edad real para facilitar la adopción. Permaneciendo internada, comenzó a demostrar sus virtudes frente al tablero al participar de competencias, a las que fue llevada por un amigo de su mentor.

En el nuevo hogar disfrutará de un contexto materialmente mucho mejor mas, su fragilidad emocional la seguirá acompañando, en particular al constatar la frialdad de su padre adoptivo y una madre que no comprende los alcances de su vínculo con el juego quien, no obstante, la acompañará en sus incursiones deportivas con las que la joven comenzará a generar dividendos para el sustento familiar tras el abandono del padre adoptivo.

El ajedrez siempre deberá ser visto como refugio y posibilidad de consuelo para Beth. Su lucha individual de superación, desde un pasado oscuro, quedará ahora amparada en una actividad que, siendo muy solitaria por definición, le exigirá sacar lo mejor de sí mirando al interior de su psiquis, controlando sus emociones y, si se extiende el análisis, dándole la posibilidad de redención.

En el internado la niña, ayudada por los sedantes que le suministraban y que la transforman en adicta, lograba ver en el techo un gigantesco tablero de ajedrez, reflejo de su mente inquieta, en el que se reproducían sin solución de continuidad las jugadas, contribuyendo al progreso en la comprensión de un pasatiempo que muy rápidamente se transformó en su obsesión.

En su vida ulterior, ya fuera del espacio de confinamiento, la mayor prosperidad no obstará a que sus demonios interiores se agiganten, conduciéndola a otras adicciones: al ajedrez y a las pastillas del pasado se sumará, ahora, el alcohol. Las carencias personales resultan conmovedoras e invitan a la empatía del espectador, y se sustentan en una suerte de estereotipo que vincula a los ajedrecistas con cierto estado de enajenación aunque, en la miniserie, se le agregan esos factores adicionales: el de la adicción; el de la orfandad; el de la falta de amor.

Sobre los proverbiales apartamientos de ajedrecistas de la realidad podríamos remitirnos al caso del norteamericano Paul Morphy quien, tras alcanzar la gloria, abandona el ajedrez prematuramente, para terminar fracasando en su futura vida en las facetas profesional y afectiva, con una familia que intenta internarlo en un neuro-psiquiátrico y con una muerte en extrañas circunstancias vinculadas a su fragilidad emocional. Como dato hay que decir que una de las partidas representadas en la miniserie es la clásica que ese genial jugador les ganó a dos adversarios en un intervalo en la Ópera de París.

Se podría recordar, asimismo, al nacido en Praga, Wilhelm Steinitz, el primer campeón mundial de la historia, que supo ser conducido a un establecimiento psiquiátrico tras un torneo en Rusia, quien aseguró haber jugado contra Dios al que, conforme su relato, le había ganado. ¡Y dándole ventaja! Esta enumeración de “casos perdidos” podría enriquecerse, desde luego; y no necesariamente limitarse a jugadores famosos.

Se podría establecer un paralelismo entre Beth y el también estadounidense Bobby Fischer, un genio prodigio (que explotó más en la adolescencia que en la infancia), otra figura de clara precariedad emocional. Es bien conocido que esta figura de culto quedó encapsulada en su monomanía y coqueteó con la alienación, a la que terminará por alcanzar. Sus desplantes histriónicos fueron proverbiales y hasta podían, en una mirada inocente, aparecer como excéntricos. Mas, a la hora del ocaso, sus opiniones y actos  adquirirán tonos oscuros en el marco de su inextricable personalidad: se verá perseguido; se lo apreciará de aspecto andrajoso; será conducido a prisión por su conducta extraña; abandonará la gloria en el mejor momento, renegando de su país y de su religión de origen y diciendo, por ejemplo, que las mujeres no podían jugar bien al ajedrez, simplemente “porque no eran tan inteligentes”. Evidentemente no conoció a Beth…

Aquí advertimos una paradoja de los guionistas quienes se inspiraron en Bobby, no por su temperamento (bien diferente al de la Reina del Ajedrez), sino por la evolución de sus respectivas carreras y el contexto temporal en que se verificaron ambas. Los dos fueron tempranamente campeones norteamericanos; tuvieron infancias que, con sus matices y diferencias, serían desgraciadas; estudiarán el idioma ruso para aprender la lógica de los principales rivales; se evidenciarán agresivos, dentro y fuera del tablero y, en definitiva, compartirán un logro crucial: el de derrotar a la máxima figura del ajedrez mundial que representaba al país con el que rivalizaba el propio.

Beth Harmon, la sensual protagonista de la miniserie, tuvo tres actrices que interpretaron el  papel en las etapas de la niñez, adolescencia y estado de plenitud. En este último tramo, la espléndida Anya Taylor-Joy deslumbra, actriz nacida en los EE.UU., con vínculos con Inglaterra y raíces argentinas, donde vivió de niña y proviene, con sus modismos, su idioma natal. Su hermoso rostro recuerda al de tantas grandes actrices del pasado, como el de una Lauren Bacall, a quien se recuerda por su afición ajedrecística.

En ese terreno quizás el mejor parangón posible se lo pueda establecer entre la nueva estrella de la pantalla y la recordada Greta Garbo, ambas de conmovedora belleza y conectadas por su presencia en dos mundos silenciosos: el del cine mudo y el del ajedrez.

Es cierto que la protagonista de la miniserie no rechaza la posibilidad de sociabilidad. Con todo, no la conforma, no la completa, no la atrae, no le significa demasiado. Es que se siente desdichada e incomprendida más allá de lo que pueda suceder en derredor del ajedrez. Se enamora de un ajedrecista, pero no será correspondida; al cabo del tiempo, esa relación se conducirá por los caminos de lo fraterno.

Tras aquella frustración, tendrá otros encuentros más vinculados a la pulsión sexual que al terreno de los afectos más duraderos, en los que desde luego tendrá como contrapartes a integrantes del cerradísimo círculo del ajedrez en el que se desenvolvía. Con sus amantes-ajedrecistas tendrá una actitud dual: en las partidas será del todo implacable; en los escarceos amorosos, podrá sucumbir amparándose en su encantadora y aparente fragilidad. Aunque siempre su mente, y seguramente su corazón, volverán de inmediato al universo de 64 casillas.

En este ámbito, y en eso no se equivocan los guionistas, la presencia de la mujer era del todo marginal. Como había pocas, y por su debilidad competitiva, eran confinadas a jugar entre ellas. La única excepción temprana fue la extraordinaria Vera Menchik, nacida en Moscú, de orígenes checos y devenida en ciudadana inglesa quien, en la primera mitad del siglo XX, pudo jugar con razonables pretensiones de igualdad ante los varones, dándose el gusto de vencer a varios de ellos, incluido al holandés Max Euwe, un excampeón del mundo.

Menchik se convirtió en la primera y única campeona mundial femenina, hasta que halló una cruel muerte, junto a su madre y  hermana (una buena ajedrecista), en su casa en las afueras de Londres, la que fue alcanzada por un misil alemán en el contexto de la Segunda Guerra. Las diferencias entre varones y mujeres eran en ese tiempo tan abismales que el jugador austriaco-argentino Albert Becker, a tono de broma, propuso la creación de un club de ajedrez con todos aquellos que muy eventualmente perdieran frente a la dama. Como la vida pone las cosas en su lugar, ese club tendrá muchos socios, siendo el primero el propio Becker quien perdió con Menchik en el torneo de Carlsbard en 1929.

En la trama no termina de convencer, aunque a los fines dramáticos es muy conveniente, que sea una mujer la que asome con tanto protagonismo en esos años 60, habida cuenta de que su presencia en los ámbitos específicos era marginal. Después de aquella excepcionalidad de Menchik habrá que esperar a que aparezca la deslumbrante Judit Polgár, en los años 80, para que los varones se sientan amenazados por una persona del otro sexo. La húngara será quien obtenga el título de Gran Maestro a hora más temprana, superando el récord de Fischer, vencerá a todos los mejores jugadores del mundo (en alguna oportunidad hizo inclinar el rey de Gari Kaspárov considerado por muchos el mejor jugador de la historia) y será finalista del torneo por el título ecuménico absoluto cuando el búlgaro Veselin Topalov se consagre en el 2005 en Potrero de los Funes, Argentina. Nunca una mujer hizo tanto para demostrar que podía competir en igualdad de condiciones ante los varones. Y en ese espejo se puede observar retrospectivamente el caso de Beth.

Estamos, entonces, temporalmente en los albores del movimiento hippie, ese que quería ocupar espacios sociales con su prédica unida a la libertad, lo que generará a nuestra heroína algunas tentaciones, que coinciden con su despertar sexual. Sus amigas la invitan a un momento de placer, poniendo música, bailando, discurriendo banalidades. Pero ella se sentirá “sapo de otro pozo”, se retirará sin mediar palabra y volverá a la intimidad en donde la acompañará el ajedrez (junto a las pastillas y al alcohol).

Esta conjunción de adicciones constituye otro exceso argumental: si bien los ajedrecistas no necesariamente quedan exentos a las tentaciones (dos ex campeones mundiales, el ruso-francés Alexandre Alekhine y el letón Mijaíl Tal fueron dos de los casos más conocidos de quienes cayeron en los brazos del alcohol), psicológicamente basta con una gran vía de escape, constituida por el ajedrez, sin necesidad de otros aditamentos. Además, no se ha constatado que la droga o el alcohol mejoren el rendimiento deportivo; y la ajedrecista lo único que pretendía en la vida era ganar y progresar. Lo que sucede es que, cuando estaba en el orfanato, Beth pudo haber asociado la toma de unos tranquilizantes que allí le obligaban a ingerir con su capacidad de concentración y de talento ajedrecístico. Su actitud del presente no dejaba de ser por ende una rémora de su pasado.

La jugadora vencerá, una y otra vez, a sus rivales, en su progreso meteórico. Su éxito deportivo la confina a cierto individualismo y al deseo de alcanzar metas cada vez más altas. Hay que ser campeón del país, y lo logrará; hay que lucirse en el exterior, siendo México su primer derrotero, aunque le dejará algún sabor amargo en la experiencia; hay que vencer a los rusos lo que, en principio no consigue pero, ya se sabe, el melodrama exige un in crescendo posibilitando que las viejas asignaturas se alcancen. Los trazos gruesos argumentales en este sentido facilitan la empatía del espectador con su drama personal redimido.

El melodrama se apuntala en algunos detalles que, si bien son convenientes a la agilidad de la narración, terminan por ser inexactos o improbables. Que venza con tanta facilidad y en forma sucesiva a contrincantes encumbrados; que un jugador ofrezca tablas para abandonar de inmediato en la jugada siguiente; que se juegue con velocidad inusitada; que se anoten las jugadas en el momento indebido (o que se omita de hacerlo); que se le hable al rival o se lo mire fijo durante la partida, es motivo de queja desde la perspectiva de los ajedrecistas.

También es infrecuente, pero no imposible, que se le aseste jaque mate en la práctica magistral, como alguna vez se lo presenta en el relato. No obstante, se puede recordar cuando el danés Bent Larsen, por razones estéticas, dejó que eso sucediera ante el argentino Miguel Najdorf en la Olimpíada de Lugano de 1968 o, para el caso más apropiadamente, el del encuentro entre los armenios Rashid Nezhmetdinov y Genrikh Kasparián en 1955 que es registrado en uno de los episodios de la miniserie.

El desenlace de la trama se ambienta en una competencia extraña pudiéndose colegir que se hizo por sistema de eliminación, lo que no era una práctica en los años 70, teniendo en cuenta que la imagen muestra a Beth frente al campeón ruso, habiendo desaparecido todos los otros participantes del torneo. En ese encuentro agonal se recrea otra partida real, una muy hermosa, en la que empataron el ucranio Vasili Ivanchuk y el estadounidense Patrick Wolff en el torneo de Biel, Suiza, de 1993. Pero, en la miniserie las blancas, encarnadas por Beth, lograrán imponerse, tras ejecutar unas jugadas que significaron un desvío de la partida modelizada. A propósito, cómo no comparar las miradas penetrantes de ella al techo buscando inspiración, en donde se refleja el tablero,  con ese episodio real en el cual Ivanchuk, jugando un gran torneo en Linares, España, literalmente se cayó al suelo cuando movía la silla mientras miraba hacia las alturas…

Posición final de la partida de Beth Harmon vs. Borgov

Posición final de la partida donde Beth logra la victoria decisiva ante su rival ruso

Esta elección de partidas reales en la miniserie es un claro guiño para los maestros ajedrecistas, las que seguramente contaron con la aprobación de Kaspárov, asesor del producto televisivo, junto al prolífico autor de libros especializados, el norteamericano Bruce Pandolfini quien hace un cameo en la miniserie.

La secuencia de los ajedrecistas asistiéndola a la distancia por vía telefónica es otro punto que se percibe débil, por la autosuficiencia de la campeona, por los problemas tecnológicos implícitos de esa clase de comunicación y porque en esos años 70 la Guerra Fría exigía que el conflicto sobre el tablero se resolviera, como le sucedió a Fischer en la realidad, entra una figura solitaria representante del american way of life frente al compacto bloque soviético hasta ese momento dominante. La miniserie, en ese sentido, no contextualiza políticamente la época perdiéndose la oportunidad de transmitir la idea central de esa batalla cultural e ideológica que tuvo como centro al ajedrez.

En la miniserie se prefiere apelar a la lectura psicológica de una protagonista procurando derrumbar los fantasmas de su pasado y los que percibe de un ambiente en el que impera el  machismo. Sin embargo los varones se rendirán a sus encantos y a su talento ajedrecístico, como se demuestra en el episodio final en el cual todos los ajedrecistas que pasaron por su vida se ponen a su entero servicio, cada cual a su manera.

Es muy convincente la imagen que se le presenta recurrentemente a la protagonista en las alturas en donde se le aparece un tablero y la secuencia dinámica de las jugadas que en cada momento podría llegar a realizar. Para los neófitos suele causar asombro algo que para los ajedrecistas es muy habitual: la absoluta falta de necesidad del tablero. Ya en el primer milenio del siglo pasado en las cortes musulmanas se estableció la práctica de “jugar a ciegas”, la que tuvo tantos momentos notables en la historia como cuando Najdorf en San Paulo, Brasil, en 1947 disputó 45 partidas con un resultado asombroso. Pero es más, en la mente se pueden analizar variantes, recordar partidas y hasta jugar unas nuevas. Como le sucedió al célebre personaje de Novela de ajedrez del austriaco Stefan Zweig, que lograba disociar la mente de forma tal que cuando las blancas jugaban no supieran lo que pensaban las negras. Ver tableros en los techos, epítome de los que se aprecian en la mente, es del todo convencional; sirve como recurso para conciliar el sueño y, en definitiva, para aislarse del mundo tangible refugiándose en pensamientos que concentren la mirada en el mundo de los escaques el que puede ser, aunque no siempre, un poco más amable.

Por supuesto que a los amantes del ajedrez mucho nos complace que el juego sea protagonista de un relato televisivo tan exitoso, de adecuado clima narrativo, de gran factura técnica y notables interpretaciones, más allá de las observaciones puntuales que puedan formularse y de los excesos o la carencia de profundidad de todo melodrama. Es que es del todo excepcional la contribución de Gambito de Dama a la difusión de una actividad tan virtuosa, por su significado cultural, sus virtudes educativas y por su contribución a la formación personal, por lo que al ser puesta a la consideración de públicos cada vez más amplios contribuye a su revalorización.

Nos quedará como recuerdo esa imagen final de Beth quien, tras su paso triunfal en Moscú, la Meca del ajedrez, al cabo de vencer a un soviético y un varón (¡doble triunfo!) decide no regresar de inmediato a su país para perderse por las calles de la ciudad en donde anónimos aficionados la reconocen y le rinden expresiones de admiración.

En esa escena creemos ver, en alguno de esos rostros asombrados, el de quien en el orfanato, hace tantos años, condujo en sus inicios, a la entonces niña, por la magia del juego. En ese final apreciamos la continuidad de esa Fiebre por el ajedrez, título del cortometraje con el protagónico de Capablanca rodado en el contexto del gran torneo de Moscú de 1925, dando cuenta de que la pasión por el ajedrez tiene perenne vigencia, las que es ahora ratificada por los responsables de la exitosa miniserie Gambito de Dama, quienes, con contundencia argumental y belleza narrativa, logran que la audiencia se conmueva, con la beatífica evolución personal de la Reina del Ajedrez apreciada en su virtuoso vínculo con el milenario juego.


Charla

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Sergio Ernesto Negri nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Maestro FIDE. Desarrolló estudios sobre la relación del ajedrez con la cultura y la historia.

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