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Estamos en los inicios de la década del 70. Un niño, acompañado por sus padres, se apresta a ir al Club Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires para recibir el primer trofeo de su vida al haberse clasificado subcampeón del Torneo Escolar de Ajedrez de la capital argentina.
Se trata de un club no exento de esplendor cuya creación data de 1920, es decir en una época pujante de un país cuyo techo de desarrollo por entonces parecía ser el infinito. Sus instalaciones, ubicadas dentro de una espléndida zona parquizada, resultaban deslumbrantes, al menos en la mirada del infante.
En aquella añorada década, dentro de tantos logros para un país pujante, se había dado la creación de la Federación Argentina de Ajedrez, entidad que incluso resultó anterior a la Federación Internacional de la especialidad, que alumbró en París, con presencia argentina, muy poco después, en 1924.
Ese sería el decenio en el que surgieron las que, al cabo de todo, serán denominadas Olimpíadas de Ajedrez, a las que se bautizó inicialmente con el nombre de Torneo de las Naciones. En sus primeras ediciones, la oficiosa que tuvo lugar en la capital francesa en ese año fundacional, y la formal de Londres, que se hizo en 1927, tendrá una única presencia no europea, la de una decididamente orgullosa Argentina.
El país del sur, evidentemente, podía ser mirado con ojos de asombro por su pujanza y prosperidad a ojos propios y de extraños, queriendo con algo de orgullo hacer acto de presencia en todo sitio en el que se reuniera lo más granado de la comunidad internacional.
Las noticias que recibían las potencias de la época, desde esos confines tan distantes, generalmente estaban asociadas a cierto estado de progreso en el marco de relaciones comerciales y culturales con las naciones que se mostraban por entonces más dinámicas en el concierto internacional.
En ese contexto la Argentina, asumiendo el rol que se le asignara en el modelo de división del trabajo global, con centro en Europa y en el Imperio Británico, se mostraba con aspiraciones geopolíticas que excedían su evidente primacía en la porción del continente que le correspondía en el contexto de su rica geografía.
La economía crecía en forma apreciable y, aún más contundentemente, podían exhibirse los esfuerzos que habían permitido desterrar el analfabetismo de sus tierras, habiendo sido el primer país del mundo que alcanzó ese virtuoso objetivo. Habían otros logros que abarcaban diversos planos, desde el temprano uso del agua corriente, la creación del Teatro Colón (un centro lírico impar) y una interesante extensión de las vías de transporte por ferrocarril, creando un embudo por el cual todo confluía a un puerto que era desde donde ingresaban mercancías, personas y elementos de la cultura foráneas, y por donde salían los productos naturales de su suelo ubérrimo generando las divisas producto de la actividad exportadora.
En esas condiciones, no habrá de extrañar que se recibiera a miles de inmigrantes que buscaban en su seno un horizonte de trabajo y de prosperidad, tras haber sido golpeados por la muerte y el hambre en una Europa natal que venía de una Primera Guerra Mundial muy cruenta y que, aún sin saberlo, se aprestaba a reeditar los horrores colectivos.
En el plano político-institucional, si bien la democracia local era del todo imperfecta, desde 1916 se había ungido en el poder una primera experiencia presidencial producto de elecciones libres y limpias, dejando atrás los comicios amañados del pasado en que rigieron visiones conservadoras aunque, también hay que decirlo, faltaba bastante para que las mujeres pudieran votar y para que las clases más rezagadas se sintieran un poco mejor identificadas con su clase gobernante.
Con una economía que ofrecía más luces que sombras, con una crisis, la del 30, que todavía no había golpeado las puertas del mundo y las de la propia comarca, en aguardo del fatídico año de 1930 en que comenzará el ominoso corte de la institucionalidad y el camino a una senda de decadencia, por lo pronto el clima en los años 20 era en todo caso esperanzador pese, desde luego, a las claras asignaturas pendientes en materia de equidad social y regional, con una Buenos Aires que, por momentos, daba la impresión de querérselo llevar todo.
En esos años, además de fundarse el Club Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, del que no nos olvidamos en el devenir de este relato, la capital argentina podía darse el gusto de organizar en casa un acontecimiento ajedrecístico histórico ya que, en 1927, se disputará allí el título mundial de ajedrez en el que se verificó el enfrentamiento entre el cubano José Raúl Capablanca y el desafiante ruso-francés Alexandre Alekhine quien, algo sorpresivamente, se alzaría con la corona.
Ahora, habiendo transcurrido medio siglo desde aquellos otros años, estando en el primer peldaño de la década del 70, cuando ese niño se aprestaba a recibir el reconocimiento por su participación en el Torneo Escolar, ya el país no podía estar demasiado complacido por los resultados de su zigzagueante evolución política, económica y social.
Prototípicamente, en ese mismo momento estaba en el poder, en un hecho de por sí lamentable, otro gobierno militar, uno más, desde que en los inicios de los años 30 se iniciaran los procesos de interrupción al orden constitucional, esos que marcaron a fuego al país.
Las acciones de facto, apuntaladas en cada oportunidad por ciudadanos que se sentían desplazados o que pretendían recuperar algunos de sus privilegios, dominaron desde ese momento la escena, en acto o latencia, siendo uno de los motivos centrales de la generación de un largo deterioro institucional que marcaría la decadencia relativa de un país que, hasta ayer nomás, parecía tenerlas todas consigo.
La falta de articulación de elementales consensos hicieron que no se pudiera, nunca, generar un proyecto nacional de largo plazo que resultara viable, por lo que se abandonó la senda del continuo progreso que había marcado, aún en sus claroscuros, la generación del 80 del siglo XIX, para desazón de ciudadanos de una Nación que no podían aprovechar las potencialidades de su territorio, y en algunos casos siendo privados de sus derechos elementales, desperdiciando el talento y dejando la nostalgia por anteriores estándares que, en tantos planos, particularmente en los sociales, educativos y culturales, habían sido tan ejemplares.
En esas condiciones, se seguía confiando, casi como en una letanía, en que la explotación de una riqueza natural idiosincrásica, que siempre ha sido tan pródiga como inhibidora de la articulación de proyectos más profundos y sustentables en el largo plazo, con lo que la Nación del sur ya no era mirada con tanto respeto, como otrora, sino que ahora imperaba la preocupación, cuando no la decepción. Y todo ello sin advertir que, lamentablemente, y en esa misma década del 70, lo peor estaba aún por venir…
Con todo, y aún en vigencia de un contexto por momentos desalentador, aprovechando la vigencia de experiencias que aún seguían latiendo, el ajedrez local, que había sido pionero en el concierto mundial, en particular en la comparación regional, seguía contando con el beneplácito social, quedando consiguientemente preservado de climas más ominosos y hasta permitiéndose logros de gran valía.
De hecho, seguía plenamente vigente una generación de notables jugadores, esos encabezados por Miguel Najdorf y Oscar Panno, cuyos integrantes habían dado desde los años 50 tres vice-campeonatos olímpicos y dos medallas de bronce colectivas, entre otras realizaciones impensadas desde perspectivas ubicadas en tiempos anteriores y posteriores.
Los nuestros, dominaban claramente el panorama continental, con la excepción de lo que sucedía en los EEUU, y con una Cuba que sólo recientemente venía emergiendo para querer empardar, pero aún no superar, el predominio regional argentino.
Por su parte, si bien los grandes éxitos de Najdorf en la arena internacional eran más bien parte del pasado (aunque en 1970 integró el elenco del Resto del Mundo en su confrontación con la URSS, oportunidad en la que se dio el lujo de igualar su match con el excampeón del mundo Mijaíl Tal), en las competencias en otros lares había habitual presencia local, en particular viéndose a Panno, aquel excampeón mundial juvenil y aspirante a logros aún más significativos, brillar en los torneos de Palma de Mallorca.
En el país, acababa de culminar, en el mes de octubre de 1971, el match semifinal rumbo a la corona ecuménica entre la estrella norteamericana Robert Bobby Fischer y el soviético excampeón del mundo Tigrán Petrosián, de origen armenio, el cual se desarrolló en la Sala Martín Coronado del Teatro General San Martín de Buenos Aires.
Por su parte, el legendario Julio Bolbochán, el maestro de Panno y un analista, divulgador y ajedrecista impar, seguía deleitando a los lectores del diario La Nación con su mítica columna Frente al Tablero. Por su parte, la revista Ajedrez, de la Editorial Sopena Argentina, se podía comprar en la mayoría de los kioscos de la ciudad, entre otras acciones de difusión de un juego que permeaba claramente en la sociedad.
Imagen de la tapa de la revista Ajedrez de enero de 1972, en la que se publica la crónica del Torneo Escolar de 1971, gentileza de Juan Sebastián Morgado
Asimismo los clubes, los específicos, comenzando por el legendario Club Argentino de Ajedrez creado en 1905, y siguiendo por tantos otros, entre ellos el histórico Jaque Mate, bullían con un ajedrez que también se practicaba en las salas de tantas entidades de fútbol y en otras asociaciones deportivas, culturales y sociales. Por ejemplo, en el V Campeonato por Equipos disputado en la capital argentina en ese mismo año de 1971, la tabla de posiciones tuvo el siguiente orden: Club Argentino de Ajedrez; Círculo de Ajedrez Vélez Sarsfield; Boca Juniors, San Lorenzo de Almagro; San Telmo; Jaque Mate; Stentor; River Plate y, cerrando las posiciones, Ferro Carril Oeste. Por entonces se estaba gestando el alumbramiento de otro club que será muy importante en años venideros, el Círculo de Torre Blanca, ese que habrá de ser fundado en marzo de 1972 el que habrá de deparar fuertes aires de renovación y una impronta joven.
No habría que dejar de reconocer la dimensión federal, con lugares en donde se practicaba el ajedrez con bastante fortaleza, como en las ciudades de Córdoba, La Plata, Rosario, Santa Fe, Mar del Plata (en 1971 se hizo la cuarta edición de un Torneo Abierto que se constituyó en todo un clásico y, además, se hizo un Magistral en el que se impuso el soviético Lev Polugayevski), San Miguel de Tucumán y en cada ciudad relevante de la mayoría de las provincias argentinas, incluidas las localidades del conurbano bonaerense, en donde ya adquiría protagonismo, entre otros, el Círculo Villa Martelli.
Fischer, tras su triunfo ante Petrosián, contratado por el flamante Ministerio de Bienestar Social de la Nación (el mismo que poco después quedará lamentablemente asociado a la represión y a la muerte de tantos conciudadanos, incluso en tiempos democráticos), emprenderá una gira brindando sesiones de partidas simultáneas, abarcando las siguientes localidades: Rosario; Paraná, San Miguel de Tucumán; Ciudad de Buenos Aires; Resistencia; Corrientes; Salta; Jujuy; Córdoba; San Juan; Mendoza; Neuquén; General Roca; Bahía Blanca; Balcarce; Mar del Plata y La Plata.
Por su parte, sobre fin del año se habrá de consagrar campeón nacional Jorge Rubinetti, en un torneo que habrá de jugarse por primera vez bajo la modalidad del “sistema suizo” (teniendo 24 participantes). La santafesina Aída Karguer, que tendrá un destino trágico años después, será la campeona entre las mujeres, lográndolo por cuarta y última vez en su carrera. En 1971 se produjo, asimismo, el recambio en la Presidencia de la Federación Argentina de Ajedrez, dejando el máximo sitial el extraordinario Gran Maestro Carlos Guimard, hombre del periodo pionero y dorado como ajedrecista olímpico, quien fue sucedido en la principal poltrona por Gaspar Soria.
Otra novedad importante es que este año se pone en práctica, a nivel internacional, el sistema de medición ajedrecística denominado ELO, el que fue aprobado por la Federación Internacional de Ajedrez , pudiéndose observar en la primera lista, que corresponde al mes de julio, que en las diez primeras posiciones se ubican Robert Fischer; Boris Spaski; Víktor Korchnói; el danés Bent Larsen; el ex campeón del mundo Tigrán Petrosián; Lev Polugayevski; el primer campeón del mundo de la posguerra Mijaíl Botvínnik; el húngaro Lajos Portisch; y los también extitulares del orbe Vasili Smyslov y Mijaíl Tal. En cuanto a los argentinos, el respectivo listín marcaba el siguiente ordenamiento: Oscar Panno; Miguel Najdorf; Raúl Sanguineti; Miguel Quinteros; Héctor Rossetto; Samuel Schweber; Erich Eliskases; Herman Pilnik; Jorge Rubinetti y Raimundo García.
En este contexto histórico estamos en 1970, entonces, en un clima que podría ser entendido como virtuoso para el ajedrez, mas no para el país como un todo, en presencia de un fenómeno social asociado al juego que llegó a denominarse por la vigencia de una suerte de “Fischer manía”. Es que el coloso soviético colectivo, que había emergido con imparable fortaleza desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, era por primera vez interpelado, y para colmo por una figura norteamericana, en plena Guerra Fría, a partir de una personalidad solitaria y decididamente excéntrica que, para más datos, podía ser tan excelsa en el juego, como conflictiva en sus comportamientos, lo que no dejaba de suscitar atención y transformarse en el eje de todas las miradas.
Estando consiguientemente el ajedrez en boca de todos, aún de quienes no eran aficionados al pasatiempo, sería posible descubrir que, en las librerías y jugueterías de todo el mundo, y también desde luego en la Argentina, se vendieran, como probablemente nunca antes había sucedido, innumerables juegos y libros didácticos de ajedrez.
En nuestro caso esto no era nuevo. Es que se reeditaba un sentimiento popular asociado a la magia del milenario juego, como había ya sucedido antes, por caso, cuando el campeón del mundo Emanuel Lasker visitó el país durante los fastos del Centenario en 1910, o como cuando se verificó el match entre Capablanca y Alekhine en 1927 o aquella vez en que, en 1939, Buenos Aires albergó a la comunidad ajedrecística internacional al ser sede del Torneo de las Naciones en prueba que por primera vez se disputaba fuera de Europa.
Siendo el ajedrez un juego practicado en forma social por tantas personas, en el marco de un clima tan particularmente favorable, resultó del todo comprensible que, en este año de 1971, se organizara un Torneo Escolar el que, sobre fines de año, se disponía a entregar los premios a quienes habían sido finalistas de la magna prueba.
Si bien todavía no se contaba con auspicios privados (una empresa láctea, La Vascongada S.A., patrocinará el segundo encuentro, ese que se desarrollará a partir del 12 de agosto de 1972, conforme rezará la Resolución N° 1056/72 del Ministerio de Cultura y Educación), desde las áreas oficiales se organizó, bajo su exclusivo financiamiento, una competencia destinada a los alumnos y las alumnas de todas las escuelas primarias, públicas o privadas, establecidas en jurisdicción de la Capital Federal, dependientes del Consejo Nacional de Educación, la Superintendencia Nacional de la Enseñanza Privada y la Administración Nacional de Educación Media y Superior quienes, en un número de aproximadamente 20.000, se sumarán a la convocatoria. Para ello, el Ministerio de marras dictó la Resolución N° 2556/71.
Al cabo de todo, siendo exactamente el 11 de noviembre de 1971, trasladándonos a ese instante preciso en la línea del tiempo, podemos decir que hoy estamos por apreciar la realización del respectivo acto de premiación y, por ende, determinado la clausura oficial de una competencia que se había mostrado como sumamente exitosa, en la que salió segundo un niño integrante de una familia de trabajadores con pretensiones de esa clase media tan prototípica del país, que tenía como modelo el de los inmigrantes que pretendían que su hijo, alguna vez, fuera profesional, un niño que por entonces cursaba el 7° grado de la Escuela Primaria “José Federico Moreno” en el popular barrio porteño de San Cristóbal.
Ese niño, uno que inevitablemente devendrá en adulto, tenía ya al ajedrez como su entretenimiento predilecto, antes de la “Fischer manía”, al que había elegido tiempo atrás al observarlo como elemento argumental de una serie televisiva policial norteamericana de los 60, una que en su país se llamara Ajedrez Fatal, y no Jaque Mate como hubiera sido más correcto siguiendo el nombre original (Checkmate, en inglés), lo que motivó que le regalasen el juego. Su padre, y la amiga de una tía, de nombre Myriam y de ignoto apellido, que residía en el Uruguay, con quien se veía con cierta frecuencia, le enseñarán las primeras movidas.
Ese niño, paso a paso, tras inscribirse para participar de ese torneo de ajedrez en la escuela pública en la que estudiaba, esa de la que era Director Alejandro Alfonso Storni, el hijo de la extraordinaria poeta Alfonsina Storni, habrá de superar cada una de las etapas clasificatorias rumbo a la final, camino en el que no dejaría de presentársele algún que otro episodio inesperado, el que aún hoy nítidamente recuerda, como cuando perdió una partida con ventaja material abrumadora al descuidar en el ataque la primera línea, habiendo recibido el mate de una solitaria torre frente a un rey propio que no había tenido el recaudo de darse una casilla de escapatoria. Podría decirse que ese día, evidentemente, se había olvidado de las enseñanzas que partían del propio título de su inspiradora saga televisiva denominada Ajedrez Fatal.
Al cabo de todo, habrá de acceder al turno final, instancia en la cual sólo perderá un juego con quien, a la sazón, resultará vencedor de la prueba, alcanzando de todos modos el muy meritorio subcampeonato, para sorpresa propia, orgullo de sus padres, y una ingrata indiferencia de los maestros y compañeros de un séptimo grado que se escabullía como agua entre los dedos para asomar un colegio secundario en el que habrían nuevos desafíos.
En esa etapa final del Torneo Escolar se vieron a cuarenta y cinco niños y a una única niña, Alejandra Tadei quien, tan sólo cuatro años más tarde, se consagrará subcampeona femenina absoluta para, un año después, ser parte de la representación olímpica del país en Haifa, Israel, cuando las mujeres argentinas debuten en esa clase de competencias.
En la entidad anfitriona, este día soleado del año 1971 se está verificando el acto de cierre, en el sitio en el que se desenvolvió la fase postrera de una competencia que había sido dirigida por Norberto Ivaldi, bajo el impulso del profesor nacido en Paraná César Corte, ambos entusiastas dirigentes del medio ajedrecístico local y, en el segundo caso, un también reconocido ajedrecista que había sido finalista de campeonatos argentinos superiores en forma reiterada entre los años 1932 y 1956.
Tras una masiva sesión de simultáneas ante más de 1.200 niños (nunca el autor de estas líneas habrá de saber las razones por las cuales quedó excluido de esa exhibición, lo que quizás aconteció por su notoria timidez que no le hizo reclamar un lugar que naturalmente le correspondía), dadas por veinte respetables maestros argentinos, entre los que se hallaban Alberto Foguelman, Carlos Eleodoro Juárez y Raúl Cruz (quienes alguna vez habían representado al país en Olimpíadas), todo estaba presto para la respectiva y ansiada ceremonia de premiación.
El campeón había sido Antonio Pedro Ruiz, un alumno de 11 años del 6° grado de la Escuela Primaria “Provincia de Jujuy”, sito en el barrio de Almagro, ubicada en la misma manzana del domicilio al que se mudaría pocos años después quien en ese torneo habrá de ocupar el segundo lugar.
Ruiz, además de recibir la copa más grande de todas, habría de ser obsequiado con uno de los tomos del clásico libro didáctico en ajedrez, el Tratado General de Ajedrez de Roberto Grau, el cual había sido firmado por varias figuras, entre las que se destacaba un jugador que sería poco después campeón del mundo: el ya mencionado Bobby Fischer. En el caso de quien resultara escolta, habrá de ser obsequiado con otro ejemplar de ese icónico texto formativo aunque, en este caso, tendría como rúbrica principal la del armenio Petrosián.
Es que el norteamericano y el soviético (armenio) habían sido protagonistas del referido match por las semifinales en busca de la corona mundial, la que por entonces ostentaba otro representante de la URSS, Spaski, quien habrá de ser derrotado por Fischer al año siguiente, para conmoción de la afición ajedrecística universal, al comprobarse la caída del coloso que había sido líder indiscutido desde que finalizara la Segunda Guerra Mundial.
Estaba visto que Buenos Aires, como tantas otras veces, en particular con el recuerdo de aquél aludido Torneo de las Naciones de 1939, y con otra Olimpíada, la de 1978, que se dará en el contexto de una sangrienta dictadura militar poco después, evidenciaba que el ajedrez no le era indiferente, por lo que sería sede de competencias de fuste que se realizaban periódicamente en su territorio.
Podría creerse que el Torneo Escolar, ese que tenía altas pretensiones didácticas y recreativas, y que podía convertirse en un estimulante semillero deportivo, era susceptible de ser adscripto a ese enamoramiento constante con el milenario juego del país y, especialmente, con su ciudad capital.
En esa jornada de primavera, en ese año 1971, a la que quizás por efecto de una memoria selectivamente edulcorada producto de la nostalgia se la recuerda de cielo diáfano (es que así se sentiría el corazón de ese niño), todos los asistentes a la ceremonia de clausura fueron testigos de un hecho que, en particular para los alumnos-ajedrecistas, nunca habrán de olvidar.
Si ya el acto tenía su particular cariz por cierta sensación de estar asistiendo a una jornada relevante, acentuada por una solemnidad que resulta en esos casos prototípica (máxime en tiempos de formalidad castrense desde el poder que se irradiaba a la sociedad toda), el episodio tendrá una mayor trascendencia cuando se advierta que, entre quienes hicieron uso de la palabra ese día, estuvo una figura que sólo en una primera mirada podía resultar algo exótica desde la perspectiva de la actividad.
Quien ahora habría de parlamentar, no era un jugador destacado, ni familiar, ni dirigente deportivo, ni docente, ni tampoco funcionario. Se trataba de un escritor, uno que había ya ofrecido sus magníficos sonetos, llamados Ajedrez, los que habían aparecido en 1960 en un libro titulado más que sugestivamente El Hacedor; uno que recorrería el milenario juego con intensidad y expresividad, en buena parte de su obra.
Ese fue el punto culminante y más memorable de toda la jornada, cuando un tímido expositor, de nombre Jorge Luis Borges, habló del juego.
Si bien su figura era largamente prestigiosa y reconocida, no sólo en el país sino también en el exterior, podía ser alguien lejano para alumnos que sólo sabían de tareas escolares y, a lo sumo, de escaques y trebejos. Corte, al presentar al expositor, muy juiciosamente diría que estábamos en presencia de alguien que “de puro argentino, es universal”.
Borges, con su clásico talento discursivo, un don no menos relevante que su icónica escritura, se refirió en la oportunidad a los mentados sonetos, haciendo una asociación del juego con la idea de infinitud (una de sus obsesiones argumentales).
También se ocupó de cuestiones etimológicas, particularmente del origen de la expresión “jaque mate”, y se refirió al complejo y algo descomunal ajedrez del líder turco-mongol Tamerlán.
En definitiva, caracterizó al pasatiempo como una de las “aventuras mentales” que resultaba “afín de la magia, ese mundo artificial creado por el hombre”.
En esa misma oportunidad Borges, aludiendo a su ceguera, confesó su pesar al no poder releer a Ezequiel Martínez Estrada, fallecido unos años atrás. Este intelectual fue un apasionado por el ajedrez (¡llegó a ser Vocal Bibliotecario en tiempos pioneros de la Federación Argentina de Ajedrez!), pero cuyas reflexiones más profundas sobre el juego no habían salido integralmente a la luz, lo que acontecerá recién cuando la Biblioteca Nacional, en años muy posteriores, habrá de publicar su Filosofía del ajedrez.
Sobre este punto el conferencista ese día no comentó algo que había tenido a ambos de protagonistas: en un hecho beatíficamente providencial, cuando Martínez de Estrada había arrojado al fuego los manuscritos de su autoría sobre el juego tiempo atrás, sería el propio Borges quien evitara la incineración de esas sublimes páginas las cuales, una vez conocidas, tanto tiempo después, resultan de lectura indispensable.
Lo que Borges ese día de 1971 en cambio sí narró, fue la historia de un ignoto ajedrecista de las pampas quien, jugando una partida contra un gringo, tras la cuarta jugada, con un solo movimiento de su mano, contrariado por la evolución de los acontecimientos, “barrió” con todas las piezas de su adversario. Este, sorprendido por el gesto, inquiere acerca de los motivos del impropio proceder, a lo que el paisano, en la memoria de Borges, habrá de responder, tan escueta cuan misteriosamente: “Es el entrevero”.
En este relato creemos advertir ecos de la Milonga de Jacinto Chiclana, esa que Borges escribió en 1965, la que quedaría inmortalizada con la música de Astor Piazzolla, la que comienza diciendo:
“Me acuerdo, fue en Balvanera / en una noche lejana, / que alguien dejó caer el nombre / de un tal Jacinto Chiclana. / Algo se dijo también / de una esquina y de un cuchillo. / Los años no dejan ver / el entrevero y el brillo”.
Un Borges en plenitud, pues, cautivando a su audiencia con sus historias y con su saber. Un Borges en plenitud, pues, que discurría de tema en tema, yendo del ajedrez al “entrevero”. Un Borges en plenitud, pues, combinando lo profundo y lo coloquial. Un Borges en plenitud, pues, entregando retazos de metafísica y de poesía gauchesca. Un Borges en plenitud, pues, aportando la perspectiva de los hombres y la de los Dioses.
A esa audiencia asombrada, y quizás sin darse cuenta del todo conmovida por lo que escuchaba, la que estaba integrada también por unos niños que más allá de la comprensión literal en algún punto recibían el preciado legado de sus palabras, le dejó como mensaje final la idea de que el ajedrez era una suerte de bálsamo que permitía “olvidarse del propio Yo, con sus pocas felicidades, pero con tantas desventuras”.
Dentro de esa audiencia estaba, como sabemos, un niño, ubicado en una fila entre tantos otros. Un niño que, ya fue dicho, fue subcampeón del Torneo. Un niño que, alentado por ese suceso, habría de iniciar su tránsito a nivel de competencias más desafiantes dentro del mundo del ajedrez. Un niño que descubría a un señor, a quien veía como un anciano venerable, que le decía cosas que le resultaban en apariencia inalcanzables, pero que despertaban una curiosidad en sus alcances metafísicos (concepto que por el momento le era lejano pero que comenzaban a operar al menos a nivel de intuición).
Pese a la timidez del niño (cualidad compartida con el venerado expositor), creyendo ser protagonista por motivos desconocidos de un momento único, se acercó a Borges y, probablemente para inmortalizar el vínculo y sacralizar el episodio, pidiéndole, sin siquiera percatarse de las notorias dificultades visuales del escritor, que en ese libro recibido estampara su firma, la que comprensiblemente fue delineada no sin dificultad y con trazos que pueden resultar más temblorosos que los de su propia voz.
Imagen de un folio del libro Tratado General de Ajedrez de Roberto Grau en el que Borges estampó su firma a requerimiento de un niño…(de la colección personal del autor)
Ese niño, desde ese momento y por siempre, conservará en su poder, como uno de sus objetos personales más preciados, ese libro emblemático en el que, además de las firmas correspondiente al excampeón mundial Petrosián; al mejor jugador argentino de la historia Najdorf; a Lothar Schmid, árbitro del match que enfrentó al armenio con Fischer, y al exPresidente de la Federación Norteamericana de Ajedrez Edmund Edmonson, tendrá la rúbrica del máximo escritor argentino a quien, con el tiempo, por su obra y vida, aprenderá a conocer y admirar.
Es que ese niño, devenido en adulto, procurará recorrer, desde el intelecto y el corazón, el trabajo literario del autor argentino y universal por excelencia, en particular en su contribución vinculada al juego. Así habrá de descubrir que Borges se convertirá en un Hacedor al ser demiurgo en sí mismo de un universo de ajedrez.
Tal vez influido por aquel recuerdo pionero, ese niño, en un primer intento literario propio, cuando en la escuela secundaria deba presentar una investigación, no dudaría en apelar a una puntual mención de El Aleph, relato de Borges que le sirvió en esas circunstancias de epígrafe, parábola y amparo.
Ese niño, avanzados los años, será ajedrecista, como s insinuó en ese 1971, aunque se retirará tempranamente de las competencias. Pero nunca abandonará su vínculo con el juego y, adicionalmente, tratará siempre de convertirse en un buen lector, con Borges como numen.
Más tarde, con el correr de los años, ese niño devenido en adulto, se dedicará a investigar sobre el vínculo del ajedrez con la historia y la cultura, sondeando en las profundidades del origen del más fascinante de los juegos y, al hacerlo, habrá de comenzar a escribir sobre cuestiones que terminaron por convertirse en objeto de sus preocupaciones intelectuales en la hora postrera.
En ese contexto ese niño, devenido en adulto, tendrá como un punto muy alto de su vida, haber tenido el honor de ser invitado para hablar de la relación de Borges con el ajedrez en la Fundación Internacional que lleva su nombre, en oportunidad de celebrarse uno de los aniversarios del nacimiento del escritor. Y ese niño, devenido en adulto, cuando desde el diario argentino Página 12 le propongan que eligiera un tema vinculado a la relación del ajedrez con la cultura, no dudará en pensar abordar la personalidad de Borges como inicio de su propio vínculo con el mundo de la literatura.
Ese niño, devenido en adulto, regresando de alguna manera a sus orígenes, siguiendo el mandato implícito recibido en aquel acto escolar de 1971, es el mismo que ahora se anima a encarar un libro en el que, más integralmente, se conjugan, en un mismo espacio narrativo, Borges y el ajedrez.
Imagen de un niño (algo crecido) al exponer en la Fundación Internacional Jorge Luis Borges en el mes de agosto de 2016 en panel compartido con María Kodama (en el extremo izquierdo) y, entre otros, el politólogo Rosendo Fraga (a la derecha del circunstancial expositor)
Ese niño, devenido en adulto, barruntará que Borges, a la par de sus espejos y laberintos, en su búsqueda permanente vinculada al infinito y a la eternidad, ubicó también al ajedrez como uno de los objetos más emblemáticos de su iconografía literaria.
Ese niño, devenido en adulto, apreciará asimismo que, en Borges, el juego es un muy plausible arquetipo a la hora de referirse al fenómeno de la dualidad.
Ese niño, devenido en adulto, comprobará que el ajedrez es para Borges un paradigma al que puede remitirse el género literario de los relatos policiales como un todo, habida cuenta que el razonamiento ajedrecístico puede guardar un notorio paralelismo con las dotes investigativas requeridas a la hora de esclarecerse los crímenes de las narraciones detectivescas.
Ese niño, devenido en adulto, revisará puntualmente, algo obsesivamente quizás, como si de una suerte específico Aleph se tratara, las menciones al ajedrez que se registran en toda la obra literaria de Borges, extendiendo la búsqueda a algunas de sus conversaciones, disertaciones y entrevistas.
Ese niño, devenido en adulto, se conmoverá una y mil veces a la hora de escuchar al propio Borges recitar los sonetos Ajedrez, esos que fueron expresados con su temblorosa y algo dubitativa voz.
Esos sonetos adquieren, desde una perspectiva formal, una música especial y un mensaje del todo trascendente. Sus versos, en particular en su tramo final, apelan a los orígenes de todo y a los misterios últimos y, al hacerlo, desde luego que no sólo alude al mundo específico del ajedrez. Es que creemos que no hay persona alguna, sea o no ajedrecista que, al conocerlos, al advertir su belleza poética y al saborear los alcances de su contenido metafísico, no podrá dejar de conmoverse. Y nos atrevemos a plantear que podrían ser recitados, una y otra vez, como si de un mantra se tratase. De vez en cuando así lo hacemos…
Con esos sonetos dedicados al ajedrez, a los que concibió en su calidad de Hacedor presentándolos en el libro homónimo, sumado al estrecho vínculo del escritor argentino y universal con el milenario juego, ese que le fuera dado en su vínculo con un padre que lo introdujo en el mundo de la literatura y de la metafísica valido de un tablero escaqueado, Borges se terminó por convertir, propiamente, en un demiurgo, al crear un universo propio con el misterioso y trascendente ajedrez, como procuraremos evidenciar en el transcurso de esta obra.
Nota: Este texto corresponde al libro inédito sobre la relación de Borges con el ajedrez escrito por Sergio Ernesto Negri.