Del tablero a la revolución del Che

por Manuel Azuaga Herrera
16/10/2023 – 1961. Torremolinos. El NO-DO, noticiero del régimen, grabó bastantes escenas del primer Torneo Costa del Sol de Ajedrez, celebrado en los salones del hotel Pez Espada, buque insignia de la hostelería malagueña. En poco menos de dos años desde su inauguración, el Pez Espada se convirtió en una meta volante obligada para la glamurosa 'jet set' internacional. La princesa Astrid de Noruega y su marido llegaron a la recepción del hotel seis días antes del comienzo del torneo. Viajaban de luna de miel. Si las cuentas no me fallan, la regia pareja debió coincidir uno o dos días con la pléyade de participantes, doce de las más importantes figuras de la época, como el argentino Najdorf o el yugoslavo Gligoric, a la postre campeón de la cita. Francisco José Pérez, entonces campeón de España, tuvo un desempeño muy decepcionante, pero un año más tarde, en los mismos salones –y sin princesa de testigo–, logró el primer puesto, empatado a puntos con dos fuertes rivales, el húngaro Laszlo Szabo y Bruno Parma, campeón mundial juvenil. Pérez festejó el triunfo radiante, sin sospechar ni un solo segundo la azarosa aventura que estaba a punto de protagonizar. Artículo por Manuel Azuaga Herrera, publicado en el El artículo original, publicado en el Diario Sur. | Gráfico: Sr. García (Diario Sur)

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Reproducción del artículo originalmente publicado en el Diario Sur, con el amable permiso del autor.

Pero empecemos por el principio. Francisco 'J.' Pérez, con la jota y su punto, como se describe en la hemeroteca, nació en Vigo, en 1920. Su padre era militar, nacido en Cuba, en Santa Clara. Fue destinado a Málaga, ciudad donde Francisco entró en contacto con el ajedrez. Hay muy poca información de esta etapa, aunque es muy probable que Pérez conociera a Ricardo Aguilera, ajedrecista malagueño, casi ocho años mayor que él. Años más tarde, tras la Guerra Civil, ambos coincidieron en Madrid y escribieron a cuatro manos 'Ajedrez hipermoderno', bajo la dirección del campeón del mundo Alexander Alekhine, quien vivía en España bajo la protección del régimen franquista y la solidaridad de los círculos ajedrecísticos.

Miniaturas contra Alekhine

La aparición de 'Ajedrez hipermoderno' recibió excelentes críticas y siempre fue motivo de orgullo para Francisco J. Pérez. Hoy es un libro de culto. A pesar de ello, se puede encontrar fácilmente en distintas ediciones. Además, su publicación le permitió a Pérez forjar una estrecha amistad con Alekhine, al que él llamaba «Aliojin», tal y como el campeón prefería. En 1941, Alekhine derrotó a Pérez en una exhibición de partidas simultáneas. Se jugó en Málaga, precisamente. Pérez fue barrido del tablero en solo 13 movimientos. Poco después, en 1943, esta vez en Madrid, Pérez se tomó la revancha y venció a Alekhine en 12 movimientos, uno menos. Sin embargo, Francisco nunca alardeó de esta miniatura. «Jugamos a cinco minutos», puntualizaba.

Francisco tenía dos hermanas. Una de ellas, Amelia, también jugó al ajedrez. Curiosamente, días antes de la gesta de Francisco contra Alekhine, fue ella quien se enfrentó al ruso-francés en el marco de una simultánea que el campeón ofreció contra treinta tableros. Amelia hizo tablas. Y cuentan que más de 5.000 personas acudieron al lugar de juego, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, para seguir de cerca la exhibición. Entre los treinta seleccionados, Amelia reconoció a un amigo de su hermano, Ricardo Aguilera.

El hombre memoria

En 1948, Francisco J. Pérez logró el Campeonato de España, título que revalidó en 1954 y 1960. Cuando ganó su primer trofeo, el Diario Nacional del Trabajo publicó una entrevista en la que Francisco se refirió a José Raúl Capablanca como el mejor ajedrecista de todos los tiempos. Para Pérez (esto no lo dijo él, pero me consta), Capablanca completaba un triángulo mágico junto al estonio Paul Keres y a su estimado Alekhine.

Para entonces, Pérez no solo era conocido por sus éxitos deportivos. La afición lo admiraba aún más por su prodigiosa capacidad para jugar a la ciega. En 1956, estableció un récord nacional (el anterior también era suyo) en el arte de las «partidas jugadas de espaldas». Pérez se enfrentó a veinticinco rivales. Piensen bien lo que esto supone: memorizar la posición exacta de ¡800 piezas! Tras más de diez horas de esfuerzo, solo perdió una de las partidas. Jorge Luis Borges escribió en un poema que el tiempo juega un ajedrez sin piezas, en el patio. Y eso es justo, como si nada, lo que hacía Francisco J. Pérez, el hombre memoria del ajedrez español.

Volvamos, ahora sí, a Torremolinos. 1962. La brillante actuación de Pérez motivó que recibiera una invitación para participar en la primera edición del Memorial Capablanca, en Cuba, pero la FEDA no autorizó el viaje «por razones políticas». A pesar de esta prohibición, Pérez, a sus 42 años, puso rumbo a La Habana. Su desobediencia a la orden del régimen le costó tres años de sanción deportiva. En cierto modo, y con todos los matices, Pérez fue el Viktor Korchnói español, el apátrida que, como un peón pasado, avanzó por la columna de un tablero llamado libertad.

La aventura cubana

Silvino García fue el primer cubano en lograr el título de gran maestro tras el campeón mundial José Raúl Capablanca. Conquistó cuatro veces el campeonato nacional. Conoció al Che ajedrecista. A Fidel. Durante más de veinte años, fue presidente de la Federación Cubana de Ajedrez. En la actualidad, Silvino vive tranquilo en Oviedo. Es socio del Club Ciudad Naranco, donde enseña a distintos grupos de alumnos. Traigo a Silvino al relato porque, durante años, mantuvo una tierna amistad con Francisco J. Pérez. O con Francisco 'Jota' Pérez, como lo llamaban en la isla. Consigo hablar con Silvino y le pido que me describa a Francisco. «Fue un ser excepcional», responde con la emoción contenida. «Un hombre que, además, era muy atractivo. Bastaba con que se paseara por un salón para que todo el mundo girara la cabeza».

Nada más llegar a Cuba, a 'Jota' Pérez le encargaron escribir un libro sobre el Memorial Capablanca para, de alguna forma, contribuir a la popularización del juego-ciencia entre el pueblo cubano. Conviene recordar que el Che Guevara convirtió al ajedrez en un elemento clave para la causa revolucionaria. El 1 de mayo de 1962, en el acto de inauguración del primer Memorial Capablanca, el propio Che dio la bienvenida a los participantes: «La juventud cubana ha tomado la senda que trazó Capablanca», gritó. En este contexto, Pérez necesitaba que algún joven ajedrecista le ayudara en la tarea de escribir el libro y, entre todos los posibles, eligió a Silvino, el muralista del Memorial, como edecán literario. «Me hablaba de un ajedrez muy avanzado», recuerda Silvino. «En la táctica era creativo como pocos, de ahí que firmara tantas partidas maravillosas».

'Ajedrez hipermoderno' recibió excelentes críticas y fue motivo de orgullo para Francisco J. Pérez. Hoy es un libro de culto

Seducido desde un primer momento por los aires de la Revolución, y enamorado de Mabel Santos –mujer excepcional, traductora y políglota–, Pérez decidió quedarse en Cuba, país al que representó en la Olimpiada de Tel Aviv, en 1964. Ese mismo año, Francisco se convirtió en el primer director de la revista 'Jaque Mate', publicación que ejerció de palanca tractora en la divulgación masiva del ajedrez en Cuba. Durante mucho tiempo, Silvino y 'Jota' Pérez fueron uña y carne. Se veían a diario. «La mayoría de maestros de ajedrez enseñaban a calcular posiciones, imágenes secuenciadas. Sin embargo, Paco era distinto. Él me enseñó a pensar». Desde su llegada, Francisco fue recibido por el pueblo y las autoridades cubanas con todos los honores. «Lo trataron muy bien, eso es cierto», confirma Silvino. «Tuve algunas referencias acerca de quién fue el verdadero facilitador de este trato tan exquisito: el comandante Che Guevara».

Nuestro hombre en La Habana

Javier Ochoa de Echagüen, actual presidente de la FEDA, también vivió una época en Cuba y conoció bien a Francisco J. Pérez. Me cuenta que Pérez pasó un año entero en el hotel Habana Libre, a cuerpo de rey, valga la chanza. «Más tarde, le dieron un apartamento. En un lugar bien visible de la estancia, destacaba un piano», recuerda Ochoa. «Tocaba realmente bien. Pérez no era solo un ajedrecista de primera, era un hombre culto, un intelectual, su casa estaba llena de libros, de todo tipo, y casi tenías que abrirte paso entre las montañas de ejemplares. También recuerdo un par de gatos, su particular pareja de alfiles». Al oír este detalle, pienso en Alekhine y en su inseparable 'Chess', el felino más afamado de la historia del ajedrez.

Ochoa tira, no sin nostalgia, de memoria: «Lo visité muchas veces en su casa. Yo aún no era maestro internacional. Imagínate, Francisco para mí era una figura, todo un referente. A pesar de nuestra diferencia de edad, fue un hombre muy cercano, un colega, en todos los sentidos. De hecho, no solo hablábamos de ajedrez». Muchos años más tarde, en marzo de 1989, Ochoa entrevistó a Francisco J. Pérez. La transcripción de esa charla se publicó en 'Revista Internacional de Ajedrez', dirigida por Antonio Gude, bajo el oportuno título 'Nuestro hombre en La Habana', como la novela de Graham Greene. Es un documento único. Al final de la conversación, Ochoa le pregunta a Pérez si alguna vez quiso volver a España. La respuesta de Francisco duele de sinceridad: «A mí me gustaría morirme en España. Si yo hubiera podido, no me hubiera ido jamás de allí».

Seducido por la Revolución y enamorado de Mabel Santos, Pérez se quedó en Cuba, país al que representó en la Olimpiada

El 11 de septiembre de 1999, Francisco J. Pérez, el campeón que jugaba como en un verso de Borges, murió de un paro respiratorio en el Hospital 10 de octubre de La Habana. Un año antes, a través del embajador de España en Cuba, Javier Ochoa hizo gestiones para que Pérez recibiera una pensión española a la que tenía derecho, por herencia de su padre. «No creo que le diera mucho tiempo a disfrutarla», se lamenta Ochoa.

Mientras escribo estas últimas líneas, oigo que suena un piano. 'Siboney', del maestro Lecuona. Es extraño. Nunca antes lo había oído. El sonido es dulce y armonioso. Para aliviar mi congoja, me distraigo revisando las dos miniaturas de Francisco J. Pérez contra Alekhine, la derrota y la victoria, el dolor y la gloria. Pero el piano no cesa. Me asomo a la terraza en busca de una explicación. ¿De dónde vendrá esa música? Es entonces cuando veo las sombras, las siluetas de un par de gatos que deambulan y, al hacerlo, parece que bailan como si fueran alfiles.

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Manuel Azuaga Herrera, licenciado en Ciencias de la Información. Socio fundador de la Asociación Ajedrez Social de Andalucía. Monitor de la Federación Andaluza de Ajedrez (Nivel I-FADA)