De ese foco especial de interés, surgirá una gran obra, a la que le dio por título Fields of force, trabajo entregado el 28 de octubre de 1972. Quizás, a partir del análisis profundo de esa experiencia, se derivara la siguiente conclusión sobre el ajedrez y los ajedrecistas:
“El ajedrez puede ser el más profundo, o al menos el más agotador de los pasatiempos, pero no es nada más. En cuanto a un genio del ajedrez, es un ser humano que enfoca vastos dones mentales de entendimiento y su labor, en una empresa humana en última instancia trivial”.
Steiner, quien era un calificado lector y dominaba numerosas lenguas, solía publicar sus crónicas sobre libros en la prestigiosa revista The New Yorker, donde presentó más de 150 artículos. Entre los temas abordados se mostró sumamente interesado en la historia y en aspectos vinculados al ajedrez.
En The cleric of treason, publicado el 30 de noviembre de 1980, orientada a estudiar la figura del historiador de arte inglés Anthony Blunt (1907-1983), quien fuera espía de la URSS en el marco de la Guerra Fría, recuerda el tema del descubrimiento del código secreto Enigma en la Segunda Guerra Mundial por parte de una «aristocracia de profesores ingleses» y, al hacerlo, nos habla de las oportunidades inesperadas de utilizar «habilidades arcanas» como la derivada del análisis de problemas de ajedrez.
En un ensayo sobre el libro 1984 de George Orwell (1903-1950), publicado convenientemente en el referido año, titulado Killing Time, Steiner enfatiza en lo que el autor inglés «hizo con ese año», la expectativa que generó al momento de su llegada, por el hecho de haber bautizado a su obra con el número que lo mentaba. En ese marco, analiza la Neolengua (lengua artística) inventada por Orwell, diferenciando el significado directo del secundario de las palabras; por caso, igual es el significado de antaño de políticamente igual, y ello no suele saberse. En ese contexto, asegura que ese es el mismo caso de:
«Una persona que nunca hubiera oído hablar del ajedrez no conocería los significados secundarios que se asocian a la reina (dama) o torre».
Al referirse a las habilidades ajedrecísticas del escritor húngaro Arthur Koestler (1905-1983) asegura:
«Koestler jugaba con rapidez y sagacidad. Pero antes que perder ante un rival evidentemente inferior a él en inteligencia, en talento, en conocimiento de la vida, interrumpía la partida o se negaba a jugar».
En A death of king (Muerte de reyes-sobre el ajedrez-), incluido siempre en The New Yorker, mencionando los casos de Mozart, Euler y Morphy, desde el propio comienzo del estudio biográfico publicado el 30 de agosto de 1968, indica:
«Hay tres actividades, y por lo que entiendo, en las cuales los humanos registran hazañas antes de la edad de la pubertad: la música; las matemáticas; el ajedrez«.
Sobre los niños y niñas destacadas en ajedrez, asegura:
«Cualquiera que haya jugado con un niño de corta edad y grandes dotes se habrá dado cuenta de la flagrante, casi escandalosa disparidad que hay entre las estratagemas y la sofisticación analítica de los movimientos del niño sobre el tablero y su conducta pueril en cuanto se guardan las piezas».
Sobre el punto indica, además de que no se ha estudiado demasiado la cuestión, ya que siempre se dieron explicaciones a lo sumo metafóricas, que esas capacidades se suelen dar en forma aislada. Adentrándose en explicaciones posibles repara en los centros sensoriales, aunque admite que no se sabe si el córtex cerebral separa sus numerosas tareas y bajo qué forma lo hace. Sin embargo concluye que la imagen de localización como función cerebral es sugerente y, en ese sentido:
«El niño experto, como su homólogo adulto, es capas de visualizar, de modo instantáneo y sin embargo con una seguridad sobrenatural, cómo estarán las cosas varias jugadas después».
Considera que, en cualquier caso:
«La música, las matemáticas y el ajedrez son, en algunos aspectos vitales, actos dinámicos de localización. Unos elementos simbólicos son dispuestos en hileras que tienen un significado (…) El niño experto, como su homólogo adulto, es capaz de visualizar, de un modo instantáneo y sin embargo con una seguridad sobrenatural, cómo estarán las cosas varias jugadas después».
Mas hace una distinción, que nos resulta algo cruel: mientras que considera que las dos primeras disciplinas constituyen maravillas de la raza, en el caso del ajedrez solo es:
«…un juego en el que treinta y dos objetos de marfil, cuerno, madera, metal, o (en campos de prisioneros) aserrín pegado con betún, son empujados sobre 64 casillas de colores alternados».
De inmediato asume que esta consideración es una blasfemia para los amantes del juego. Pero, a pesar de insistir que es un «pasatiempo trivial», y a la par de reconocer que el dinero asociado a este juego es un valor solo marginal, muy hermosamente reconoce:
«Los orígenes del ajedrez están envueltos en las neblinas de las controversias, aunque incuestionablemente este muy antiguo y trivial pasatiempo, a muchos seres humanos excepcionalmente inteligentes de todas las razas y épocas les pareció constituir una realidad, un foco para las emociones, tan sustancial como la realidad, a menudo más que ella misma».
Y agrega, en tono casi reivindicativo de una actividad que considera un «hechizo casi demoníaco»:
«Para un auténtico ajedrecista, mover 32 piezas en un tablero de 8×8 es un fin en sí mismo, un mundo entero al lado del cual, la mera vida biológica, política y social, lucen desordenadas, rancias, contingentes».
Se reconoce enfrentado a momentos seductores en los que seres normales y comprometidos como sí mismo (y también eso le sucedió a Lenín):
«…prefieren renunciar a todo -matrimonio, hipotecas, carreras profesionales, la Revolución rusa- para pasar los días y las noches moviendo unos pequeños objetos tallados arriba y abajo sobre un tablero cuadrado».
Es que:
«Ante la vista de un ajedrez, aunque se el peor de los ajedreces de bolsillo hecho de plástico, nuestros dedos se arquean y un escalofrío recorre nuestra espina dorsal como en un sueño ligero».
Y ello se da no por ganancia, ni conocimiento o fama, sino por algún «encantamiento autista» puro, tales como, y allí vuelve el vínculo con la música y las matemáticas, «los cánones invertidos de Bach» o «la fórmula de Euler para los poliedros«.
Ahora Steiner parece volver sobre sus pasos, y coloca a las tres actividades a la par diciendo que son «resplandecientemente inútiles», asegurando que las matemáticas aplicadas no es más que una «fontanería superior». Las considera «metafísicamente triviales, irresponsables» y que se niegan a conectarse con el exterior, «a tomar la realidad como árbitro». Esa irresponsabilidad ante la realidad las convierte en inviolables por la banal autoridad de la muerte. Y, entonces, los seres humanos pueden hacer una inmersión en una esfera cerrada y cristalina. En cualquier caso:
«Las asociaciones alegóricas de la muerte con el ajedrez son perennes: en los grabados medievales sobre madera, en los frescos renacentistas, en las películas de Cocteau y Bergman. La muerte gana la partida, pero al hacerlo se somete, aunque sea momentáneamente, a unas reglas enteramente fuera de su dominio«.
El autor recuerda al escritor irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quien, en su obra de teatro de 1907 Deirdre, nombre de la heroína de la mitología irlandesa que alude con esa palabra gaélica al sentimiento de dolor, apunta lo siguiente:
«Sabían que no había nada que pudiera salvarlos, / de modo que jugaron al ajedrez todas las noches / durante años, y aguardaron el golpe de la espada. / Nunca oí una muerte tan fuera del alcance / de los corazones comunes, un elevado y hermoso final».
Al referirse a Master Prim, novela de James Whithfield Ellison (nacido en 1930), al describir un duelo ajedrecístico que se da en el curso de su trama, llega a esta delicada conclusión:
«Derrotar a otro ser humano en el ajedrez es humillarlo en ls raíces mismas de su inteligencia; vencerlo con facilidad es dejarlo extrañamente desnudo».
También se ocupa del clásico trabajo de Stefan Zweig (1881-1942), Schachnovelle (Novela de ajedrez), destacando la relación del ajedrez con la locura y, en el argumento del escritor austriaco en particular, el carácter esquizoide que hay en el juego ya que el ajedrecista está con las blancas y las negras, cuando estudia partidas, cuando analiza aperturas y finales y, también cuando debe anticipar el juego del rival en una partida viva, momento en el que cada uno se mete en el cráneo del oponente.
Siguiendo su recorrida literaria en este estudio biográfico nombrado como Muerte de reyes, se ocupa del libro de Nabókov, ese genial literato que, como pocos, amó tanto al ajedrez, al que le entregó páginas imperecederas. Al abordar su novela Rey, dama, valet, llega a la conclusión que en el escritor ruso: «
«El ajedrez es la metáfora subyacente y el referente simbólico en toda la narrativa de Nabokov».
Y claro, pasa revista Steiner a tantos trabajos del novelista eslavo con eje en el ajedrez (aunque curiosamente omite Poems and problems, ese trabajo donde Nabokov supo conjugar versos y composiciones ajedrecísticas de su creación), como El don, La verdadera vida de Sebastian Knight, Lolita (sus protagonistas sostienen un duelo cual partida de ajedrez en la que se juega la muerte) y, por supuesto La defensa Luzhin, de donde toma ese precioso interrogante (de respuesta unívoca para cualquier ajedrecista que se recie de tal):
«¿Qué otra cosa existe en el mundo aparte del ajedrez?«
Yendo a Fields of Force, hay que decir que el autor allí hace, en línea con su conocido pensamiento, la siguiente petición de principios:
«El ajedrez bien puede ser el más profundo, el menos agotable de los pasatiempos, pero no más que eso. La afirmación de Bobby Fischer en cuanto a que lo es todo es simplemente una monomanía necesaria. La proposición es en sí misma grotesca.»
Y, tras volver a sus argumentos sobre los genios enfocados a una actividad a la que define como trivial, ve como casi inevitable que eso produzca síntomas patológicos de estrés nervioso y de irrealidad.
El título del trabajo, podría traducirse como Campos de Fuerza, alude a la idea de que la comprensión ajedrecística del buen jugador no es a partir de una visión del tablero y de los trebejos como si fueran objetos discretos, sino que llega a conclusiones en términos relacionales y conceptuales.
Desde luego que, dado que el objeto de estudio del ensayo fue el match de 1972 que, en el contexto de la Guerra Fría, resultaba todo un acontecimiento al llegar a esa instancia un norteamericano que debía enfrentar a la maquinaria soviética, lo de «campos de fuerza» adquiere un sentido aún más pleno, al reflejar acabadamente la lucha agonal.
Para Steiner, ese episodio cambió la historia y la sociología del ajedrez. De un lado se hallaba Fischer, a su juicio «el ególatra y errático genio para quien el ajedrez no era como la vida, sino la vida misma» y, por el otro, se hallaba un Spaski a quien veía como «un gran maestro (…) de buenos modales que llevaba su corona con inquietud (…) propenso a la melancolía y a la pasividad introspectiva«.
El cronista utiliza, por otro lado, y tal vez exageradamente, la expresión «oblomovista» para referirse al excampeón mundial, un término muy ruso que describe a un joven noble y generoso, aunque algo incapaz de hacer algo con su vida. En todo caso Spaski podía representar cierto espíritu ruso taciturno, habida cuenta que en él influyeron las lecturas de un Dostoievski o, las más contemporáneamente acuciantes, de un Solyenitsin.
El libro, tras pasar revista a episodios centrales en la historia del ajedrez, se concentra en el denominado «match del siglo», comenzando por el clima que lo rodeaba, en el contexto de la Guerra Fría, y las primeras peripecias con la inopinada ausencia de Fischer en la segunda partida, un hecho único en la historia del ajedrez, que colocaba la contienda dos a cero y que la ponía en peligro.
Ese fue el momento de máxima tensión, con un Fischer extremando las demandas (las financieras, las organizacionales), poniendo en evidencia que su pasión autista por el juego podía colisionar, o combinarse peligrosamente, con su sentido de la paranoia. Tras decidirse jugar en una sala pequeña, alejada de los ruidos y de los reflectores, con la intervención de las máximas autoridades de su país (que no querían verse derrotados en la batalla cultural en curso contra el poderío soviético), con mejoras financieras y con un proceso psicológico de contención al retador, la cosa podía seguir, para bien del ajedrez y para que Steiner pueda continuar con su atractivo relato.
La definición lexicográfica de «campos de fuerza», ese concepto tan bien empleado para referirse al caso por Steiner, dice que es «la región del espacio que rodea a un cuerpo, como una partícula cargada o un imán, dentro de la cual puede ejercer una fuerza sobre otro cuerpo similar que no está en contacto con él«.
Perfecta imagen de la tensión que se genera en cada partida de ajedrez en la cual, como en las matemáticas y en la música, hay energías que interactúan para alcanzar una eficiente configuración o una armónica posición que se plantean como objetivo. Interviene lo abstracto y lo espacial. Opera lo neurofisiológico con acción de áreas determinadas del córtex. Se requiere cálculo rápido mental, análisis proyectivo, creatividad. Memoria, visualización y análisis, en perfecta armonía. «Campos de fuerza» que operan en la mente de cada músico, cada matemático, cada ajedrecista. «Campos de fuerza» que corresponden a la visión de los ajedrecistas de las posiciones, no como entes discretos, sino por zonas del tablero en donde pueden evolucionar los acontecimientos, algunos que pueden pasar, y mientras que otros no, como se deriva de las expresiones de los jugadores que ofrecieron simultáneas bajo la modalidad de «a ciegas» confrontando con numerosos rivales. Y con prodigiosos resultados.
Y esos «campos de fuerza», en un plano exterior, también operan cuando se enfrentan dos jugadores de ajedrez, sea que lo hagan por la copa del mundo en Reikiavic, como fuera el caso analizado por Steiner de Fischer y Spaski, o en una plaza, en un club, en una prisión, en donde sea. En los albores de la vida o a la hora del crepúsculo. En competencia o en esparcimiento. Siempre habrá «campos de fuerza» que permitirán desplegar con toda intensidad la energía propia, siempre que haya un adversario/compañero con quien disfrutar del más mágico de los juegos que supo crear la Humanidad.
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