También es conocido que el shatranj árabe y el čatrang persa ingresaron a Europa desde los extremos (por el Imperio Bizantino y la penínsulas ibérica), por Italia (especialmente a través de la isla de Sicilia, aunque también desde su porción meridional continental), y surcando en Rusia el río Volga (en sentido sur-norte). Desde esos puntos, en forma de abanico, seguirá expandiéndose en forma progresiva, por toda Europa, donde adquirirá su formato definitivo.
En ese proceso de difusión, asimilación y modernización tendrá un decisivo cariz la aparición de la figura de la reina en un juego que originalmente no la contemplaba y, más tarde, postulando la ampliación de su capacidad de movimiento sobre el tablero (cosa que también aconteció con el alfil), momento desde el cual el ajedrez adoptará su perfil definitivo.
Desde siempre los historiadores se han preguntado cuándo específicamente surgió este trebejo con rostro de mujer, bajo qué circunstancia, en qué momento, en qué sitio específico. Una pregunta que no tiene aún, y tal vez nunca la tendrá, una respuesta de índole conclusiva. Lo que no impide que se procure responderla.
Para más, a la hora de investigarse el tema, así como cuando se analiza simétricamente el origen del ajedrez, suele advertirse la presencia de tendencias a la fascinación nacional o a la respuesta unívoca, dificultando ver la problemática más holísticamente. A nuestro juicio, en ambos casos, y casi siempre, más que apostarse a miradas excluyentes que conducen los respectivos procesos de génesis hacia hechos puntuales, se debe concebir el fenómeno en tanto proceso. Con lo que debe imperar la búsqueda sistemática, el reconocimiento a los aportes de fuentes diversas, en fin, a la humildad y no a las respuestas fáciles o sacralizadas.
Por supuesto que, desde la perspectiva de la investigación, es más difícil, y menos atrapable una verdad histórica que reporte a efectos acumulativos, graduales, con influencias y aportes sucesivos, en vez de ir a la respuesta usualmente más sencilla de atribuir todo a un ente en particular ubicándolo en un momento y en un lugar dados.
Por nuestro lado, y ese será en todo caso el sesgo asumido y la propia deformación conceptual, siempre se apostará a una visión general que entiende que la Humanidad llega a sus descubrimientos por aportes civilizatorios coincidentes y complementarios.
De todos modos, si esta concepción puede eventualmente ser falible cuando se analiza un fenómeno cultural puntual, de ninguna manera fracasa al verse la difusión a lo largo del tiempo de ese evento creado. Concretamente: ¿de qué serviría que a alguien se le ocurriera crear la figura de la reina del ajedrez si, después, ese invento, ese elemento consagratorio, no es generalizadamente aceptado por quienes practican el juego ulteriormente y por la cultura en un todo?
En cualquier caso, hay que basarse en fuentes que luzcan lo más confiables posibles (aún en la convicción de que el conocimiento es una construcción colectiva y falible), y no en sensaciones.
Se trata de fenómenos complejos y difíciles de aprehender y de reconocer, y de la posibilidad de que esas mismas fuentes pudieran estar contaminadas de errores o de miopía en la perspectiva en su origen. Pero valdrá el intento de hacerlo, para no caer en el simple plano de las opiniones o de las percepciones acríticas.
En este sentido, nos basaremos en la presente investigación en las referencias a expresiones provenientes de la literatura, no necesariamente la especializada (que es de aparición posterior y que en todo caso es complementaria pero nunca excluyente), y de la constatación de imágenes muy antiguas que remiten a la pieza de la reina.
Sobre esos ejes se construirá el presente documento con el que intentamos aproximarnos a dar una respuesta a ese interrogante sobre el momento en que apareció la pieza de la reina en el milenario juego.
En abstracto, y antes de recorrer los elementos concretos de análisis, hubiera sido muy plausible suponer que en los actuales territorios de España e Italia (por las influencia árabe, en particular en el primer caso ya que la dominación musulmana se extendió bastante en el tiempo), o de Grecia (por resabios de la cultura bizantina), o en Rusia (por aquella línea de ingreso del juego siguiendo el curso de uno de sus principales ríos), hubieran aparecido las primeras señales de que el viejo visir oriental, tan poco idiosincrásico para los europeos, se transformase en la más plausible pieza de la reina.
Sin embargo, ya lo veremos en detalle, se dará la curiosidad de que serán piezas de origen nórdico las que primen en la datación en cuanto a presencia femenina. Y las que corresponden al sur de Italia, asimismo muy antiguas, también tienen puntos de contacto estrechos con la cultura normanda. Y recalando en la literatura será en el corazón europeo donde por vez primera se mencione a la reina dentro del ajedrez, lo que sucede en el marco del Sacro Imperio Romano Germánico, a partir de un poema de fines del siglo X, que se conserva en el que sería su lugar de origen, un monasterio de una abadía ubicada en territorios de la actual Suiza.
En este caso, y en cualquier otro, hay que tener en cuenta que la literatura puede tanto reflejar una realidad como crearla. Por ende, la inclusión de esa referencia temprana al trebejo femenino, si bien no es conclusiva sobre si registraba un hecho que se venía sucediendo, al menos anticipa otro que iría por acontecer.
Con todo, su importancia está dada por ser el primer registro cultural de una situación que se habrá de profundizar ulteriormente: el fenómeno de inclusión de la reina del ajedrez en sustitución del visir oriental. Que quede claro, se trata de un reemplazo y de ninguna manera de una evolución.
Este cambio se corresponderá a un contexto cultural en el que, gradual y sistemáticamente, se podía observar la presencia de reinas y otras figuras femeninas de creciente protagonismo y poderío. Su aparición en el juego, en esas condiciones, debía inevitablemente suceder, para que en su interior se reflejara más adecuadamente una sociedad más compleja en la que, desde luego, la mujer ocupaba su rol, que era notablemente más relevante, desde la perspectiva social y política, de lo que acontecía en Oriente. Si aquí el visir era una figura central y no existía directamente la idea de una soberana; en Occidente iría a ocurrir exactamente el fenómeno contrario.
Saquemos una conclusión inequívoca primaria, dando de paso entidad al proceso multicultural del que el juego milenario es tan idiosincrásico y se nutre: el ajedrez proviene de Oriente; y su versión modernizada, con la prototípica figura de la reina (dama), le corresponde a Occidente. Así, con aportes acumulativos, se fue consagrando el juego de tablero más fascinante que haya dado la Humanidad.
La pieza de la reina (regina), como se aludiera previamente, aparece mencionada por vez primera en el poema Versus de Scachis o Poema de Einsiedeln. Einsiedeln es una localidad del actual cantón suizo de Schwytz, que supo ser en el Medioevo un puesto de peregrinación hacia y desde Italia, teniendo como punto de referencia la antigua diócesis alemana de Constanza.
Se trata de sendos manuscritos escritos en latín (el M. 319 y el M. 365) que se hallan en la Abadía ubicada en ese sitio, cuya datación estimada (no contiene fecha formal de escritura) sería de fines del siglo X, correspondiendo a territorios del por entonces Sacro Imperio Romano Germánico.
Las menciones específicas en el texto son las siguientes: In quorum medio rex et regina locantur y Nam sic concordant: obliquo tramite, desit Ut si regina, hic quod et illa queat.
Queda claro que es la reina acompaña al rey y que su movilidad se da en forma oblicua a la casilla inmediata adyacente, es decir, como lo venía haciendo el visir oriental, del que hereda la posición en el tablero y la forma de desplazarse.
La investigadora norteamericana Marilyn Yalom (quien estudió este tema como pocas personas y a quien seguiremos en buena parte de esta recorrida) al respecto especula, muy convincentemente, que la incorporación de esta figura femenina puede constituir un homenaje a alguna de las protectoras de ese monasterio benedictino, Adelaida de Italia (931-999) o la bizantina Teófano Skleraina (960-991), esposas respectivas de los emperadores Otón I (912-973) y Otón II (955-983).
Adelaida fue emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico y, en diversos momentos, llegó a ejercer la regencia de ese poderoso estado. Será, desde luego, la madre de Otón II, ejerciendo gran influencia hasta que la esposa de este, Skleraina, logró que se la apartara de las riendas del poder, habiendo sido incluso expulsada de la corte, pero luego recuperará posición, primero al ser nombrada virrey de Italia y, tras obligársele a abdicar, tiempo después será de nuevo la regente de su nieto con lo que evidenciará su vigencia a lo largo del tiempo. Está claro que ambas emperatrices ejercieron notorio predicamento por lo que, su contemplación dentro del esquema del ajedrez, tenía mucho más que ver que si se seguía contemplando un exótico visir que nada decía a la lógica medieval europea.
Podría trazarse, si fuera la segunda de las mencionadas el arquetipo tenido a la vista, la hipótesis de una influencia bizantina sobre territorio central europeo, con lo que cabría hacerse también la pregunta adicional de, si en esa otra cultura, ya no se contaba con la pieza de la reina en su formato, por influencia de grandes personalidades del pasado, como la de Irene de Atenas (c. 752-803).
Esta, conforme una leyenda (no comprobada históricamente), le habría regalado a Carlomagno (c. 742-814) un juego de ajedrez que ya tenía a la pieza de la reina en su interior y que, por el poderoso movimiento que se le asignaba en el formato, habría motivado que el emperador carolingio no aceptara el convite de casamiento para unir los Imperios Romanos de Occidente y de Oriente que alentaba el Papado.
Teófano, en línea con ese espíritu legendario, dentro de la dote por la boda imperial, incluyó precisamente piezas de ajedrez, juego que se conocía en Bizancio desde al menos el siglo VIII y comienzos del IX, conforme la famosa carta del emperador Nicéforo I (758-829), el sucesor de Irene, a Harún al Rashid (766-809), en donde aquel recordaba que la emperatriz se consideraba un peón mientras que, al califa, se le reconocía una calidad superior al ser comparado con la torre.
Sin embargo, seguramente el juego ingresó antes a esa porción europea oriental, donde se lo denominó zatrikión, habida cuenta de las intensas relaciones entre persas y bizantinos durante el imperio sasánida y, ya sabemos, en el siglo VI ingresó a Ctesifonte, su capital, el proto-ajedrez proveniente de la India, dando continuidad al vector de difusión decisivo del pasatiempo, ahora desde territorios persas y, ulteriormente, por mediación árabe.
Lo que queda claro, con el Poema de Einsiedeln, es que ya comenzaban a adecuarse las denominaciones de las piezas orientales a las necesidades requeridas en Europa, lo que era del todo lógico en aras de que el juego pudiera ser aceptado, progresivamente, como parábola de la sociedad medieval occidental.
En algunos casos el proceso de adaptación fue apenas formal, como al pasarse del rajá o del sha al obvio rey, o al asimilarse los peones con la infantería requerida en cada batalla o con la posición social más humilde. Otra historia será la del caballo que, o bien podrá mantenerse como tal, como en la tradición hispana o, mínimamente, será transformado en caballero, conforme es regla en el tratamiento anglosajón, pasándose del animal al jinete.
Para las demás piezas no será tan fácil el proceso de apropiación cultural. Del carro (o navío indio), hubo de mutarse en definitiva en la fortificación de la torre, construcción tan típica del Medioevo. El extraño para Occidente elefante (usado en batallas en la India y que en árabe se dice literalmente al-fil, es decir el-elefante), tendría más variabilidad, pudiendo ser el obispo en el norte del continente, el corredor alemán, el bufón francés o el banderillero en Italia.
Claro que, la metamorfosis más profunda se da precisamente en el caso de la pieza de la reina, la que heredará el sitial y en principio la forma de movilizarse del visir. De hecho, en el poema del cantón suizo se dice que el color de los casilleros que ocupará siempre será el mismo: At via reginæ facili racione patescit: / Obliquus cursus huic, color unus erit, habida cuenta de su movilidad en diagonal (y de un paso por vez), como su antecedente oriental.
En Versus de Scachis los trebejos son denominados de este modo: rex (rey); regina (reina); curvus o count (anciano, para remitir al alfil; y lo de curvus es por la espalda inclinada por el paso de los años); eques (caballo); rochus o margrave (torre); pedes (peones).
Esta temprana mención a la pieza de la reina le hace especular a Yalom que el juego ya la incluía, por lo pronto en territorios germanos e italianos septentrionales próximos a la localización del Monasterio. Podría, alternativamente, pensarse que esa incorporación tuvo una intención que tiene una índole más bien reverencial y simbólica para saludar y agradecer el patronazgo de alguna de las mentadas emperatrices, y no tanto como práctica concreta.
Nosotros, en principio, estamos más tentados a inclinarnos por esta segunda hipótesis, aunque ello no obsta a que se considere de suma relevancia que, por primera vez en la historia, en un texto aparezca mencionada claramente la pieza de la reina.
En todo caso, lo que es realmente importante, y más allá de si ya para el siglo X se jugaba o no con un trebejo femenino es que, estando a poco más de un siglo del segundo milenio, existía una iniciática tensión (habría que agregar: una vocación; una necesidad), a fin de que un trebejo que apelara a la femineidad fuera a ser incorporado al juego.
Versus de Scachis queda instalado como el preciso y precioso momento, a fines del siglo X, y en el corazón de Europa, en que irrumpe, como era de esperarse, como debía ser, una pieza con rostro de mujer en el milenario ajedrez…
Relieve en marfil que representa a Otón II y Teófano/Theofania coronados por Cristo (Museo Cluny, París, Francia)
Versus de scachis (autori: sine nomine)
Si fas est ludos abiectis ducere curis
Est aliquid, mentem quo recreare queas.
Quem si scire uelis, huc cordis dirige gressum,
Inter complacitos hic tibi primus erit.
Non dolus ullus inest, non sunt periuria fraudis,
Non laceras corpus membra vel ulla tui.
Non solvis quicquam nec quemquam solvere cogis;
Certator nullus insidiosus erit.
Quicquid damnoso perfecerit alea ludo
Hic refugit totum simplicitate sui.
Tetragonum primo certaminis æquor habetur
Multiplicis tabulæ per sua damna ferax.
Quamlibet octonos in partem ducito calles,
Rursus in oblicum tot memor adde vias.
Mox cernes tabulas æqui discriminis octo,
Octies ut repleas æquoris omne solum.
Sunt quibus has placuit duplicis fucare colore,
Grata sit ut species et magis apta duplex
Dum color unus erit, non sic racionis imago
Discitur: alternus omne repandit iter.
Illic digeritur populus regumque duorum
Agmina: partitur singula quisque loca.
Quorum quo numerus ludenti rite patescat,
Post bis quindenos noverit esse duos.
Non species eadem, nomen non omnibus unum,
Quam racio varia, sic neque nomen idem.
Nec color unus erit divisis partibus æquis:
Pars hæc si candet, illa rubore nitet.
Non diversa tamen populorum causa duorum:
Certamen semper par in utroque manet.
Sufficit unius partis dinoscere causas,
Ambarum species cursus et unus erit.
Ordo quidem primus tabulas divisus in octo
Præfati ruris agmina prima tenet,
In quorum medio rex et regina locantur,
Consimiles specie, non racione tamen.
Post hos acclini comites, hic inde locati,
Auribus ut dominum conscia uerba ferant.
Tertius a primis æques est hinc inde paratus
Debita transverso carpere calle loca.
Extremos retinet fines invectus uterque
Bigis seu rochus, marchio sive magis.
Hos qui precedit (retinet quis ordo secundus
Æquoris), effigies omnibus una manet:
Et racione pari pedites armantur in hostem
Proceduntque prius bella gerenda pati.
Liquerit istorum tabulam dum quisque priorem
Recte, quæ sequitur, mox erit hospes ea.
Impediat cursum veniens ex hostibus alter,
obvius ipse pedes prœlia prima gerit.
Nam dum sic uni veniens fit proximus alter,
Dissimiles capiat ut color unus eos
Fingenti fuerit cui primum lata facultas,
Mittit in obliquum uulnera sæua parem.
Obvius ex reliquis dum sic fit, quisque ruina
Hac præter regem præcipitatus erit.
Quilibet hic ruerit, non ultra fugere fas est:
Tollitur e medio, vulnere dumque cadit.
Solus rex capitur nec ab æquore tollitur ictus,
Irruit, ut sternat, nec tamen ipse ruit.
Hic quia prima tenens consistit in æquore semper
Circa se est cursus quæque tabella sibi.
At via reginæ facili racione patescit:
Obliquus cursus huic, color unus erit.
Candida si sedes fuerit sibi prima tabella,
Non color alterius hanc aliquando capit.
Hoc iter est peditis, si quando pergit in hostem,
Ordinis ad finem cumque meare potest.
Nam sic concordant: obliquo tramite, desit
Ut si regina, hic quod et illa queat.
Ast quos vicinos dominis curvosque notavi,
Transverso cursu sat loca pauca petunt.
Istorum fuerit positus quo quisque colore,
Primo dissimilem non aliquando pete.
Post primam tabulam mox fit sibi tercia sedes,
Qua fit reginæ dissonus ille uiæ.
Preterea cursus æquites girosque facessunt,
Sunt quibus obliqui multiplicesque gradus:
Dum primam sedem quisquis contempnit eorum,
Discolor a prima tercia carpit eum
Sic alternatim tenet hunc illumque colorem,
Quælibet ut cursus esse tabella queat.
At rochus semper procedit tramite recto,
Utque datur racio, porrigit ille gradum.
Quattuor in partes gressum distendere fas est
Atque uno cursu tota meare loca.
Hic certamen habent æquitesque per horrida bella,
Ut, si defuerint, prœlia pene cadant.
In quibus et reliquis extat custodia sollers,
Inconsultus enim prœlia nemo petit.
Cuique datur custos, ne incautum vulnera sternant,
Solus, heu, facile, si petat arva, ruit.
Cum vero cuncti certatim prœlia densant,
Hostis in hostilem fit celer ire necem.
Hanc rex devitat, hac numquam sternitur ille,
Hoc facto reliquis amplius ipse potest.
Dum tamen hunc hostis cogit protendere gressum,
Si conclusus erit, prœlia tota ruunt.
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