La relación bipolar del filósofo Miguel de Unamuno con el ajedrez

por Sergio Ernesto Negri
03/09/2020 – El ajedrez, de una u otra manera, siempre cautivó al extraordinario pensador español Miguel de Unamuno (1864-1936). Sin embargo ese deslumbramiento no fue lineal ya que, en la evolución de su vida, tuvo una relación bipolar, podría llegar a decirse que de amor-odio con el juego. Artículo por Sergio Ernesto Negri. | Foto: wikimedia

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Fue parte central en su infancia y adolescencia: en su biblioteca personal, que se halla en su Casa-Museo de la ciudad de Salamanca, se conserva un ejemplar de un curso de ajedrez del excampeón mundial Emanuel Lasker y elementos de una suscripción a la revista de ajedrez español. Con todo ese amor inicial, cuando temió que se transformara en una obsesión, sabría tomar demasiadas distancias en una fase ulterior en la que comenzó a hacerle furibundas críticas a una actividad que, hasta ese momento, tanto lo había conmovido.

De esta postrera y ácida mirada puede verificarse lo dicho por el pensador en un texto publicado originalmente en el diario La Nación de Buenos Aires el 2 de julio de 1910, luego incluido en su libro de ensayos Contra esto y aquello (de 1912), titulado precisamente Sobre el ajedrez, donde fijará postura en el asunto.

Unamuno escribió esas líneas al tomar conocimiento de una carta que, en el año del Centenario de la República Argentina, José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez, y notorio historiador y mecenas del juego, dirige a Enrique de Vedia, director del Colegio Nacional de Buenos Aires (asociado a aquella entidad señera), pidiéndole la introducción del ajedrez en los colegios. El español se manifestó contrariado con esa posibilidad.

En la nota en cuestión, comienza hablando de su vinculación con el ajedrez. Situando las cosas en una aldea de Guernica, comenzará diciendo:

“Nunca olvidaré –me contaba una vez un cura de aldea, socarrón y malicioso-, nunca olvidaré mi primera visita a un pueblo ´civilizado´…me llevó al Casino…Empecé a recorrerlo, encogido y medroso, y hubo de llamarme la atención un grupo de cuatro personas, agrupadas en silencio en torno a una mesita y sin levantar sus cabezas de ella.  Su mutismo y su recogimiento atrajeron mi atención. Me acerqué al grupo y el romperse el silencio para que uno de los cuatro caballeros exclamara: ´ ¡Si hace usted eso, le como el caballo!´, y otro le replicó: ´en ese caso, le comeré yo la torre´. Estas palabras me transformaron: ¡Un señor que dice va a comerse un caballo, y otro que le explica que comerá una torre! Me aparté de allí, no sin cierto temor…Tal fue mi primera impresión de lo que es una sociedad civilizada…”.

A partir de allí, y así lo habrá de reconocer, Unamuno caerá “bajo la seducción de la mansa e inofensiva locura del ajedrecismo” por lo que, durante sus años de carrera en Madrid, habrá domingos en los que invertirá más de de diez horas en jugar al ajedrez por lo que, en su perspectiva “Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio…”.

Unamuno se felicita a sí mismo por ser un hombre de recia voluntad, por lo que le agradece a Dios haber podido apartarse de este vicio en el que se había convertido el ajedrez el que pasó, a partir de ese alejamiento, a desplegar en forma intermitente. Es que siempre, y pese a jugarlo bien, tuvo presente el aforismo que asegura:

“…el ajedrez, para juego, es demasiado, y para estudio demasiado poco”.

Sobre la citada misiva de Pérez Mendoza, en principio parece igualmente valorarla, ya que asegurará: 

“La carta honra a quien la ha escrito, pues que demuestra cuán en serio toma su ajedrez, y siempre es digno de todo respeto y de todo elogio el que toma algo en serio, y más en días que corremos. Y el que se toma muy en serio un juego, un deporte, es una enseñanza, una advertencia y un reproche para tantos como hay que toman en juego las cosas más serias”.

Sin embargo, pasa sin solución de continuidad del medido elogio al más crudo cuestionamiento, al interpelar duramente la propuesta que en ella se contiene para que el juego llegue a las escuelas. En una muestra de ironía, se dirigirá a su interlocutor en estos términos: “…usted, que es educacionista y por ende ajedrecista”; y, apelando a su propia experiencia personal, agregará: “Eso de que un educacionista tenga que ser ajedrecista, la verdad, no acabo de comprenderlo. Yo que, como he dicho, fui ajedrecista y hasta maniático del ajedrez en mi juventud, no veo las relaciones entre el juego de ajedrez y la pedagogía. Pensaré en ello, sin embargo. Aunque por ahora, temo tratar a mis alumnos y discípulos como peones, alfiles, caballos y torres de ajedrez”.

En cuanto a la hipótesis frecuentemente esgrimida en cuanto a que el ajedrez alienta la caballerosidad, plantea también sus reparos: opina que ello se da por la vigencia de un sentimiento no necesariamente virtuoso: el del “amor propio”. Sobre el punto aclarará:

“…he presenciado disputas muy agrias ocasionadas por el ajedrez. Y se comprende. Como los dos jugadores juegan con los mismos elementos, dispuestos del mismo modo, no cabe atribuir al acaso la derrota. El que pierde, pierde porque se descuidó más que el otro, no porque juega menos que él. Y así sucede que en ningún juego se interesa más el amor propio que en el ajedrez…Es muy caballeresco este juego, sí, pero llega a engendrar verdaderas antipatías, así como engendra simpatías. El amor propio queda muy al descubierto en él, y lo más educativo que tiene es el enseñarnos a dominarlo…”.

En lo relacionado a su contribución a la cultura, tampoco Unamuno será complaciente: es que verá un conflicto entre juego y sociabilidad ya que:

“En mi época de ajedrecimanía solía yo jugar con un ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez. Todas las tardes me pasaba dos o tres horas jugando con él. Y jamás supe sino su nombre….Dos hombres pueden pensar y sentir del modo más opuesto, ser en el fondo incompatibles el uno con el otro, y juntarse a jugar al ajedrez…Un club ajedrecista es lo más opuesto a una iglesia cualquiera, a un centro de comunión espiritual. El ajedrez puede llegar a ser uno de los medios de juntarse las personas sin comprometer en esta junta sus almas”.

Por último, sobre el clásico razonamiento en cuanto a que el ajedrez contribuye a la inteligencia, lo pone también en duda, siguiendo para ello los argumentos que el escritor norteamericano Edgar Allan Poe quien, en su relato Los asesinos de la Rue de la Morgue, diferencia el proceso de calcular respecto del de  analizar, no asignándole al ajedrez más que un valor vinculado a la primera de esas acciones.

Unamuno sólo parece reconocerle, a un juego que tanto había amado otrora, su aporte en materia de psicología práctica, ya que facilita la detección de perfiles personales, con la siguiente caracterización:

“Uno juega por jugar, otro por inventar jugadas, otro para ganar, uno se distrae, otro cuenta con las distracciones ajenas, éste charla para confundir a su adversario y engañarle, aquél parece atender a un lado del tablero cuando en realidad se fija en otro…”.

Mas esa cualidad, por la forma en que es descripta, tampoco significa por cierto un gran elogio al ajedrez habida cuenta del sarcasmo con que se presenta el argumento máxime que luego aclara que, esa clase de perfiles psicológicos, también pueden ser advertidos a partir de la observación del comportamiento de los participantes en juegos de barajas.

El pensador español abunda en esa posible analogía, nada halagüeña por cierto, entre ajedrez y los naipes al decir que, si bien en aquel el cálculo está presente, no está ausente el componente del azar: “Y lo que salva al ajedrez de ser una cosa puramente mecánica es precisamente el elemento de azar que su complicación misma lleva consigo: el poder contar con los descuidos del adversario. Pero es indudable que hace falta más cálculo para idear el modo de dar mate…”.

En otra comparación posible, que a lo largo de la historia se ha venido formulando, la del ajedrez con las matemáticas, a criterio de Unamuno el juego sale del todo desfavorecido:

“El ajedrez tiene, sin duda, alguna de las ventajas, pero tiene casi todos los inconvenientes de las matemáticas.  Y yo no encomendaría un asunto delicado a un puro matemático. Las matemáticas, dadas sin compensación ni contraveneno, son funestísimas para el espíritu. Son como el arsénico, que en debida proporción fortifica y en pasando de ella mata…He conocido muchos jugadores de ajedrez y he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia… El ser un coloso en el ajedrez, como un Philidor, un Morphy, un Steinitz, un Tchigorin…un Lasker…, no prueba sino que se es un coloso en el ajedrez. En lo demás puede ser coloso, ordinario o pigmeo”.

Si el  autor parece haber herido gravemente con sus estiletes al ajedrez, a partir de estos juicios de valor. que comportan una clara minusvaloración de su relevancia, es aún más inquietante con lo que sugiere en el final de este trabajo donde llegar a creer vislumbrar cierto déficit en España de talentos científicos, artísticos y literarios.

Unamuno, que en esa nota del diario La Nación parece haber sabido despertar algunos de sus fantasmas interiores, culminará diciendo:

“…entre los nombres de los jugadores famosos de los grandes maestros de ajedrez, figura un número de apellidos españoles….mayor que el que figura entre los nombres famosos en ciencias, artes y letras…Algo se me ocurre a este respecto, pero al haber alargado ya lo bastante este escrito, me impide, afortunadamente, el decirlo aquí. Tal vez es mejor para callado”.

Unamuno, en este vínculo de claroscuros con el ajedrez, no dejará de incluirlo en su vastísima obra literaria en clara evidencia que, más allá de sus cambios de valoración, el juego de ningún modo le habría de ser indiferente.

En En torno al casticismo, una serie de ensayos de 1895,  hace sus primeras referencias al ajedrez. Al cuestionar a los tradicionalistas mencionará:

Lo que les pasa es que el presente les aturde, les confunde y marea, porque no está muerto, ni en letras de molde, ni se deja agarrar como una osamenta, ni huele a polvo, ni lleva en la espalda certificados. Viven en el presente como sonámbulos, desconociéndolo e ignorándolo, calumniándolo y denigrándolo sin conocerlo, incapaces de descifrarlo con alma serena. Aturdidos por el torbellino de lo inorgánico, de lo que se revuelve sin órbita, no ven la armonía siempre `in fieri` de lo eterno, porque el presente no se somete al tablero de ajedrez de su cabeza”.

Por otro lado, más con angustia que con resignación, observará:

Los jóvenes mismos envejecen, o más bien se avejentan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos ascender a alfiles”.

En el género teatral Unamuno debuta en 1898 con La esfinge, en uno de cuyos parlamentos, en forma algo airada, uno de los personajes, refiriéndose a sí misma, aclarará:

“¡Eufemia no es una pieza de ajedrez!”.

En 1899, en otro trabajo ensayístico, titulado De la enseñanza superior en España Unamuno, al analizar la distribución de los programas de estudio por asignaturas, a las que considera que conforman “una distribución ajedrezaica” que mucho no lo complacían (ya que, a su juicio, no permiten a los estudiantes sentir lo que es la ciencia), habrá de de agregar:

“…con toda esa escolástica fomenta la pereza mental. Todo ello es una combinatoria para preparar un mate en el tablero, porque la realidad es, según las asignaturas, un juego de ajedrez”.

En el mismo sentido abundará:

“El que sea incapaz de hacer la ley y deshacerla, es incapaz de interpretarla ni aplicarla con acierto. Los médicos sin fisiología —para muchos de ellos no es ésta más que teoría— no son médicos; no son más que curanderos, y curanderos que en realidad no curan. Ante un conjunto de síntomas los barajan y combinan, acuden a su ajedrez para hacer el diagnóstico, y si no dan con el encasillado en su tablero patológico, cosa perdida. Y así les pasa a los ingenieros sin matemáticas, aunque con tablas y memoranda”.

Del sentimiento trágico de la vida es un trabajo de tono filosófico aparecido en 1913, en el que Unamuno apuntará:

Y si las piezas de ajedrez tuviesen consciencia, es fácil que se atribuyeran albedrío en sus movimiento”.

Este pensamiento le surge cuando analiza la conducta humana, al tiempo de sostener que las personas no se avienen a ignorar los móviles de las conductas propias; por lo que siempre podrá recurrirse a justificaciones que hagan aparecer como lógicas los distintos comportamientos. Al respecto apuntará que en todo hombre: “…pues que la vida es sueño, busca razones de su conducta”.

En la prestigiosa y popular revista argentina Caras y Caretas, en su Nº 1249 del 9 de septiembre de 1922, se publica una nota titulada Los obispos del ajedrez (pág. 66) en la que Unamuno desentraña la etiología de las piezas, poniendo el acento del análisis en la figura del alfil. Bishop (obispo) en inglés, fou (loco) en francés, laufer (corredor) en alemán, el alfil del español, heredero del oriental elefante, parecen no tener comunes denominadores. Pero desentraña el tema. En principio expresa que, al estar siempre en el mismo color, esa característica de la pieza es compartida con los monomaníacos y melancólicos; y que esa cualidad es más bien episcopal donde, sólo lo supone, hay obispos blancos y negros.

En tren de analizar la etimología de las palabras Unamuno dice que, en español, el verbo matar, proviene del ajedrez, de su figura del mate. Y recuerda que jaque deriva del nombre que en persa se le da al rey por lo que, así lo recalca, decir jaque y decir rey sería una misma cosa. Analizando uno a uno los trebejos, sobre la reina hará una especial consideración:

Que si en Inglaterra se dice que la Constitución inglesa lo puede todo menos hacer de un varón mujer y viceversa, en el ajedrez se hace de un peón una reina”.

Del rey asegurará que, no pudiendo pasar de una casilla, tampoco podrá “salirse de sus casillas”. A los peones por su parte los define como alabarderos o guardias de corps. Ya en esta nota se lo ve a Unamuno tomar distancias del ajedrez: por un lado, asegura que es mucho decir que con el juego se aprenda estrategia; por el otro recuerda esa remanida frase de su cosecha: “…para juego es demasiado y para estudio muy poco”. Para más, con ecos de Poe (que privilegiaba el juego de las damas sobre el ajedrez), afirmará que más entretenido es el tresillo, un juego de barajas. Por alguna extraña asociación agrega que la carta de la sota le recuerda a la pieza del alfil.

Algo risueñamente terminará su relato diciendo:

“…eso de que una reina se coma a un obispo es cosa grave. Aunque es más grave que un obispo se coma a una reina. Y puede suceder”.

En 1931 aparece Vida de don Quijote y Sancho obra en la cual, como al pasar, no reservará una crítica al juego, al exponer:

Esa cobardía lleva a muchos a la erudición, adormidera de desasosiegos del espíritu u ocupación de la pereza espiritual; algo así como el juego del ajedrez”.

Las cobardías que tanto le preocupaban a Unamuno eran las de no afrontar los eternos problemas; los de escarbar en el corazón y hurgar en las inquietudes íntimas de las entrañas eternas.

Las primeras menciones que hace Unamuno al ajedrez en el género de ficción, también son de 1895. En efecto, en la novela Paz en la guerra, al hablar de un personaje llamado Francisco Zabalbide, un joven muy estudioso que desde época temprana había abrazado la fe, comienza sin embargo a racionalizar acerca de ella. En ese contexto aseverará:

“…como un niño con un juguete nuevo dióse a jugar con su razón, poniéndose a inventar teorías filosóficas, pueriles y simétricas ordenaciones de conceptos, como resoluciones de problemas de ajedrez”.  

Otro personaje se caracterizaba por sostener que todos tienen razón y que nadie a la vez la tiene; por lo que:

“…lo mismo se le daba de blancos que de negros, que se movían en sus casillas como las piezas del ajedrez, movidos por jugadores invisibles; que él no era carlista, ni liberal, ni monárquico, ni republicano, y que lo era todo”.

La trama de este relato, ubicado en el sitio de Bilbao durante la Tercera Guerra Carlista (1873-74), y la lucha entre liberales y conservadores, podía mostrar batallas en las que:

Aquello no era lo soñado; no guerreaban ellos, les hacían guerrear los jefes, jugando con sus soldados al ajedrez”.

Como siempre, más arriba, entre bambalinas, hay otros, más poderosos, dirigiendo los destinos del juego.

En su novela Niebla, su capo lavoro de 1914, se ve a su protagonista central, Augusto Pérez, un joven rico e infelizmente enamorado de la muy independiente Eugenia, que juega al ajedrez con su amigo Víctor (quizás el alter ego del propio Unamuno en el relato). En ese contexto, se dará un adecuado marco para las confidencias:

“Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?» —Pero, hombre —le interrumpió Víctor—, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada! —En eso quedamos, sí. —Pues si haces eso te como gratis ese alfil. —Es verdad, es verdad; me había distraído. —Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada. — ¡Vamos, sí, lo irreparable! —Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego. «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? —se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. ¡Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!» — ¡Jaque! —volvió a interrumpirle Víctor. —Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto? —Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores. —Pero, ditme, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción? —Es que el juego no es sino distracción. —Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro? —Hombre, de jugar, jugar bien. — ¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos? —Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado…”.

Como se aprecia, estamos en presencia de un riquísimo parlamento en el que el ajedrez le permite a Unamuno hacer relevantes reflexiones sobre la posibilidad de que la lógica responda al azar y la necesidad de hacerse cargo de las propias decisiones (por aquello de “pieza tocada, pieza jugada”).

Es de advertir que Unamuno, que sabemos había antes desmerecido en su ensayo las posibilidades educativas del ajedrez, las hace renacer ahora, y con toda fuerza, en este pasaje de su gran novela.

Aporta, a la vez, otros elementos esclarecedores a la hora de la reflexión: si la vida es juego o distracción; la necesidad de jugar bien ese juego; la posibilidad de discernir en cada momento qué es exactamente jugar bien o jugar mal. Para coronar el análisis con esa hermosa  idea: la de que pudiera existir algo así como un ajedrez divino.

Lo dicho: Augusto estaba enamorado, y esa era una suerte de partida que habría de irremediablemente perder. Por ello sus progresos en el encuentro de ajedrez real con su confidente no serían lo suficientemente brillantes; y terminaría por consumarse su derrota en el tablero (parábola de la otra que se acarrearía en la vida real al frustrársele su intento amoroso). En esas condiciones se dirá:

“—Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa? —Que cada vez estás más distraído. —Pues me pasa que me he enamorado. —Bah, eso ya lo sabía yo. — ¿Cómo que lo sabías…? —Naturalmente, tú estás enamorado ´ab origine´, desde que naciste; tienes un amorío innato. —Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos. —No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo. —Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién? (…) — ¿Eugenia? —Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda. . — ¿La profesora de piano? —La misma. Pero… —Sí, la conozco. Y ahora… ¡Jaque otra vez! —Pero… — ¡Jaque he dicho! —Bueno…Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego…”.

Tiempo después nuestros personajes planearían jugar de nuevo. Pero las cosas habían cambiado radicalmente, las distracciones parecían haber pasado de bando, como se trasluce en la evolución del relato:

“Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba displicente y silencioso. Víctor, algo te pasa…—Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré. Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos. Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó: Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven…”.

Ya sin un tablero de por medio, en el contexto de esa caminata, Víctor le confesó a su amigo detalles de los problemas de un matrimonio que nunca había sido querido. En esas condiciones, ya no tendría ganas, evidentemente, de poner su energía en la necesidad de concentrarse en el ajedrez. Ambos, por lo visto, no sólo eran compañeros de juego: también compartían las desventuras amorosas.

En el cuento Don Catalino, hombre sabiopublicado originalmente en La Esfera de Madrid el 24 de julio de 1915, toma Unamuno asimismo el ajedrez como parte de ese delicioso relato.

Catalino era todo un sabio y, por ello, bajo cierta perspectiva en la que los extremos parecen siempre tocarse, un verdadero tonto, ya que no era otra cosa que un niño grande. No podía divertirse. Creía, por ejemplo, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía; y de la ciencia sobre el arte. ¡Vaya infantilismo! También confiaba en la organización, en la disciplina y en la técnica.

Don Catalino se lamentará de la ligereza y exceso de imaginación del pueblo español. Con todo, o quizás por todo ello, era feliz. En la mirada del narrador, era un auténtico desastre. Para terminar de confirmarlo, se agrega otro detalle de su perfil:

“Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales”.

Con lo que Unamuno reincide, implícitamente, en su crítica hacia el ajedrez, evidenciada en esta oportunidad sarcásticamente.

De 1920 es Nada menos que todo un hombre en la que, algo incidentalmente, se referirá al ajedrez: “El conde solía ir a hacerle la partida de ajedrez a Julia, aficionada a ese juego…”; “…el pobre conde iba a casa de la hermosa Julia a hacerle la partida de ajedrez y a consolarse de su desgracia buscando la ajena”, y, aludiendo a un tercero,  hará la mención “¡Y él, el condesito ese del ajedrez, un nadie, nada más que un nadie!”.

En Andanzas y visiones españolas, que es de 1922,  expondrá lo siguiente:

En esta encantada isla de Mallorca, en su paz y su quietud humanas y corteses, creí encontrar ese aireado vacío de tinieblas para las raíces belicosas de mi espíritu, pero éstas han seguido hundiéndose hasta encontrar nuevo suelo en que luchar con la roca y para sacarle jugo. Lucano me ayuda a ello. Voy después de comer a un casino, de gente muy cortés y muy apacible, donde no he oído hablar de la guerra, y hago allí lo que hace años dejé de hacer, y es jugar al ajedrez. Y por cierto mi adversario y compañero de juego, el Sr. Nadal, es un jugador belicoso, siempre a la ofensiva, pero en el ajedrez. ¿Es el juego acaso el que me vuelve a mis preocupaciones de guerra?”.

En 1928 aparece su libro de poemas Romancero en el desierto en el que se incluirán estos versos:

En el Escorial te aguarda/tu linaje — triste de él! — / y en el abismo tu sello / guarda Palos de Moguer, / No hay más cosa que el camino/sé caminante; el cordel / sigue de tu suerte, mira / la caja del ajedrez. / Mira en la caja tu prenda,   /¡ jaque mate! y a volver / al juego; sombra de un sueño/es la vida; ya lo ves… / Sueño de una sombra el hombre / y sueño de un hombre el rey , /huérfano de nacimiento, / la humanidad se te fue”.

Quizás a guisa de reconciliación con un juego que tanto había otrora amado, Unamuno le dedicará, hacia el final de su vida una novela corta en la que el ajedrez toma un crucial protagonismo. Se trata de La novela de Don Sandalio jugador de ajedrez, trabajo que es de 1930.

La historia se centra en un personaje anónimo que se retira a vivir a un pueblo en el que nadie le conoce. Se trata de un antropófobo, como él mismo se caracterizaba ya que, más que odio, le guardaba temor a la Humanidad. Le preocupaba ver en todo momento (en realidad oír) la tontería ajena, lo que le era absolutamente intolerable.

Por eso se aisló y, en un momento en que se evidenció cansado de haber dejado de tener contacto con el género humano, decide volver  al ruedo, yendo al casino, frecuentado por jugadores de cartas y de ajedrez. Le seducía que, en esos casos, al menos no ejercían la palabra en forma tan habitual como sucedía con situaciones protagonizadas en otras circunstancias por el resto de los mortales. Así conoce al que describe como un “pobre señor”, un tal Sandalio quien tenía como oficio al ajedrez el cual, para más datos:

“No viene al Casino más que a jugar al ajedrez, y lo juega, sin pronunciar apenas palabra, con una avidez de enfermo. Fuera del ajedrez parece no haber mundo para él. Los demás socios le respetan, o acaso le ignoran, si bien, según he creído notar, con un cierto dejo de lástima. Acaso se le tiene por un maniático… ¡Le veo tan aislado en medio a los demás, tan metido en sí mismo! O mejor en su juego, que parece ser para él como una función sagrada, una especie de acto religioso…”.

El narrador, seducido por ese extraño personaje, decide perseguirlo. Y, al hacerlo, imagina, en su obsesión compartida con el otro por el ajedrez, una situación desopilante:

“Al salir del Casino le he seguido cuando iba hacia su casa, a observar si al cruzar el patio, como ajedrezado, de la Plaza Mayor, daba algún paso en salto de caballo…”. 

Se ve tan atraído por el extraño Sandalio que, contrariando su anterior prédica, se propone generar un vínculo con él, para lo que se valió de encuentros periódicos en el Casino donde jugaban al ajedrez. Pero Sandalio parecía que bien poco lo registraba (¿se habían invertido los roles?) ya que, así parecía, en su caso veía más pruebas del alma en los trebejos que en las personas (¿acaso se equivoca?). Así se lo registrará:

“…Era como si yo no existiese en realidad, y como persona distinta de él, para él mismo. Pero él sí que existía para mí…Apenas si se dignó mirarme; miraba al tablero. Para Don Sandalio, los peones, alfiles, caballos, torres, reinas y reyes del ajedrez tienen más alma que las personas que los manejan. Y acaso tenga razón”.

Al silente Sandalio, del que nada se decía, y que nada tampoco decía, no le iban a dejar de ocurrir cosas en la vida. Por ejemplo, que muera su hijo. Por ejemplo, que termine en la cárcel. Por ejemplo, que muera en ella. Muchos personajes solitarios se perciben en este relato: el propio Sandalio (cuyos apellidos, contradictoriamente, eran los de Cuadrado y Redondo), desde ya; aunque también lo propio podría decirse del narrador.  Es que: “…todo solitario…es un preso, es un encarcelado, aunque ande libre”.

¿Unamuno nos estará sugiriendo de algún modo la idea de que los ajedrecistas, solitarios en sus partidas, y encerrados inevitablemente en sí mismos en la busca del mejor juego, de alguna manera andan por la vida real presos, a la espera del sosiego y la recuperación de los márgenes de libertad que se les dará sólo cuando les vuelva a tocar la posibilidad de desempeñarse dentro del mundo escaqueado? Cuando se entera que su admirado Sandalio había muerto en prisión, el narrador se lamentará:

“Ya no le oiría callar mientras jugaba, ya no oiría su silencio.  Silencio realzado por aquella única palabra que pronunciaba, litúrgicamente, alguna vez, y era: ´¡jaque!´ Y no pocas veces hasta la callaba, pues si se veía el jaque, ¿para qué anunciarlo de palabra?”.

La muerte de Sandalio inspirará al narrador profundas reflexiones metafísicas:

“¿Es posible que Don Sandalio, mi Don Sandalio, hiciese algo merecedor de que se le encarcelase? ¡Un ajedrecista silencioso! El ajedrez tomado así como lo tomaba mi Don Sandalio, con religiosidad, le pone a uno más allá del bien y del mal”//“Le habría llevado a la cárcel alguno de esos problemas que nos ofrece el juego de la vida? Pues que ha muerto, claro es que vivió. Más llego a las veces a dudar de que se haya muerto. Un Don Sandalio así no puede morirse, no puede hacer tan mala jugada. Hasta eso de hacer como que se muere en la cárcel me parece un truco. Ha querido encarcelar a la muerte. ¿Resucitará?”.

Sandalio era un personaje único para su privilegiado interlocutor. La admiración lo llevaba a poder disociar al Sandalio ajedrecista del Sandalio “cualquier otra cosa”. Y, al hacerlo, se lo apropiaba plenamente:

“Y si Don Sandalio me atrajo allí fue porque le sentí soñar, soñaba el ajedrez, mientras que los otros…Los otros son sombras de sueños míos”//“…Don Sandalio, ¿lo entiende usted?, al mío, al que jugaba conmigo silenciosamente al ajedrez, y no al de usted, no a su suegro. Podrán interesarme los ajedrecistas silenciosos, pero los suegros no me interesan nada. Por lo que le ruego que no insista en colocarme la historia de su Don Sandalio, que la del mío me la sé yo mejor que usted”.

Por último Unamuno, casi al concluir este trabajo, que es presentado bajo el formato de epístolas que tienen como eje al personaje que oficia de narrador (el innominado admirador de Sandalio) dirigidas a un amigo suyo, repara en que las figuras femeninas solo fueron mencionadas muy de soslayo. Al hacerlo interpreta que, para Don Sandalio, sólo del otro sexo le podía interesar la pieza de la reina del ajedrez la cual:

“…marcha derecha, como una torre, de blanco en negro y de negro en blanco y a la vez de sesgo como un obispo loco y elefantino, de blanco en blanco o de negro en negro; esa reina que domina el tablero, pero a cuya dignidad de imperio puede llegar, cambiando de sexo, un triste peón. Ésta creo que fue la única reina de sus pensamientos”.

Unamuno, tras esta recorrida por su obra y algunas de sus declaraciones públicas, como quedó visto, fue un pensador español que mutó desde su pasión inicial por el ajedrez a asumir una postura muy crítica hacia el juego sobre el que terminará por acuñar expresiones nada complacientes, por cierto.

Ello puede interpretarse como muestra de una evolución de pensamiento o, tal vez, como un marco de autoprotección hacia un juego que, al haberlo cautivado tanto, le podía generar desvíos de otros caminos en su búsqueda de pensamientos que abrevaran en otras fuentes.

Al cabo de todo, en este tránsito vital, podría creerse que trazó un sinuoso camino personal hacia un ajedrez al que se refirió en forma bipolar, pasando de un profundo amor a cierto estado de desdén que desarrolló en su etapa más madura.

Sin embargo, aún en esos duros cuestionamientos, los que en algunos casos fueron hechos en tono sarcástico, creemos advertir que, en el fondo de su corazón, nunca dejó de amar al ajedrez, una actividad que estuvo bien lejos de resultarle. Es que al ajedrez le dedicó primeramente prácticas y estudios, en tanto pasatiempo. Y al ajedrez volvería, una y otra vez, ulteriormente, en sus escritos reflexivos y en su obra integral de ficción.

Para más, que prácticamente Unamuno culmine su fastuoso, diverso e influyente trabajo literario con una novela en que presenta como eje narrativo a un jugador de ajedrez, al entrañable Sandalio, no deja de ser una prueba cabal de que, en el pensador español, esa pretensa bipolaridad en sus sentimientos hacia el juego, en rigor puede ser reinterpretada planteándose que, como suele suceder, el ajedrez, cuando atrapa a una mente preclara, difícilmente luego se ausente de ella.

Podrá cambiarse el formato de la relación, el abordaje, su intensidad, el marco de análisis, las opiniones sobre su relevancia e influencia, pero nunca se podrá abandonar el amor por el milenario juego. Y las diatribas que eventualmente se formulen pueden ser reinterpretadas en tanto expresiones de autoprotección para tomar, momentáneamente, algunas distancias, y no caer en sus redes definitivamente lo que, al cabo del tiempo, siempre será inevitable.

En Unamuno el ajedrez invadió su existencia allá lejos y hace tiempo. Se hizo más adelante una pausa en su vínculo estrecho, para poder incursionar en otros campos, el de sus reflexiones y el de su imperecedera obra literaria.

En ese sentido el ajedrez le dio un respiro. Y, gracias a él, gracias a que Unamuno pudo tomar algunas distancias con un juego que tanto lo había prematuramente conmovido, la Humanidad toda pudo disfrutar del talento impar del filósofo y escritor español expresado en su obra. La obra de alguien que amó al ajedrez mucho más de lo que se podría llegar a inferir de algunas de sus adultas expresiones…

 

 


Sergio Ernesto Negri nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Maestro FIDE. Desarrolló estudios sobre la relación del ajedrez con la cultura y la historia.

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