ChessBase 16 - Mega package Edition 2022
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Estamos en presencia del segundo tomo de la Historia del Ajedrez Olímpico Argentino, que sigue al tomo dedicado a la generación pionera, publicado hace sólo dos años. A paso firme, entonces, se va cumpliendo el anuncio de una obra que contendrá cuatro ejemplares. Lo primero que cabe destacar, ante ello, es el compromiso de Sergio E. Negri y Enrique J. Arguiñariz con la tarea de narrar, de manera rigurosa y exhaustiva –y no por ello menos amena-, la historia de las generaciones argentinas que participaron en estos eventos de jerarquía mundial. Dejar plasmada de manera escrita esa historia es una notable contribución a la historia del ajedrez en la Argentina. Este trabajo de investigación y recopilación es imponente, por la abundancia y minuciosidad de sus datos, y es un acto de justicia para con quienes dieron lo mejor de sí para representar al país en esas instancias clave. A la vez que es una prueba de perseverancia particularmente destacable en nuestro país.
La obra que tenemos entre manos no se detiene en detallar con fina pluma lo realizado por la generación plateada entre los años 1950 y 1976, sino que logra reconstruir el clima de aquellos tiempos, y con ello nos permite a nosotros, los lectores, vivirla y apreciarla retroactivamente. Deja un rastro vívido de los hechos y las personas que, de no mediar este texto, probablemente correrían el riesgo de caer en el olvido. Las narraciones que llevan a cabo los autores en estos primeros tomos trazan pinceladas de gran interés sobre la vida, las alegrías y las tragedias de muchos de los mejores ajedrecistas del mundo en esa época.
El ajedrez olímpico merece esta difusión histórica, pero el sentido profundo de esta obra no radica sólo en alumbrar los hitos memorables del pasado sino servir de inspiración hacia el futuro. En efecto, el texto nos permite a la vez vislumbrar, tomando al ajedrez como un indicador y como un ejemplo, lo que podría lograr nuestro país si a los talentos individuales se les sumara una vocación de trabajo en equipo en otros aspectos de nuestra vida comunitaria. Allí hay un aprendizaje que es necesario capitalizar para dar pleno sentido la historia que se narra.
El texto viaja tomando como referencia el ajedrez desde sus períodos de luz hacia las sombras, cosa que es señalado también metafóricamente con la secuencia de metales que aparecen en los títulos, que van degradándose desde el oro y la plata, hacia el estaño. El tomo actual comienza con un período de democracia autoritaria, pero democracia al fin, para culminar en el período más oscuro de la Argentina reciente, el régimen que comenzó en 1976. En este contexto, los autores explican, no sin pena y luego de los brillos, la decadencia que se fue produciendo en Argentina en términos de liderazgo a escala mundial.
El país ha sido protagonista de un auge en muchos períodos de su historia, no sólo en el ajedrez, sino en muchas otras disciplinas, que se ha visto luego lamentablemente dilapidado. Este es probablemente el balance que más duele de la Argentina: aquel en el que se cotejan las potencialidades vs. las realidades. Por ello, la brecha contable entre la aptitud y la realización, entre la potencia y el acto, sigue siendo el desafío a revertir en la Argentina. Porque, si en contextos hostiles hemos visto florecer a tantos talentos, tanto individuales como colectivos, ¿qué hubiera sido de nuestro destino en contextos favorables? Esta pregunta interroga también nuestro futuro.
El presente libro no puede dejar de evocar una nostalgia ante el sitial que ha ocupado el ajedrez argentino en el pasado. Por eso, el leer estas páginas, y al considerar la riqueza que ha dado el ajedrez a la vida cultural y deportiva argentina, uno no puede menos que concluir lo deseable que sería que nuestro país le diera un lugar más destacado al ajedrez, por lo que significa además ello en términos de educación e inclusión social. De hecho, el ajedrez debiera ser incorporado a la enseñanza desde los primeros pasos, con múltiples propósitos.
El primero sería recrear un semillero de jugadores como el que se puede encontrar en esta páginas, y que ha brillado con orgullo en el pasado. El segundo objetivo, no menos importante, es la convicción de que se trata de una actividad lúdica en la que es posible desarrollar muchas de las habilidades necesarias para la vida. Para los niños, el ajedrez es una herramienta pedagógica extraordinaria, ya que enseña a pensar. Este juego desarrolla primariamente la creatividad y la capacidad de resolución de problemas, así como la concentración y la memoria. Enseña a evaluar opciones, a observar cuidadosamente y a visualizar una secuencia de acciones. Y promueve la capacidad de reflexión estratégica, ya que requiere planificar y evaluar con anticipación las consecuencias de los propios actos.
Se trata de una disciplina que enseña a reflexionar antes de actuar, y a ser flexibles en los planes que se trazan a medida que el contexto cambia. Fundamentalmente, podríamos agregar, el ajedrez entrena la capacidad de adaptación a las situaciones nuevas, que es uno de los pilares decisivos de la inteligencia, tal como la define Jean Piaget. Pero, además de ello, contribuye a desarrollar algo que en paralelo es tan decisivo como la inteligencia, como lo es la madurez del carácter, porque no se puede jugar sin incorporar un progresivo sentido de tolerancia a la frustración. En esta actividad podrían hallarse las primeras semillas de la resiliencia, es decir, la capacidad de salir fortalecido de la adversidad.
En suma, cuando uno observa el listado de virtudes que despierta y fomenta el ajedrez, no puede menos que advertirse que coincide palmo a palmo, casi exactamente, con lo que necesita la Argentina para ingresar en una fase de pleno desarrollo. Imaginemos la secuencia anterior llevada a la práctica para la elaboración y puesta en marcha de políticas públicas y las frustraciones que nos hubiera evitado tener desarrolladas esas cualidades en el pasado.
No menos importante para el país, también, es que el ajedrez transmite el valor de respetar las reglas de juego y enseña a incorporar la presencia del otro en la propia existencia, dado que siempre hay que tener en cuenta la jugada ajena para conformar la propia, y de eso se trata la plasticidad que exige el mundo. Por último, en un plano complementario a lo anterior, se trata de una potente herramienta de vinculación e inclusión, ya que permite que jueguen entre sí personas muy diversas, tanto en términos de género como de edad o condición social.
El ajedrez es simultáneamente un deporte, una ciencia y un arte, y la manera como subyuga a quienes lo practican no deja de ser un misterio. En efecto, sólo en apariencia el ajedrez es una actividad mental que excluiría la pasión y la belleza. Lo dice una línea de Ezequiel Martínez Estrada: “Hay planes que tienen la dulzura de una sinfonía de Haidyn o de una estatua helénica, fuera de toda metáfora”. Esto, que puede parecer una exageración, es cierto para quien ha experimentado los pliegues profundos y la estética de este juego. Por eso agregaba Marcel Duchamp: “Las piezas de ajedrez son los componentes del alfabeto que da forma a los pensamientos; y estos pensamientos, además de hacer un diseño visual del tablero de ajedrez, expresan su belleza de manera abstracta, como un poema… He llegado a la conclusión personal de que mientras que todos los artistas no son jugadores de ajedrez, todos los jugadores de ajedrez sí que son artistas”. Es que todo aquel que se adentra en los 64 casilleros siente la inmensa emoción que producen, acaso porque su geometría y su metafísica se parecen a las de la vida.
Es evidente que si el ajedrez suscita pasiones tan profundas, es porque, desde el punto de vista simbólico, toca la fibra más profunda de la existencia. En esta línea, y yendo hacia un plano algo más filosófico, bien se señala en los capítulos iniciales del libro que lo que está en juego en el ajedrez es fundamentalmente una disputa simbólica. El sentido más profundo del ajedrez tiene que ser visto, bajo la apariencia de dos colores que buscan destruirse mutuamente, la preservación de una regla de juego, que es la dualidad del mundo.
Ya Heráclito advertía que el pólemos, el conflicto, la guerra, es el núcleo de la existencia, es la forma originaria del mundo, es “padre de todas las cosas”. Es más, cualquier anulación de los opuestos es inimaginable porque “no habría armonía sin lo agudo y lo grave, ni animales sin los contrarios que son el macho y la hembra”. Es la existencia y pugna entre los opuestos lo que celebra el ajedrez, sin la pretensión más que puntual de aniquilar a su contrario y recrear nuevamente el antagonismo. En efecto, independientemente del color o jugador que gana en una de las millones de veces que se juega al ajedrez, lo que se renueva incesantemente es el antagonismo del mundo. La humanidad adivina que la dualidad es una regla inviolable del orden de las cosas. Y la pone en juego, una y otra vez, mediante la práctica del ajedrez.
El ajedrez lucha también contra la intuición de que estamos solos. Como sugiere, nuevamente, Martinez Estrada: “El jugador está solo en realidad, no tiene adversario, puesto que abarca todo el juego”. Es que el ajedrez supone también una lucha contra la soledad, una lucha por salir de los muros de uno mismo, una lucha por recobrar contacto con el otro. A la vez, tenemos que asumir que el hombre es un ser que inevitablemente debe aprender a gobernar sus instintos agresivos.
En suma, la lectura de la obra nos deja inmersos en una riqueza histórica y reflexiva. Hay que celebrar, por ello, esta narración de la historia del ajedrez olímpico argentino llevada a cabo por Sergio E. Negri y Enrique J. Arguiñariz, por el valor intrínseco que supone mantener viva tan rica tradición, por destacar el valor de un deporte de alta connotación simbólica, y de efectos benéficos a la vez que de gran significación pedagógica y social. Y, sobre todo, hay que celebrar el rescate de un pasado que nos sirve de inspiración hacia el futuro.
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