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Una circunstancia que haría indisoluble su vínculo entre ajedrez y literatura se dará cuando, viviendo en Mar del Plata, conoce a un escritor norteamericano que residía en esa ciudad, Steve Rattlif, a quien impropiamente apodaban “el inglés”, con quien lo jugaba. Este fue quien le comenzó a prestar libros a Piglia, de William Faulkner, Ford Madox Ford, Robert Lowell, por lo que se lo podría considerar un mentor del futuro escritor.
El argentino, que en su infancia tuvo una ausencia casi absoluta de literatura y a quien su familia quería inclinar hacia la ingeniería, tuvo a partir de ese encuentro el despertar de su vena literaria. Un abuelo de Piglia había sido visionario, ya que halló en su nieto condiciones de escritor cuando este tenía sólo cuatro años. Ahí le sembró la idea, de algún mágico modo, en cuanto a que el mundo de las letras podía ser su ámbito de destino.
Y Rattlif terminaría por ayudarlo a encontrar su definitivo camino. Este, quien se convirtió en su “amistad literaria más decisiva”, fue quien de hecho leerá sus primeras páginas, cosa que seguiría haciendo hasta que muriera por una cirrosis hepática, en una relación que se dio generalmente teniendo a la vista un tablero de ajedrez. Con un vínculo tan estrecho cultivado a partir de la práctica del juego y de la introducción a la literatura debida a «el inglés«, no habrá de asombrar que, ulteriormente, Piglia una ambas aficiones desde la letra escrita.
Ya su primera novela, Respiración artificial, que es de 1980, le deparará reconocimiento internacional. El personaje principal es un escritor, alter ego de Piglia, a punto tal de que se llama Emilio Renzi (los segundos nombres y apellido reales del autor), quien toma como eje de su primer escrito una historia familiar, centrada en un tío, por parte materna.
Éste, cuando su sobrino publica la novela, le envía una carta con un retrato que los mostraba a ambos. Y allí comienza la búsqueda del joven a su antepasado, a pesar de su mala reputación. Es que, estando casado con una persona muy adinerada, se decía que la abandona y estafa, para irse con su amante, terminando en prisión. Ese, al menos, es el relato oficial familiar. El que terminará poniéndose en debida duda.
La pareja del tío, al cabo de todo, se instala en la ciudad uruguaya de Salto, por lo que, el controvertido personaje en cuestión, en cierto momento se muda a la vecina ciudad de Concordia, donde enseñará historia en el Colegio Nacional y jugará al ajedrez en el Club Social. Es en ese ámbito en el que conocerá a un personaje polaco, por lo que podemos ya ir advirtiendo la posible influencia del escritor de ese origen, y de prolongada estancia en la Argentina, Witold Gombrowicz (1904-1969). En cierto pasaje se asegura:
“…que es un as, acostumbraba jugar con el príncipe Alekhine y con James Joyce en Zurich, y uno de los anhelos de mi vida es empatarle una partida. Cuando está borracho, canta y habla en polaco, anota sus pensamientos en un cuaderno y se dice discípulo de Wittgenstein…”.
¿Discípulo de ese pensador en filosofía, o también en ajedrez? Seguramente, en ambas cosas. Primero, porque el lógico alemán cultivaba y apreciaba al juego (recordemos su frase: “…el ajedrez no consiste solamente en empujar figuras de madera por un tablero”). Segundo, porque Tardewski, el hombre oriundo de Polonia aludido, escribía notas en El Telégrafo, un diario local, algunas consignando sus ideas, otras específicamente sobre ajedrez.
Ya instalado fuertemente este vínculo ajedrecístico, Piglia los ubica a los circunstantes discutiendo hasta la madrugada:
“…ciertas modificaciones que podrían introducirse al juego del ajedrez” (…) “Hay que elaborar un juego, me dice, en el que las posiciones no permanezcan siempre igual, en el que la función de las piezas, después de estar un rato en el mismo sitio, se modifique: entonces se volverán más eficaces o más débiles”.
Es que ambos estaban preocupados porque, con las reglas actuales del ajedrez: “…esto no se desarrolla, esto permanece idéntico a sí mismo”. Por lo que: “Sólo tiene sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y transforma”. Advertimos ecos de Heráclito en la inquietud; y en la propuesta. Más adelante, cuando se retoman los hechos, ahora vistos desde la perspectiva del extranjero (y en esta novela de Piglia es todo un tema la necesidad de determinar la verdad histórica, muchas veces construida a partir de relatos que pueden diferir, perder detalles, contradecirse e, incluso, ser basados en mentiras), se aclara que conoció al tío del escritor, que se llamaba Marcelo Maggi, y que era profesor en el Club Social de Concordia, donde ambos jugaban al ajedrez o cenaban. Sobre ese encuentro del pasado aclarará:
“Fuimos buenos compañeros de ajedrez el Profesor y yo, durante estos años”.
Tardewski, en diálogos que podían tomar mayor intimidad, en cierto momento señala que había llegado a conocer al escritor James Joyce (1882-1941), a quien describe a esta guisa:
“…era un tipo extremadamente miope, bastante hosco. Pésimo jugador de ajedrez…”.
Las circunstancias de esos ocasionales encuentros, con el gran literato irlandés, se habían dado así:
“Lo vi un par de veces, en Zurich. Hablaba poco, casi nada; venía a un bar donde se jugaba al ajedrez y se ponía a leer un diario irlandés que los tipos recibían, se sentaba en un rincón y empezaban a leerlo con una lupa, el papel casi pegado a la cara, recorriendo las páginas con un solo ojo, el ojo izquierdo…”.
Ya hablando de su propia historia, y no de terceros, Tardewski comenta que se había radicado en Concordia en enero de 1945, donde prestó servicios, por corto lapso, en el Banco Polaco. ¡Evidente homenaje de Piglia a Gombrowicz quien, efectivamente, trabajó en esa entidad financiera, en su sede de Buenos Aires, donde escribirá, escapándole a la rutina, uno de sus reconocidos trabajos, su primera novela en el exilio, Transatlántico! Ya veremos, un poco más adelante, otros detalles de ese autor, vinculados al proceso de traducción al castellano de Ferdydurke, su obra maestra. Allí hubo un muy interesante vínculo entre ajedrez y literatura, que no pasará inadvertido para el agudo Piglia.
Volviendo al texto de Piglia, se aprecia que el personaje de nacionalidad polaca que pudo haber tenido de arquetipo a Gombrowicz como venimos proponiendo, renuncia sólo tres meses más tarde a su empleo. Para dedicarse a la enseñanza de idiomas y jugar por plata al ajedrez, siempre en el Club Social de la localidad entrerriana. Formas de sobrevivir. Sin embargo, no prosperaría en este último rubro ya que dejaron de aceptarlo al ver lo bien que lo jugaba. A veces hay que disimular. Al menos un poco. Por lo que le terminaron ofreciendo:
“una sección de comentarios ajedrecísticos en el diario. Sección de la que estoy muy orgulloso y que aún conservo”.
Tiempos, ya idos, en los que los periódicos, aún en localidades menos populosas, tenían columnas ajedrecísticas de las que sus mentores podían subsistir. Tardewski cree que sus contertulios locales lo veían como:
“un exiliado que jugaba muy bien al ajedrez y conocía (como todos los europeos) varios idiomas”.
En todo caso era un solitario, un individuo sin pasado, una persona sin demasiadas ilusiones. El ajedrez, una vez más, podría ser un refugio virtuoso para esa clase de personalidades. Cuando el escritor mexicano Juan Villoro (nacido en 1956) analiza esta novela de Piglia (ver link), dirá que estamos en presencia de una:
“Novela de filiación. Respiración artificial relaciona una estirpe, pero la línea sucesoria no sigue un trayecto recto, de padre a hijo, sino oblicuo, como el alfil del ajedrez, de tío a sobrino. Al mismo tiempo, quien establece y guía la relación es el sobrino: el tío ya ha sido narrado por él y protagoniza su novela La prolijidad de lo real”.
Pensamiento de ajedrecista, el de Piglia, que supo estructurar este relato, tal vez, y como Villoro asegura, desplazándose en el árbol genealógico de los personajes como si de una pieza de alfil se tratara. O, quizás, mejor aún, podría establecerse que siguió los pasos más elegantes, al menos en cuanto a la gracilidad de sus movimientos, de un caballo de ajedrez.
En La ciudad ausente, su siguiente y afamado trabajo en el género, aparecido en 1992, ese que tres años después, con un libreto de su propia autoría, y con música de Gerardo Gandini (1936-2013), se llevaría al terreno de la ópera, volverá al ajedrez. En principio, planteará la existencia de una máquina ajedrecística diseñada localmente. Adicionalmente, mencionará expresamente a Bent Larsen (1935-2010), el notable ajedrecista danés, fallecido en la Argentina (donde se radicó los últimos años de su vida), quien llegó a ser uno de los mejores del mundo en sus mejores épocas. Las referencias indicadas se dan en el siguiente párrafo:
“…pero él era Russo, un inventor argentino que se ganaba la vida vendiendo pequeños artefactos prácticos, patentes baratas de maquinitas sencillas que servían para mejorar la demanda en las ferreterías y los almacenes de ramos generales de los pueblos. Por ejemplo, mire, le dijo y le mostró un reloj de bolsillo, y al abrirlo y pulsar el botón de la cuerda el cuadrante se transformó en un tablero de ajedrez magnético con fichas microscópicas que se reflejaban ampliadas en el espejo con lente de aumento en la tapa cóncava. La primera máquina de jugar al ajedrez que se ha producido en la Argentina, dijo Russo, en La Plata, para ser preciso. Usa los engranajes y las rueditas del reloj para programar las partidas y las horas son la memoria. Tiene doce alternativas por movida y con este aparatito le gané a Larsen la vez que vino a jugar el Torneo de Maestros a Mar del Plata, en 1959”.
Curiosamente, ateniéndonos al rigor histórico, en un sesgo de análisis que se nos hace inevitable, hay que aclarar que la contextualización no es correcta ya que, en el Torneo de Mar del Plata de 1959, que fuera ganado por el argentino (nacido en Polonia) Miguel Najdorf, junto al checoslovaco Luděk Pachman, delante del genio norteamericano Bobby Fischer y el yugoslavo Borislav Ivkov, Larsen no fue de la partida. Pero es una imprecisión en cualquier evento menor ya que el danés, en realidad, había participado, y vencido, en la edición anterior de esa prueba, la de 1958, en la que se adelantó al estadounidense William Lombardy y a una constelación de excelentes jugadores locales, que arribaron en el siguiente orden: Raúl Sanguineti, Erich Eliskases (nacido en Austria), Oscar Panno, Herman Pilnik (nacido en Alemania) y Héctor Rossetto.
Más allá de las precisiones ajedrecísticas, que desde luego tienden a ser irrelevantes, frente al poder de la gran literatura, en la novela se aprecia que, una de las ideas principales reside en la existencia de una “máquina de narrar”, una que había sido concebida por el escritor argentino Macedonio Fernández (1874-1952), que se vincula estrechamente a esa “máquina de jugar al ajedrez” y que remiten, en ambos casos, a otro concepto aún superior, el de “la máquina de pensar”, nombre que adquirió un trabajo conjunto debido a las magistrales plumas de Jorge Luis Borges (1899-1986) y el mexicano Alfonso Reyes Ochoa (1889-1959). Piglia, como no podía ser de otra manera, fue un heredero intelectual de sus compatriotas, de Macedonio y del universal Borges. Esas máquinas, las de pensar, narrar y jugar al ajedrez, son tres y, podríamos decir, son una misma.
Quizás por la película de igual nombre, dirigida por el argentino Marcelo Piñeyro (nacido en 1953), que tuvo tan buen eco de público y crítica (fue Premio Goya en España en el 2002 a la mejor película extranjera de habla hispana), uno de los textos más reconocidos de Piglia, que estuvo inspirado en hechos reales, haya sido Plata quemada, publicado en 1997.
Los protagonistas, unidos en el amor, y también en el crimen decidirán, con otras compañías, robar un banco. Aunque Piglia, matizando el concepto criminal, muy sugerentemente nos recuerda la frase de Brecht, esa de que si robar un banco constituye un delito, otra forma de delinquir, una peor, es cuando se decide fundarlo. Uno de ellos, que había estado en prisión, esa auténtica escuela del delito, pudo aprender muchas cosas, entre ellas:
“…a mentir, a tragarte la vena. En la cárcel me hice puto, drogadicto, me hice chorro, peronista, timbero, aprendí a pelear a traición…” (…) “…aprendí a jugar al ajedrez”..
Afiche del film Plata quemada
La penúltima novela de Piglia es Blanco nocturno, aparecida en el 2010, en el que el ajedrez es mencionado en calidad de imagen espacial:
“la estructura abstracta de las vigas y las paredes, que vistas desde arriba parecían un tablero de ajedrez”.
Y también surge en la clásica parábola de asemejar una conversación o una relación entre personas a una partida:
“Esto es como jugar al ajedrez, hay que esperar la movida del otro”.
Su postrer trabajo novelado se titula El camino de ida (¡un título lamentablemente premonitorio!), que es de 2013. Allí distingue dos modos de concentración psíquica, dos especies humanas. Para ejemplificarlo, dirá:
“No se puede escribir y poner bombas, como no se puede ser un buen boxeador y un maestro de ajedrez”.
En otro momento del relato, más descriptivamente apuntará:
“…Menéndez se encerró en su búnker en Washington D.C. con un grupo especial del FBI, como si estuviera jugando una demoníaca partida de ajedrez con un genio y recurriera a los mejores analistas disponibles para estudiar la partida e intuir la siguiente jugada de Recycler…”.
El argentino publicará en el verano de 2015 en el diario argentino Página 12 un cuento titulado El impenetrable, que tendrá como personaje central a un “topo” que se había infiltrado en los círculos de las finanzas y de la industria. Al ser seleccionado para esa misión, en plena juventud, observando en ese momento sus potenciales cualidades, lo convencieron con el argumento de:
“la importancia de ser una pieza secreta en el ajedrez político de la Guerra Fría”.
En esas condiciones, rápidamente lo habrán de enviar a Moscú, a fin de recibir adecuado adiestramiento.
Volviendo a Gombrowicz, en un texto de 2008 titulado Entre ficción y reflexión, de Juan José Saer y Ricardo Piglia, éste nos recuerda las circunstancias que tuvieron como escenario el Café Rex de la ciudad de Buenos Aires, a escasos metros del Obelisco porteño, donde se tradujo, del idioma polaco al castellano, la extraordinaria novela Ferdydurke. Ello sucedió a partir del trabajo colectivo de varios literatos argentinos y cubanos, que discurrían en una sala de ajedrez, en la que practicaban esa afición, en un ámbito que estaba bajo la dirección del notable jugador polaco, radicado también definitivamente en la Argentina, Paulino Frydman (1905-1982).
Gombrowicz frecuentaba ese espacio. Por su interés en el ajedrez. Por su amistad con Frydman. Porque podía allí hablar, alguna vez, en su lengua. Porque le simpatizaba su clima bohemio e intelectual. Porque, también, podía tomar algún que otro café con leche para mitigar su hambre. Piglia, sobre el autor polaco, y algunas de estas circunstancias, dirá:
“…era un completo desconocido en aquel entonces. Vivía, pobremente, en oscuras piezas de pensión. Había llegado a la Argentina, casi por casualidad, en 1939, y lo sorprendió la Guerra y ya no se fue. En verdad, los años de Gombrowicz en la Argentina son una alegoría del artista tan extraña como la alegoría de los textos salvados de Kafka. Luego de unos primeros meses dificilísimos, de los que casi no se sabe nada, Gombrowicz va entrando de a poco en circulación en Buenos Aires. Su centro de operaciones es la confitería Rex, en lo alto de un cine, en la calle Corrientes, donde juega al ajedrez y va ganando un grupo de iniciados y de adeptos, entre ellos al poeta Carlos Mastronardi y al gran Virgilio Piñera”.
Sobre el mismo punto, en Formas breves, otro de los trabajos de Piglia, expresará:
“Gombrowicz y Piñera estaban rodeados por una serie móvil de ayudantes, entre los que se contaban, por supuesto, los parroquianos y los jugadores de ajedrez y de codillo que frecuentaban la confitería Rex y que aportaban sus opiniones lingüísticas cuando las conversaciones subían demasiado de tono”.
Para Piglia, así lo asegura en Borges y Gombrowicz: ¿Existe la novela argentina?, el Ferdydurke es, de hecho, gracias a ese esfuerzo de traducción, una novela argentina. Más precisamente:
“…una novela polaca traducida a un español futuro, en un café de Buenos Aires, por una banda de conspiradores liderados por un conde apócrifo”.
Es que, para el escritor argentino:
“Toda verdadera tradición es clandestina y se reconstruye retrospectivamente y tiene la forma de un complot”.
Complot que, en este caso, pudo ser pergeñado en una sala de ajedrez ubicada a metros del centro emblemático de Buenos Aires.
Nos despedimos de Ricardo Piglia, alguien que tuvo un amor precoz por el ajedrez, reforzando la idea de que supo tener presente luego a esa afición en varias de sus preciadas novelas, en algún aislado cuento y, por fin, en el relato recreando la historia de la traducción de un notable libro en una sala de ajedrez.
A partir de todas estas evidencias, está del todo visto que la pasión por el ajedrez del autor ingresó casi en forma simbiótica con una literatura muy personal de un escritor que fue uno de los grandes exponentes de las letras argentinas y sudamericanas en tiempos contemporáneos.
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