Esa misiva, además de brindar lucidez sobre lo que ocurría en un tiempo particularmente oscuro,[1] es doblemente profética, sobre el destino de un país, por un lado; y sobre su sino personal, por el otro ya que, lamentablemente, su difusión implicó su propia condena ya que el periodista y escritor pasaría, prontamente, a integrar la ominosa nómina de desaparecidos del régimen dictatorial.
Walsh fue un hombre comprometido con las letras y, también, lo sería de las causas nobles de la vida. En defensa de sus posturas e ideales abrazó. algo acríticamente, como tantos en esos revoltosos tiempos, la militancia armada, aunque aparentemente sin llegar a empuñar las armas: lo suyo, por formación y compromiso, debía residir en un plano intelectual.
Amén de ideólogo y mente influyente, ejerció roles vinculados a la prensa en las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas) y Montoneros, organizaciones que lucharon contra la opresión militar las que, inopinadamente, una vez obtenida la democracia para los argentinos en 1973, mantuvieron una confrontación con un poder que, ahora en otras manos, los había decepcionado.
Pero ese era el momento, y a pesar de todo, de deponer las armas, pasando a luchar por las ideas solo (¡nada menos!) que desde la fuerza del sufragio. No estaba en la Presidencia el opresor militar sino mandatarios que, en sus claroscuros y matices, habían sido ungidas por la voluntad del pueblo. Aunque ello no logró ser comprendido por muchos que prefirieron seguir anclados en cierta vanguardia que se creía iluminada. En esas aguas abrevaba nuestro Walsh.
Yendo al vínculo del intelectual argentino con el ajedrez, hay que decir que Alejandro Giampa, ex Presidente del Club de Ajedrez de La Plata,[2] narra que:
“…en el club encontraron documentos, tales como su inscripción como socio activo número 539 y el registro de varias partidas disputadas en tercera categoría. Quienes lo conocieron cuenta que en la década del 50 iba a jugar todos los días a las 18 horas”.
Humberto Salvatierra, socio reconocido de la entidad, quien frecuentó a Rodolfo en los bares de La Plata, por su lado asegura, en un documental llamado Rodolfo Walsh, reconstrucción de un hombre, haber estado con él la noche del 9 de junio de 1956, cuando se desató el levantamiento del general Juan José Valle (1904-1956) pidiendo por el ex Presidente Perón depuesto el año anterior por una asonada militar. En una investigación que realizó la Facultad de Periodismo de La Plata, Salvatierra afirmó que:
“Rodolfo pasaba sus horas de ocio en los bares que quedaban a unas cuadras de su casa, como el Club de Ajedrez, El Parlamento y el Bar Rivadavia, para jugar con amigos o con cualquiera que le planteara un digno desafío. Era introvertido y se comía las uñas. Compartí largas noches donde charlaba de literatura y jugaba ajedrez con él. Después de la Revolución del 56 no supimos más de él, pero al tiempo vimos su nombre como autor de Operación Masacre y pensamos: ‘¡Mirá este loco a qué se dedicó’!”.[3]
Vayamos pues a la literatura y al ajedrez sabiendo entonces que Walsh fue un amante del juego. Esa condición, evidentemente influyó claramente en su obra y en su vida. Desde siempre. Cuando en 1953 publica el libro Variaciones en rojo, que recibió el Premio Municipal de Literatura, incluye el cuento Asesinato a distancia[4] en el que se coloca, a guisa de presentación, y en idioma inglés, los famosos versos de Omar Khayyam, los mismos que inspiraron a Borges a la hora de ofrendarnos sus sonetos que llevan como título Ajedrez (donde uno de los versos remite “La sentencia es de Omar…”).[5] ¡Borges y Walsh emparentados, al menos en influencias literarias similares!
La trama está basada en la presencia de un padre de familia que pide auxilio a un investigador, uno de los personajes favoritos del Walsh de las primeras épocas, Daniel Hernández, porque cree que la muerte de su hijo, ocurrida hace un año a poco de casarse, no fue un suicidio sino un asesinato. El ajedrez aparece una y otra vez, no sólo como parte de la escena sino que, varios de los protagonistas, lo practican. De hecho el detective ve por vez primera al hermanastro del occiso, de nombre Lázaro, cuando está analizando solitariamente una partida, un primer encuentro que se da en este contexto:
“…estaba en Villa Regina, aún lo sorprendía aquella inmovilidad. Seguramente los había oído entrar, pero seguía con los ojos clavados en el tablero donde reproducía una partida de ajedrez. Daniel pensó que deliberadamente no parpadeaba. Disimulaba el ritmo de su respiración y tenía una mano suspendida en el aire, en ademán de capturar una pieza. Los dedos largos y bronceados caían hacia abajo en actitud de indolencia, pero se adivinaba que una fuerza instantánea podría animarlos. Lázaro era un sistema de resortes que manejaba con consciente satisfacción. Alzó bruscamente la cabeza y los miró con expresión indefinible. De pronto sonrió.—Tengo aquí la partida de Marshall y Halper[6]— dijo. Se dirigía a Daniel. A su padre no le interesaba el ajedrez. —¿El gambito escocés?— Sí. ¿Lo conoce? En realidad, es un gambito danés modificado.— Una luz de repentina ansiedad se encendió en sus ojos—, ¿Lo vemos después de la cena? Daniel accedió…”.
La lógica del relato prosigue viéndose que, mientras que durante la cena el dueño de casa hablaba de su pasado, en el momento en que en los pliegues de las cosas podían intuirse el fantasma de los muertos (el hijo, las dos esposas del anfitrión), el vástago superviviente sólo sabía hablar de ajedrez:
“Lázaro comentaba la partida, que sabía de memoria ha entregado la dama a cambio de dos piezas menores… Es un error…, el análisis posterior lo demuestra. Pero el adversario, deslumbrado por la certeza del triunfo, no ve la única refutación. Técnicamente, la partida es imperfecta. Psicológicamente, es única. Marshall se ha introducido en el pensamiento del adversario, ha previsto su reacción…”.
Esa frase final puede ser indiciaria de algo sucedido en un plano mucho más real: la posibilidad de que el detective se introdujera en la mente del asesino descubriendo la imperfección de un supuesto suicidio. Continúa Walsh diciendo:
“Hablando de su tema favorito, Lázaro se transformaba. Las alternativas del juego se reflejaban en su fisonomía, en los sutiles planos de luz y sombra que componían su rostro. Se operaba en él una misteriosa catarsis. El tablero era un escenario donde las piezas representaban un drama sordo y cargado de pasiones. Observándolo, Daniel recordó las mágicas palabras de Lasker: “Este alfil sonríe”. Cada movida era la definición de un hombre, de todos los momentos anteriores de un hombre. Lázaro pensaba que una partida podía dividirse en actos y escenas. Algunas escenas eran como un insidioso juego diplomático, en otras se oía el chocar de las espadas, algunas tenían la gracia de un lánguido ballet o el grotesco aparato de una farsa. Y un gran maestro era siempre un clásico o un romántico…”.
Preciosa descripción. Podemos imaginar la pasión de Lázaro en ese rostro encendido al hablar de su tema predilecto. Y es notable, y mucho dice del autor, que haya elegido como centro del relato una partida imperfecta, una en la que adquiere más importancia la psicología que la técnica. Pasión y psicología. Aplicadas al ajedrez, aunque el desarrollo del juego no sea el más correcto; y a una militancia política, años más tarde, aún cometiendo tal vez el error de seguir luchando contra el poder, con compañeros de militancia que no dudaron en empuñar las armas, incluso en tiempos de democracia imperfecta.
Pasión y psicología, vamos, aplicadas a una vida intensa que, en su idealismo y lucidez, resultó amenazante para ominosas fuerzas del terror que no dudaron en hacer desaparecer, y tan tempranamente ¡ay!, a un talentoso escritor y hombre comprometido con su tiempo que estaba en una fase plena de una vida en la que tanto creó (y creyó); y de la que tanto tenía aún para dar. Pero hay más, se verá jugar al ajedrez a dos de los sospechosos (siempre que lo del crimen hubiera sido cierto, y eso estaba más cerca de ser un desvarío que una lógica presunción), el hermanastro y Osvaldo, el secretario del padre (y a la vez actual novio de la exnovia del muerto), lo que genera gritos frente a la disputa que no sólo era deportiva:
“Osvaldo estaba sentado ante una mesita, con los ojos clavados en el tablero de ajedrez. Lázaro giraba a su alrededor con veloces movimientos simiescos y se frotaba las manos al tiempo que chillaba: —¡Mate! ¡Jaque mate! ¿Adónde va ese rey? ¡La apertura Orangután es invencible! ¡Ja, ja, ja! ¡En dieciséis movidas! ¡Jaque mate! ¿Vamos otra? ¡Le juego a ciegas! ¡Ja, ja, ja! ¡Le doy la dama de ventaja! Osvaldo estaba escarlata. Con un brusco manotazo aventó las piezas por los cuatro costados de la biblioteca y se puso de pie, alto y amenazante. Sus puños estaban crispados. En aquel momento vio a Daniel y con visible esfuerzo se contuvo. Dio media vuelta sin decir palabra y salió por otra puerta. Lázaro reía a mandíbula batiente. La risa le desencajaba los ojos. —¿Ha visto? Yo siempre digo: no hay que ser mal perdedor. ¿Le parece que debe enojarse porque pierde? Hace seis años que le juego la Orangután y todavía no encontró la refutación.[7] Él no conoce más que la Ruy López,[8] pero yo no se la juego, y por eso se enoja. ¿Tengo obligación de jugarle lo que él quiere? Toda la fisonomía de Lázaro trasuntaba malicia. Lázaro jugaba una apertura refutada porque sabía que su adversario desconocía la refutación. Lázaro se ponía en el lugar del adversario…Empezó a recoger las piezas de la alfombra y debajo de los muebles. Se movía con la agilidad de un gato. En aquel momento sus grandes ojos negros parecían tener reflejos amarillos, como los de un gato. —Quizá sea la última partida que le gane a Osvaldo —murmuró, repentinamente serio, mientras colocaba las piezas en el tablero—“.[9]
Es que ahora iba a desafiar al propio detective quien, a pesar suyo, aceptó el convite ya que: “Tenía curiosidad por conocer los mecanismos mentales de aquel homúnculo enigmático”. Una vez más, ¡el ajedrez como recurso para conocer las características psicológicas de la persona! Pero no lograría su propósito, ni fuera ni dentro del tablero ya que:
“Daniel, con las negras, ensayó una tímida variante de la defensa siciliana y a las treinta movidas se vio arrollado por un fulmíneo ataque sobre el flanco rey, coronado por sacrificio de torre con perspectiva de mate en pocas. —No está mal —comentó Lázaro sin ironía, al verlo inclinar el rey—. Pero debió jugar el caballo a cuatro torre dama en la décima movida. Recogió las piezas y las guardó en la caja. Era evidente que el asombrado Daniel no tenía intención de pedir el desquite, y que por el momento había olvidado su propósito de indagar los procesos mentales de Lázaro”.
Esa partida sería tal la última: Lázaro habrá de aparecer muerto por lo que, ahora, habría que resolver quién había sido el autor de ambos crímenes. Por un lado, el detective logrará convincentemente demostrarlo en presencia de todos los sospechosos. Por el otro, esas dos muertes darían paso a una tercera.
En ese mismo año de 1953 Walsh, en su carácter de asesor literario de la Editorial Hachette, selecciona para Diez cuentos policiales argentinos varios trabajos, entre los que incluye nada menos que El jardín de los senderos que bifurcan de Borges en el que, como ya sabemos, se incluye el famoso acertijo:
“—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿Cuál es la única palabra prohibida?/Reflexioné un momento y repuse: —La palabra ajedrez”.
En otra recopilación bajo responsabilidad de Walsh publicada bajo el título Antología del cuento extraño, se incluirá otro trabajo de Borges en el que habla del ajedrez.[10]: se trata de El milagro secreto.[11] Walsh y Borges, sendas plumas, tan diferentes en lo estilístico y en el campo intelectual de sus respectivas preocupaciones que, de este modo, y gracias al ajedrez, quedarán inescindiblemente unidas.
Walsh se desempeñó también como colaborador de Vea y lea y Leoplán, míticas revistas culturales de la época. En la primera de ellas publicará numerosos cuentos, entre los años 1956 y 1961, entre los que se destacan los breves relatos Zugzwang y Trasposición de jugadas, ambos de clara influencia ajedrecística,[12] en los que aparece otro de sus famosos detectives: el comisario Laurenzi. Zugzwang es un término del idioma alemán que se aplica para posiciones en las que un jugador está en tan delicada posición que, juegue lo que juegue, quedará irremediablemente perdido. Y la mentada Transposición de jugadas es un típico error que se verifica cuando se invierte el orden racional de algunas movidas, generalmente con consecuencias nefastas para quien comete el desliz.
Ambos relatos tienen varios comunes denominadores: interviene un comisario de nombre Laurenzi; los crímenes son develados en forma tardía, y el fracasado investigador, ya jubilado, rememora viejas épocas mientras juega en un café al ajedrez con Daniel Hernández, que es el propio seudónimo que utilizó Walsh a la hora de publicarlos. En Zugzwang se lo ve al comisario filosofar, en el mismo bar platense de Rivadavia al que Walsh frecuentaba, planteando, cruda y autobiográficamente que:
“No hay bicho más peligroso que el hombre que escribe”. Touché. Esa clase de diálogo se da en un sitio en el cual se pueden disputar diversos juegos: “El comisario prefiere el casín. Yo prefiero el ajedrez. De esta irreductible diferencia ha salido de todo: desde el patético mate Pastor[13] hasta el más feroz desparramo de bochas y palitos.”. El interlocutor, que no es otro que el alter ego del autor, constata: “Ante el tablero, el comisario practica un juego solapado y simple. Quiero decir que cultiva la agachada y el garrotazo por la espalda. Serio, impávido, paquidérmico, hasta que lo calza a uno. Entonces le brillan los ojitos, se vuelve sentencioso y sobrador, menciona a una misteriosa tía Euclidia que le enseño a jugar lo que poco que sabe… A esa altura de las cosas, aún se puede abandonar la partida con dignidad. Si uno engrana, las carcajadas del comisario atronarán el café, sus dichos encenderán la sonrisa de los mozos, acudirán los eternos mirones, comentarán lo perdido que está uno, ensayarán presuntas jugadas salvadoras.…”.
Las estadísticas de los enfrentamientos evidencian que Laurenzi, quien era habitué del lugar hacía veinte años,[14] gana una vez de cada cinco partidas que disputa con su clásico rival. En una de ellas se plantea la situación que da nombre al relato:
“—¡Mueva algo! —le dije con fina ironía./—No puedo —se quejó—. Cualquier cosa que muevo, pierdo./—Está en posición de zugzwang —le advertí./—Claro, en zaguán… Supiera lo cansado que me siento esta noche —aclaró bostezando ostentosamente y barriendo con un delicado movimiento de la mano izquierda sus derrotadas piezas—. Me ha ganado una buena partida…”.
Para uno el correcto término, el de zugzwang; para el otro, el inesperado y simpático de zaguán denotando tal vez que el ajedrez no era precisamente lo suyo. Era hora de aclarar las cosas:
“La posición de zugzwang —expliqué— es en ajedrez aquella en que se pierde por estar obligado a jugar. Se pierde, porque cualquier movida que uno haga es mala. Se pierde, no por lo que hizo el contrario, sino por lo que uno está obligado a hacer. Se pierde porque uno no puede, como en el póker, decir “paso” y dejar que juegue el otro. Se pierde porque…”.
El comisario interrumpe simplificando todo con este aserto: “Se pierde porque cualquier cosa que uno haga está mal. En la vida también”. Filosofía de café. Filosofía de vida. ¿O filosofía de un recuerdo que se prefiere olvidar? En todo caso una filosofía que hará al comisario remontarse a una historia de quince años atrás que tenía como protagonista a un hombre canoso, delgado, que conversaba muy poco, de unos sesenta de edad, que usaba un viejo bastón que le servía para defenderse de los muchachos y de las patotas. Sigue diciendo:
“Al ajedrez no jugaba nunca, pero daba la impresión de entender, porque recorría todas las mesas con cara de inteligente, y si le preguntaban, respondía con una jugada exacta…Llegaba a una hora fija, saludaba, caminaba entre las mesas, miraba las partidas, saludaba, se iba. No se daba con nadie. Los demás lo tenían por un excéntrico…”.
El comisario indaga que su conocido, seguramente por timidez,[15] prefiere jugarlo por correspondencia. Y así lo aclara su interlocutor:
“Hay una federación internacional de ajedrez por correspondencia. Usted pide que le designen un rival de su misma fuerza. Ellos le dan la dirección de ese rival, que puede estar en Nicaragua, o en Australia, o en Bélgica; y usted le escribe indicándole cuál es su primera jugada. Él contesta y de ese modo se entabla la partida, que puede durar meses o años, según el tiempo que tarden en llegar las cartas. La más larga que yo jugué duró cuatro años y medio. Con un pescador de Hong Kong”.
Cuando el comisario por fin visita la casa de su contertulio, entre sus pertenencias, descubrió la foto de una mujer, a la que intuyó que el ajedrecista postal amaba quien, vino a enterarse, se suicidó mucho tiempo antes, en el mes de noviembre de 1907, decisión fatal que adoptó:
“Por una de esas historias fútiles y antiguas. Un hombre la conquistó y la abandonó, y luego se fue. Ella no encontró otra salida”.
El seductor era un extranjero, sin más precisiones. Ese clima de confesiones se dio un día en que Aguirre, que así se llamaba, invitó al comisario a su hogar para mostrarle una partida por correspondencia que había iniciado poco antes que lo tenía muy preocupado. Es que:
“No sé cómo me he metido en esto —dijo—. Conozco la posición como la palma de la mano, y sé que estoy perdido. Es más, esta partida se ha jugado antes. Puedo señalarle la página exacta del Griffiths[16] en que figura, con una o dos transposiciones, y decirle quiénes la jugaron y en qué año. A primera vista, usted no observa gran cosa: es una lucha equilibrada. Pero dentro de ocho movidas, no tendré qué jugar, habré llegado a una típica posición de zugzwang. Y sin haber cambiado una sola pieza. Es para morirse de risa”.
Otra vez el consabido zugzwang (nos preguntamos cómo tiempo después el comisario olvidaría la expresión y aplicaría la de zaguán: ¿estamos en presencia de una debilidad del relato de Walsh?). El diálogo siguió en los siguientes términos:
“—Pero si usted conocía la partida —inquirí, extrañado—, ¿por qué entró en esa variante? / —Ahí está, ahí está —dijo agriamente—. Eso es lo que me subleva. Usted ve la trampa, y puede escapar, pero más que la fuga le interesa el mecanismo de la trampa, le fascina la cerrada perfección de la trampa, aunque usted sea la víctima, y arriesga un pie, y luego el otro, para comprobar cómo funciona, y luego es tarde…”.
A pesar de la aparente frialdad de esta clase de relación que se plantea vía correspondencia, por momentos, entre anuncio de jugada y de la otra, se van filtrando episodios de la vida de los oponentes. Una excusa por la demora puede ser justificada por una enfermedad. Un comentario sobre el propio país, puede acompañar el curso del juego, acercando a los contrincantes en planos inexplorados. El avance de la partida hacía, entonces, que los rivales se vayan conociendo, cada vez más.
Así surgió un caso, el de un escocés de Glasgow, apellidado Redwolf, quien se jactaba de conocer buena parte del mundo, del Congo a la Argentina, y de haber sido irresistible para las mujeres y temible para los hombres. No hay mucho más que decir. Ese era el hombre, uno que había trabajado en los ferrocarriles argentinos entre los años 1905 y 1907. Ese era, es inevitable el desenlace, el seductor de la muchacha que debió suicidarse al sentirse afrentada. Ese era el rival a vencer.
“A esta altura de las cosas, la partida se había transformado en una lenta crucifixión. Ya no era un juego: era algo que daba escalofríos. Y Redwolf parecía gozar desmesuradamente. Su jugada es la mejor, pero no sirve, repetía en cada carta, como un estribillo. Una jactancia sin límites se desprendía de sus comentarios y de su análisis. Lo tenía todo previsto, todo. Sin darme cuenta, yo también empecé a odiarlo. ¿Cómo sería, cómo habría sido en su juventud aquel anciano reumático que en una brumosa isla, a miles de kilómetros de distancia, sonreía ahora maliciosamente? Lo imaginé alto, lo imaginé atlético, tal vez pelirrojo, con un rostro flaco y alargado y duro y hermoso, con pequeños ojos verdes y crueles…”.
Con el transcurso del juego se fue generando una animosidad que sublimaba en la partida. Es que había otra implícita:
“…una segunda partida simétrica e igualmente predestinada. El otro plano (…) El plano personal, desenvuelto en lucha”. El conflicto en latencia tenía misteriosas correspondencias con la partida de ajedrez “…tenía su mismo crescendo, idénticos augurios de catástrofe y aplastamiento. Era como si Redwolf, llevado por una de esas manías de los viejos y los solitarios, no se conformara con ganar sobre el tablero; como si le quedara otra instancia superior que dirimir y adjudicarse”.
En cada una de sus frases latía sarcasmo, cinismo, vamos, malicia, por no decir pura y simplemente maldad. Contaba que había cazado tigres, violado mujeres, asesinado indígenas. Y de la Argentina no se privó en rememorar que lo habían querido varias mujeres:
‘Una sobre todo. Pero tuve que dejarla, usted comprende. Fue un lío’. Lisbeth, I called her. Or Lizzie. La llamaba Lisbeth; a veces Lizzie…tenía ojos muy hermosos, indolentes y serios. Sus ojos se arrepentían de sus labios. Y no sólo de sus labios…”.
Redwolf, además de ser puerilmente jactancioso en sus relatos de vida, lo era en cuánto al desenvolvimiento de esa partida con el bueno de Aguirre, a quien instaba a abandonar. A propósito de ello se dio la siguiente conversación con el comisario:
“—Aguirre, yo también creo que usted está perdido— le dije./—Sin duda —contestó en voz muy baja—. Pero se me ha ocurrido una idea, una última idea”. No parecía que sobre el tablero pudiera surgir idea alguna. ¿Y fuera de él?
La prevista y temida posición de zugzwang sobrevino. Irremediablemente. En ese preciso momento dijo el escocés:
“Presumo que la partida termina aquí —decía el remoto, inverosímil anciano—. No creo que usted quiera jugar otra. Por eso debo apresurarme a contarle el final de la historia. Lizzie se mató, y creo que fue por mí. Se tiró al paso de un tren. Tratando de evitar el accidente, el maquinista arruinó los frenos. Me tocó repararlos, por una de esas coincidencias. Yo tenía particular aprecio por aquella locomotora. También por Lizzie, pero la pobre no era rival para nuestros constructores de Birmingham. Sin embargo, debo decirle que cuando supe lo que había hecho Liz, comprendí que su país entraba en la civilización. Pobre Liz-Lizzie-Lisbeth. Me ha quedado una foto suya. Estaba muy hermosa, en una hamaca al pie de un árbol. Ya no recuerdo si fue en octubre o en noviembre de 1907”.
¡Qué decir! ¿Había necesidad de ser tan explícito? ¿Hasta qué punto podía conducir la arrogancia de un hombre que en realidad era todo menos sabio? Intuimos que no finalizó la partida. Lo que sí perfectamente sabemos que Aguirre hizo un viaje al extranjero, del que no dio demasiados detalles. Tiempo después, sólo se supo que el comisario pudo una vez desarmar el mentado bastón y constató la existencia de una mancha de sangre coagulada. Es lógico y justo suponer, aún sin pruebas, que Redwolf pudo haber sido el portador de esa red blood.
Sin descubrirse al causante, se conoció también que el viejo escocés fue asesinado en su residencia. En esas circunstancias, si lo denunciaba cumplía con la ley pero perjudicaba a su amigo. Eso estaba mal, en particular porque él también había sabido detestar al extranjero. Si no lo hacía, se alejaba de su responsabilidad (a la que hubiera debido atenerse a pesar de estar retirado). Y eso también estaba mal. Otro zugzwang. Lo cierto es que el vengador anónimo, en apenas dos años, se despidió de la vida, muriendo de cansancio, vejez y de desgracia, en estado de inocencia podría decirse (y no en la cárcel la que pudo ser conducido si el comisario hubiera privilegiado su rol de investigador). En ese ínterin, muy risueñamente, Laurenzi refirma haber estado en zugzwang. En sus propias expresiones:
“…en todo ese tiempo me sentí incómodo, me sentí en una de esas típicas posiciones… Bueno, usted sabe”.
Posición de zugzwang. Y no de zaguán, como quizás distractivamente mencionó sólo para no admitir su propia responsabilidad en un hecho que lo había tenido, tanto tiempo atrás, de pasivo protagonista.
Nuevamente con el mismo comisario en el centro de la escena, en otro cuento, Trasposición de jugadas el que, siendo una recreación del viejo acertijo del lobo, la cabra y la col,[17] tiene indudable connotación ajedrecística desde su propio título. Comienza la narración del siguiente modo:
“-Abandone –sugirió el comisario Laurenzi. / -Todavía no. / -Está perdido. / -Teóricamente –repuse-. Pero lo importante es saber si usted puede ganarme. Fíjese, yo no estoy jugando contra la teoría, estoy jugando contra usted. Ese es el encanto de las partidas de café”.
Café, más exactamente el Rivadavia, en el que, desde luego, ambos jugaban al ajedrez.[18] Y en el que se dieron los dos relatos. Café muy particular, por cierto, frecuentado por amantes del ajedrez y en el que hasta los mozos se permitían hacer comentarios sugiriendo las mejores jugadas que debían hacer los circunstantes. Y sigue entonces:
“Me miró con rencor y movió el caballo. Después no habló durante un largo rato. No era un final de problema, era un final difícil. El caballo debía realizar un complejo movimiento de lanzadera, avanzando y retrocediendo a lo largo de una línea imaginaria que cortaba la retirada de mi rey. Debo decir que, salvo una trasposición de movimientos que pudo enmendar a tiempo pero que le produjo una inexplicable irritación, el comisario condujo el final con exactitud”.
En efecto, el comentarista debió abandonar el juego tres movidas más tarde. Pero la cuestión no era el resultado sino ese gesto de contrariedad del a la sazón vencedor. Se planteó el asunto y así se pudo saber que el problema no estaba en el tablero ya que: “-Ciertas situaciones de algunas partidas de ajedrez me hacen acordar de otras situaciones”, para rematar: “Eso es todo. Nada nuevo, no es nada original, no es nada interesante”. Y, sin embargo…
Esa trasposición de jugadas le recordaba otra que se había producido en un campo más real. Sólo que en aquella oportunidad el error fue irremediable. En sus mocedades Laurenzi había trabajado, entre otras cosas, de vigilante, en la isla rionegrina de Lamarque, próxima a la ciudad de Choele-Choel (donde nació Walsh, por cierto). En una tarde calurosa retumban tiros en la calle de la pequeña localidad; un viejo quintero italiano le disparaba a un joven al que acusaba de haber dejado embarazada a su hija. Para poner orden, los quiso trasladar a los tres involucrados a la ciudad, en una balsa para dos personas. ¡Cómo hacia para trasladarlos no era ya un problema matemático sino que podía tener consecuencias indeseadas al aparentemente deber en algún momento dejar al padre de la seducida y al seductor juntos por lo que la posibilidad de agresión era palpable!
La cosa se resolvía con siete viajes, con la argucia de llevar primero al viejo y, en el segundo cruce, al llevar al joven, en el regreso al origen volver a traer a aquél para evitar que compartan cierto tiempo estando solos. Todo bien. Y, sin embargo…
Habrá una muerte, algo impensada. Es que el lobo no era el viejo sino el joven (quien se transformó en esa clase de fiera ya que el embarazo de su novia de tres meses no coincidía con su ausencia en la isla que se remontaba a cuatro). Por lo que, en ese primer viaje en barcaza, en todo caso debió haberlo llevado a éste y no a aquél y, en las sucesivas idas y vueltas, dejarlo siempre solo al baleado que se transformaría en asesino.
Fue una impensada y fatal transposición de jugadas. Del todo imperdonable. Con consecuencias funestas. En aquella partida de ajedrez, la que motorizó este recuerdo, al menos, cuando cayó en esa clase de desliz, terminaría de todos modos ganando el juego…
En El ajedrez y los dioses, trabajo publicado en Fénix, revista de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de la Plata, correspondiente a los años 1953 y 1954, Walsh sostiene que los dioses no juegan sobre un tablero sino en un cubo por lo que, el desplazamiento de las piezas, no se dará en un espacio bidimensional, ya que no será sólo en superficie sino que también lo harán en profundidad. Dice en este relato:
“También los dioses juegan al ajedrez, pero no en un plano, como nosotros, sino en las tres dimensiones del espacio. Comprendo que es una forma torpe de decir: los dioses no necesitan espacio, tableros ni piezas para su juego infinitamente sabio. No obstante, si de algún modo quisiéramos representar el mecanismo de ese juego eterno, podríamos hacerlo así: el tablero está formado por un cubo, dividido en 512 casillas cúbicas. Las piezas se mueven obedeciendo a las mismas leyes que entre nosotros, pero no sólo en superficie, sino también en profundidad. Si los dioses, por alguno de esos caprichos que los han señalado a la atención de los hombres, quisieran mostrarnos un momento del juego, veríamos quizás alados caballos subir o descender las dos casillas correspondientes, y ubicarse luego a la derecha o izquierda, delante o atrás. O acaso un alfil cruzaría entre nosotros como un relámpago negro. Y temblaríamos ante la majestad de pensativos reyes con los ojos clavados en lejanos fulgores de batallas. Y veríamos terribles la potencia y la saña de las reinas destructoras de hombres. El número de combinaciones posibles es infinito. También lo es el de errores. A veces los dioses cometen errores brillantes, que sólo ellos pueden subsanar. Esas equivocaciones pueden tener consecuencias catastróficas para un mísero peón, para una pieza menor, pero no influyen en la economía general del juego, condenado a perdurabilidad. Los dioses son invencibles. No lo son los trozos de alma que ciegamente manejan: y los he visto sucumbir en sublimes y estériles sacrificios o perfeccionar su aburrimiento en un rincón olvidado del tablero. Se ha dicho que los dioses perpetúan en el juego las leyes de la belleza y la simetría. No lo creo. La costumbre, el tedio, la indiferencia, la infinita vanagloria de la infinita sabiduría intervienen por igual en cada jugada. Se ha dicho pobremente que las fuerzas de un bando simbolizan el bien; las otras el mal. Cualquiera puede comprobar la estúpida mentira de esa creencia. Los dioses no tienen idea del bien y del mal. De lo contrario no podrían existir. En el preciso instante en que la sola idea del bien o del mal entrara furtivamente en la voluntad que mueve las piezas sobre el tablero, éste saltaría en pedazos como una gigantesca copa de cristal”.
Dioses que no tienen idea del bien y del mal. Muy inquietante. Y más inquietante es que juegan al ajedrez, seguramente con nosotros. Como ya lo intuíamos y, desde ya, lo terminamos de saber por esta constatación que nos brinda Walsh, que se suma a la expuesta en los sonetos de Borges, y a la de tantos autores que habían reparado en esa inclaudicable parábola en la que somos meras piezas de un juego divino, que lo es por la calidad de los jugadores y por las propias características intrínsecas del juego.
En su faceta de periodista Walsh, al publicar un artículo sobre la caída en el consumo de la yerba mate en el país, no deja de mencionar al juego que tanto amaba. Al comenzar el correspondiente trabajo, al hacer una cita vinculada al célebre escritor uruguayo radicado en la Argentina Horacio Quiroga (1878-1937), asegurará:
“Se jugaba mucho al ajedrez –escribió Horacio Quiroga en 1927- y se bromeaba pasablemente. Pero el tema constante, la preocupación y la pasión del país era el cultivo de la yerba mate, al que en mayor o menor escala se hallaban todos ligados…”.[19]
Sin dudas que sus máximos trabajos literarios serán Operación Masacre, que es de 1957, y ¿Quién mató a Rosendo?, que aparece más de diez años después,[20] a partir de los cuales habrá de convertirse en un pionero en el género literario de novela testimonial. Una de sus obsesiones narrativas fue descubrir y desnudar los crímenes sociales que se cometían desde el poder.
La primera se cree que nació en el bar que Walsh frecuentaba, el mismo en donde jugaba al ajedrez, un desconocido lo enfrentó con las siguientes palabras: “hay un fusilado que vive”, y ese insinuante diálogo habría sido el germen de un relato al que se considera iniciador del género de ficción periodística. Ya en su prólogo vincula su afición al ajedrez con el descubrimiento de esos sucesos políticos que lo conmovieron e influyeron decididamente en su destino. Dice el autor en él:
“La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas[21], y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana”.
Esos fusilamientos estaban relacionados con una asonada militar abortada, que había encabezado el General Valle, la cual había sucedido tiempo antes, oportunidad en la cual, también, Walsh estaba entretenido con el ajedrez:
«Recuerdo cómo salimos en tropel los jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ese, y cómo a medida que nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo más serios y éramos cada vez menos, y al fin cuando crucé la plaza, me vi solo, y cuando entré a la estación de ómnibus ya fuimos de nuevo unos cuantos, inclusive un negrito con uniforme de vigilante que se había parapetado detrás de unas gomas y decía que, revolución o no, a él no le iban a quitar el arma, que era un notable máuser del año 1901…” .
Es que no eran fuegos artificiales productos de ningún festejo, eran tiros, y muy reales, que podían impactar y hacer daño, y que podían estar motivados (o no).
Lo cierto es que Walsh ese día entendió, para bien y para mal, que su vida debía dar un giro copernicano. Y no dudó en incursionar en esos nuevos rumbos. Se asomó a ver qué sucedía con esos disparos, se distrajo por un momento del ajedrez que tanto lo absorbía, se asomó a la vida, a la realidad social que tanto lo habría de preocupar en tiempos venideros. El ajedrez, entonces, podía y debía quedar atrás.
Hasta entonces, jugaba con bastante regularidad en el Club de Ajedrez de la Ciudad de La Plata, y también lo hacía en otros cafés de esa ciudad, entre ellos el Capablanca. Fue precisamente en este último lugar en que enteró del aludido levantamiento del Teniente General Juan José Valle, siendo la medianoche del 9 de junio de 1956, mientras el escritor departía con sus rivales de tablero. Es más, en esas circunstancias, al regresar a su casa, la vio ocupada por soldados. El saldo de ese suceso trágico, al cabo de los días, fue la muerte de treinta y cuatro personas, entre ellas el propio Valle, que sería fusilado por su acto considerado insurreccional, cometido por alguien que, siendo militar, quería convocar a elecciones tras aquella asonada militar, llamada Revolución Libertadora, que echó del poder en 1955 a otro General, Juan Domingo Perón, quien encabezaba un gobierno ungido por la voluntad popular en comicios que habían sido legítimos, más allá del cariz controvertido que había adquirido en la práctica su accionar gubernamental, en particular en su postrer tramo. Hasta ese momento Walsh hallaba refugio en el ajedrez, como se desprende de otro párrafo de su obra cumbre:
“…Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa, Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela «seria» que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo”.
Deja el ajedrez, pasa a la clandestinidad y encara esta Operación Masacre texto en el que, dentro de los casos puntuales de los fusilados que menciona el autor, habla de Carlitos Lizaso, un joven que era otro destacado ajedrecista (como el propio Walsh):
“Más nítida, más apremiante, más trágica, aparece la imagen de Carlitos Lizaso. Tiene veintiún años este muchacho alto, delgado, pálido, de carácter retraído y casi tímido. Pertenece a una familia numerosa de Vicente López…. En setiembre de 1955, cuando la revolución estremece a todos y los que no combaten están pegados a la radio, escuchando las noticias oficiales y las que se filtran del otro bando –¡singular recuerdo! nadie los fusilará por eso, alguien le pregunta a Carlos: –¿Por quién pelearías? –No sé –responde, desconcertado–. Por nadie. –Pero si te obligaran, si tuvieras que elegir. Medita un segundo antes de contestar. –Creo que por ellos–responde al fin. Ellos son los revolucionarios. Desde entonces ha pasado mucha agua bajo el puente. Carlos Lizaso parece haber olvidado semejantes disyuntivas. Lo exterior de su vida es que ha abandonado sus estudios secundarios para ayudar al padre en su oficina de martillero. Trabaja duramente, tiene aptitud para ganar dinero, aspira a una posición y está en camino de lograrla a pesar de su juventud. En sus momentos de descanso, se distrae para jugar al ajedrez. Es un jugador fuerte, que interviene con éxito en algunos torneos juveniles… Después que él se marcha, su novia encuentra en su casa un papel escrito con la letra de Carlos: ´Si todo sale bien esta noche…´.Pero todo saldrá mal”.
Tiempo después, en ¿Quién mató a Rosendo?, que fue publicado en cuatro entregas en el Semanario de la Central General de Trabajadores de los Argentinos en 1968, a dos años de los hechos a los que se refiere, y en 1969 para la editorial Tiempo Contemporáneo, cuando se lo edita en forma de libro, oportunidad en la que se le agrega una tercera parte denominada «El vandorismo«. Con este trabajo se pretende develar los reales asesinos de Rosendo García (alto dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, muy vinculado a Augusto Timoteo Vandor, el líder sindical de la época, quien no está exento de sospechas de haber sido el autor del crimen) y Domingo Biajaquis y Juan Zalazar, militantes del sector combativo de la clase obrera.
Allí, se reincide con el ajedrez, aunque en este caso muy incidentalmente, al que, más allá de los sueños, de las utopías y, cuándo no, de las cárceles y de las persecuciones, lo ubica en una tríada de placeres del todo interesantes:
“Lo que sí quería el Griego era una revolución, y a eso dedicó los días y los minutos de su vida, sin más descanso que una partida de ajedrez, una jarra de vino o una aventura ocasional que provocaba las risas de sus compañeros…”.
En su obra teatral Walsh también utilizó al ajedrez como recurso narrativo. En 1965 publica sus únicos trabajos en el género, La granada y La batalla. En este último es el personaje principal el Presidente de un pequeño país de América Latina, llamado Generalísimo Carlos López, comenzando la escena en su despacho en el que, además de retratos, mapas militares (uno que reproduce una batalla entre Roma y Cartago; otro la que corresponde a un enfrentamiento entre Enrique V y los franceses, y el tercero representando a la ciudad capital del país que dirige), una chimenea, lujoso mobiliario, hay un escritorio en el que hay un juego de ajedrez, donde:
“El Generalísimo juega solo, moviendo alternativamente las blancas y las negras, y cambiando de asiento para cada movida”.
Se ve que en ningún caso el principal mandatario quiere correr el riesgo de perder. El primer parlamento de la obra es puramente ajedrecístico:
“Generalísimo: Así que fianchetto, ¿eh? A esta altura del partido…Me parece, mi estimado amigo, que esta vez lo voy a calzar. ¿Qué le parece esta movida de alfil clavando el caballo, eh? (Toma una pieza y mueve; se levanta…corre al segundo sillón, se sienta y escruta el tablero. Con voz ligeramente cambiada). ¿Ya movió, mi general? Caramba, alfil cinco, atacando el enroque. Jugada audaz, como corresponde a su temperamento agresivo.”
Si este comienzo es de por sí impactante en lo visual y en la caracterización psicológica del personaje, la cosa sigue profundizándose y, al hacerlo, el ajedrez tiene un peso escénico determinante:
“Hm, pero yo no me dejaré intimidar. ¿Ve este peón? (Lo levanta en el aire). Se lo regalo. (Vuelve a ponerlo sobre el tablero, adelantándolo una casilla. Repite la pantomima anterior, se sienta en su sitio primitivo. Con su voz inicial)”.
Este personaje bifronte, en su personalidad inicial, continúa diciendo:
“Hola, me entrega un peón. ¿A cambio de qué?, si se puede saber. Con usted hay que tener cuidado, es el único que no se deja ganar”.
El delirio de grandeza y la esquizofrenia son absolutos. En el diálogo consigo mismo (o con su otro yo) el Generalísimo admite que uno le lee el pensamiento al otro. Y al dudar uno de ellos comer el peón ofrecido por el otro, dirá: “¿No estará envenenado ese peón? Aquí hay que tener cuidado con lo que se come…” y de inmediato, convoca al enano que lo asiste que es el encargado de probar los alimentos que habrá de ingerir el todopoderoso Presidente. ¿Probará también ese peón? ¿Su sacrificio estará envenenado como eventualmente podría llegar a estarlo la comida que se le ofrece al Generalísimo? Si con esta irrupción del ajedrez en esta obra de teatro no fuera suficientemente relevante para los que tenemos una mirada ajedrecística de la realidad, habrá, a lo largo del corto texto, varias más. Las primeras son las siguientes:
“Grundig: (…) Caramba, alfil cinco, atacando el enroque…” y “Grundig: (…) Jugada audaz, como corresponde a su temperamento agresivo”.
Y se da este diálogo entre el Generalísimo (Ge.) y Grundig (Gr.):
“Ge.: (…) ¿Qué hago con el peón? / Gr.: ¿Quién se lo ofrece? / Ge.: El otro. / Gr.: ¿Qué otro? / Ge.: Pssh, siempre hay otro. / Gr.: ¿En qué casilla está? / Ge.: En cinco rey. / Gr. Yo no lo comería. / Ge.: ¿Por qué? / Gr.: Porque no sé jugar al ajedrez.”
Vaya confesión. Tras la cual el Generalísimo lo toma y lo saca del tablero. Como debe ser. No sea cosa que acepte los consejos de un enano ignorante del juego. Luego entra un asesor, de apellido Robles (Ro.), y lo obliga a sentarse asumiendo uno de los lugares en esa partida ya iniciada. Y le explica: “…observo que antes de sentarse ya ha perdido un peón”. Y el colaborador, muy convenientemente, le contesta: “Es mi torpeza, señor. A veces tengo perdida la partida entera cuando no he pensado siquiera en jugarla.”. El tema es que siempre venza el que deba vencer. No importan las circunstancias. Sigue la conversación:
“Ge.: (…) veo que le quedan interesantes posibilidades de contraataque. (…) / Ro.: ¿Moviendo esta torre? / Ge.: Ah, yo no le puedo soplar (…) (Robles medita y mueve; el Generalísimo responde en el acto. Esto se repite dos o tres veces). / Ge.: ¡Ah, no! ¡Usted no puede atacar en el flanco rey! / Ro.: ¿Por qué no, Excelencia? / Ge.: Porque en el flanco rey ataco yo…”.
Por supuesto, el Presidente únicamente puede atacar por ese flanco, por el otro, por el centro, por donde quiera; solo él puede hacer lo que le plazca, solo él puede ganar, al ajedrez y en todos los órdenes de la vida en esa comarca.
Prosigue el juego. El Generalísimo, que se lamenta ya que nunca en su vida tuvo una batalla real (¿será por eso que tanto le gusta el ajedrez?), le pregunta a su rival si no está dejándose ganar. Él lo desmiente. Y entre jaques, movidas, capturas de piezas y hasta por un momento dejando de lado el tablero, van conversando sobre asuntos de Estado, incluyéndose la condena a muerte de un guerrillero (a quien luego se trae a la escena cuando aparece su hermana irrumpiendo en el salón presidencial) y otros fusilamientos y asesinatos a rivales del régimen. Para Robles, la paz reina en toda la Nación al haberse aplastado la Revolución. No hay que olvidarse que la obra es de 1965, o sea que apareció una década antes en la cual, en otro país latinoamericano diferente al del relato, en uno algo más grande, en la propia Argentina de su autor, habrá de instalase el terror estatal y, en ese marco, desde el poder de otro/s omnímodo/s Generalísimo/s, se llevarán la vida de tantos argentinos entre los que se incluiría al propio Walsh quien, con esta obra teatral, también, será lamentablemente profético.
Hasta aquí estuvimos recorriendo exclusivamente el primero de los tres actos de este trabajo. En el segundo, el ajedrez sigue presente en la escena como testigo de las situaciones y los diálogos que se generan. Y habrá también alguna que otra mención alusiva, como la que tendrá de protagonista, como debe ser, al omnipresente Generalísimo, en este caso siendo acompañado por el General Pacheco (Pa.) el Jefe del Estado Mayor quien, en tal carácter, se muestra muy confianzudo y por momentos amenazante (¿será el próximo Generalísimo?):[22]
“Pa.: Pareces creer que el mundo es tu cabeza, que se basta correr mentalmente una pieza para que corra la verdad. / Ge.: ¿No es así? / Pa.: Hay más piezas de las que supones… / Ge.: ¿El embajador? / Pa.: (…) ¿No figuraba en tu tablero, eh?”.
Y en el tercero, a la hora del desenlace, se incluye el siguiente parlamento:
“No te das cuentas que los verdaderos políticos son ellos (…) En este tablero ganan siempre ellos. Contra el pueblo no han ganado nunca una guerra, pero han ganado siempre la paz”.
De ahí, a que Walsh piense en el recurso de la lucha armada como único mecanismo de liberación popular, pudiéramos llegar a colegir que hay sólo un paso. El Generalísimo tuvo su soñada batalla. La que siempre quiso. La que él mismo provocó. Como en aquél momento inicial en que estaba a ambos lados del tablero, siempre creyó tener el control absoluto de la situación. La hermana del revolucionario le advierte que siempre pretendió ser lo bueno y lo malo de todos:
“…Ser el hacha y el árbol, jugar con las blancas y las negras, estar muerto y pronunciar su discurso fúnebre”.
Pronto, pero muy pronto, se podrán llegar a cumplir esas ansias de un Generalísimo que, como tal, jugará con piezas blancas y negras su propia partida. Hasta el propio desenlace del juego.
Cuando el extraordinario historiador y escritor David Viñas (1927-2011) publica su trabajo dedicado a desentrañar la vinculación de la literatura argentina y la política, en el tomo en el que discurre entre Lugones y nuestro Walsh, el capítulo dedicado a este escritor se titula, muy emblemáticamente: Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra.[23]
Viñas, establece un hilo conductor histórico en la política argentina, que va de la liquidación del gaucho rebelde, retratado en el relato de José Hernández sobre el degüello del Chacho Peñaloza; sigue con la eliminación del inmigrante peligroso, retratado en los aguafuertes de Roberto Arlt en los que, por ejemplo, se describió el fusilamiento del anarquista Severino Di Giovanni, y culmina con la propia Operación Masacre donde el argumento central gira en derredor de la masacre del obrero “subversivo” y la propia muerte de Walsh que, a su juicio, cierra el círculo con un asesinato de quien considera fue un intelectual heterodoxo.[24]
En ese opúsculo se intenta desentrañar estos vínculos, que podrían tener como denominador común el profundo e insano deseo de excluir al otro. En el caso de Walsh, la yuxtaposición del ajedrez y de la guerra surge tan necesaria e inescindible que sólo ahora, tras el descubrimiento de Viñas, que lo emplea como título del respectivo capítulo, nos puede parecer del todo obvia.
Viñas advierte en Walsh rastros de omnisciencia, coincidiendo con buena parte de las tradiciones literarias argentinas. Ello queda de manifiesto en su descripción de una partida de ajedrez (alude a su cuento Zugzwang) que, lejos de ser vista lateralmente (como podría hacerlo un buen espectador) o verticalmente (como le corresponde a cada jugador debidamente sentado mirando el tablero de frente), podía ser vista desde arriba, casi como si se tratara de una divinidad escrutadora:
“El vuelo de pájaro es una constante en la manera de mirar en la literatura argentina: se da en El matadero, se reitera en el Sarmiento que contempla el cruce del Paraná por el Ejército Grande, se repite también con Alberdi en su sobrevuelo del Aconquija. Quizá La Bolsa y Lugones reproduzcan esa óptica que proyecta la perspectiva del narrador omnisciente. Walsh, mediante sus planos explicativos, inesperadamente incurre en ese ademán. Incluso cuando describe una partida de ajedrez «vista desde arriba». Parecería que allí sobrevive una dimensión teológica”.
Bella descripción, la de considerar que una partida de ajedrez pueda ser observada en su dimensión teológica. Que sabemos que la tiene. Desde la propia concepción del juego milenario. También dirá Viñas sobre nuestro autor:
“Si el trayecto interno de los textos de Walsh va dibujando el pasaje desde el juego a la tragicidad, destaca, al mismo tiempo, el tránsito del ajedrez a la guerra: lo policial –como colección de estratagemas– se desplaza del lúcido acertijo intelectual al comentario de la represión. Como si Walsh fuese advirtiendo que aun Sherlock Holmes, positivista darwiniano, drogadicto y seductor, se va convirtiendo en informante, en aliado y en funcionario de Scotland Yard. Y que, incluso, en sus momentos más crispados se troca en cómplice de torturas hasta terminar como verdugo clandestino u oficial. Es lo que, por cierto, va de Variaciones en rojo de 1953 a ¿Quién mató a Rosendo? del 69”.
Viñas[25] vincula la obra con la vida de Walsh, cómo debe ser.[26] Podríamos suponer que, en este caso, lamentablemente, ya que ese entramado de misterio (el de los relatos de tono policial que pueden incluso considerarse herederos de una mirada ajedrecística) va trocando en clandestinidad y en violencia. De la que el autor de Operación Masacre podrá ser activo partícipe, en algún que otro momento. Pero que, anta la sobreviniente desigual situación de fuerzas imperantes, lo habrá de convertir en una víctima pasiva del peor de los males que pueden asolar a una tierra: el que proviene del terrorismo de Estado.
Walsh, supo pasar de la militancia por el ajedrez a la militancia por la literatura. Walsh, supo pasar de la militancia por la literatura, a la militancia política, y hasta armada, en defensa de sus ideales. Podría asegurarse que, mientras jugaba al ajedrez, al escuchar esos disparos de la asonada de Valle primero, y al enterarse de su fusilamiento después, despertó a la conciencia social. Que lo alejó del juego, aunque no tanto, ya que lo recordaría, una y otra vez, en su vasta obra literaria. Y en su actitud de vida. Es que en los detectives de sus primeros relatos, y en las investigaciones históricas que lo hicieron famoso, se descubre al ajedrecista que aplica el raciocinio a la investigación y el análisis. Se juega al ajedrez, no sólo en cada partida; también al aplicar su lógica a cualquier circunstancia de la vida. Y en eso Walsh dio pruebas cabales de que el ajedrez era constitutivo de su personalidad.
Militante del ajedrez, de la literatura, del compromiso político y social. En todo caso, Walsh fue siempre un militante de la vida. Y con su muerte alumbró a futuras generaciones acerca de los tiempos perversos de los que fue, quiérase o no, protagonista. Con sus sueños, con sus errores, con su trágico sino, con su prematura partida, con su legado, a Rodolfo Walsh siempre lo recordaremos, al menos nosotros, muy especialmente en su carácter de ajedrecista-militante.
Notas:
[1] Finaliza la carta con los siguientes esclarecedores y esclarecidos párrafos: “Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas. Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”.
[2] Fue fundado el 18 de noviembre de 1952. Allí se vio el registro de varias partidas disputadas por Walsh correspondientes a torneos de tercera categoría. Se sabe que, en la década del 50, iba a jugar todos los días a las 18 horas. Humberto Salvatierra asegura, en un documental llamado “Rodolfo Walsh, reconstrucción de un hombre”, haber estado con él la noche del 9 de junio de 1956 cuando se desató la revolución de Valle. Al respecto afirmó: “Rodolfo pasaba sus horas de ocio en los bares que quedaban a unas cuadras de su casa, como el Club de Ajedrez, El Parlamento y el Bar Rivadavia, para jugar con amigos o con cualquiera que le planteara un digno desafío. Era introvertido y se comía las uñas. Compartí largas noches donde charlaba de literatura y jugaba ajedrez con él. Después de la Revolución del 56 no supimos más de él, pero al tiempo vimos su nombre como autor de Operación Masacre y pensamos: ‘¡Mirá este loco a qué se dedicó’!”. Fuente: Rodolfo Walsh y el ajedrez, nota de Luciano Ciruzzi en la edición del 28 de abril de 2015 del diario Página 12 (en http://www.pagina12.com.ar/diario/ajedrez/35-271516-2015-04-28.html).
[3] Fuente: Rodolfo Walsh y el ajedrez, nota de Luciano Ciruzzi en la edición del 28 de abril de 2015 del diario Página 12 (en http://www.pagina12.com.ar/diario/ajedrez/35-271516-2015-04-28.html).
[4] Asesinato a distancia será llevada al cine en1998 por el director argentino Santiago Carlos Oves, bajo un guión de su autoría que está inspirado en el cuento de Walsh.
[5] Esos influyentes versos son: “Tis ah a Chequer-board of Nights and Days Where Destiny with Men for Pieces plays Hither and thither mayes and mates and shays. And one by in one the Closet lays”. Así, de corrido, como reza en el original.
[6] ¡Y esa partida efectivamente existió! Se trata de un enfrentamiento realizado en la ciudad de New York en 1941 entre los norteamericano Frank James Marshall y Nate Halper en el que el primero, tras un sacrificio de dama, logra imponerse en muy buen estilo. Por cierto ese juego se hizo bajo el esquema del Gambito Göring (la influencia danesa de la que más adelante habla Walsh) de la Apertura Escocesa, tal como el autor, y experimentado ajedrecista, sugiere.
[7] Al respecto dice Walsh: “No es una apertura imaginaria. La popularizó Anthony Santasiere, y fue demolida por L. Levy. He aquí las jugadas iniciales de aquella partida: 1. C3AR, P4D; 2. P4CD!!?…, movida que carece de valor intrínseco y cuyo único propósito es desconcertar al adversario. Levy contestó: 2. . . .P3AR! (Nueva York, 1942.)”. Pero es una referencia algo inexacta ya que la Apertura Orangután (o Sokolsky o Polaca, empleada por Tartakower en un torneo en 1924, en partida jugada tras visitar a un zoológico; aunque en rigor hay un antecedente previo de Englisch vx. Pillsbury de 1896), en rigor comienza directamente con 1. b4. Sin ser una posibilidad muy ortodoxa, ni grandemente rendidora, es perfectamente admisible. Con la secuencia indicada por el autor se puede arribar, sin embargo, a la misma, pero sin constituir su línea principal de juego.
[8] Cuando Lázaro analiza el futuro cambio de situación de su rival quien, a partir del previsto casamiento habrá de pasar de empleado a propietario, dirá: “Lo cierto es que ahora él será su propio amo, poseerá automóvil y casa propia, y no se verá obligado a refutar la apertura Orangután. Podrá jugarle siempre la Ruy López a su futuro secretario”.
[9] Esa última frase: “Quizá sea la última partida que le gane a Osvaldo” sería del todo profética. Walsh se encargaría de resaltarlo al final del relato al inferir que Lázaro había descubierto quién era el criminal, antes de que el propio detective. Hombre más teórico que práctico, ajedrecista al fin, habría podido descubrir al autor del asesinato de su hermano. Pero no le impediría ser, en sí mismo, el siguiente en la lista.
[10] En la que también contempla el cuento La pata de mono, trabajo del escritor británico W. W. Jacobs (1863-1943), que comienza del siguiente modo: “La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. -Mate -contestó el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez…”.
[11] Que comienza del siguiente modo: “La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó…”.
[12] Los que fueron llevados a la imagen por la Televisión Pública en el marco de la serie Variaciones Walsh que se difundieron en la pantalla de ese canal por primera vez en el 2015. Se los puede reproducir en http://www.tvpublica.com.ar/programa/variaciones-walsh/.
[13] El “mate Pastor” es una de las primeras secuencias que se le explican a los aficionados al ajedrez que deriva en el triunfo de las blancas en sólo cuatro jugadas, que se produce luego de sacar el alfil a la casilla c4 y la dama a la de h5, tras las movidas iniciales de peón a cuatro rey de ambos contendientes, produciéndose el desenlace cuando la dama captura el indefenso peón de f7, tras un desempeño necesariamente deficiente del conductor de las piezas negras.
[14] Tiempo desde el que se fue forjando la tradición del lugar. En palabras del comisario: “Yo vengo aquí desde que usted era un chico. Hace veinte años ya se jugaba al ajedrez en estas mesas. Ese lenguaje que usted oye, esas frases hechas que no escucharía en ninguna otra parte, esos chistes de afuera que nadie entendería, se han ido formando con el tiempo. Una costumbre, una comodidad, un vínculo borroso pero fuerte… —Una tradición —interrumpí. —Ríase, si quiere. Ése era el esquema. El contenido es un cúmulo de cosas que trascienden el juego”.
[15] Se dice al respecto: “Una de las primeras cosas que le pregunté era por qué no jugaba al ajedrez. Enrojeció. Entonces entendí que lo que yo había tomado por orgullo era una exagerada timidez”.
[16] Se refiere seguramente a Richard Grifitth (1872-1955) quien, además de editor de la prestigiosa revista British Chess Magazine, es coautor, junto a John White (1880-1920), de un libro de aperturas muy famoso, Modern Chess Openings cuya primera edición es de 1911.
[17] Acertijo que implica un viejo juego de lógica cuya primera versión puede ubicarse en el siglo VIII y que era tan del gusto de Lewis Carroll. Su formulación es la siguiente: Un granjero fue al mercado y compró un lobo, una cabra y una col. Para volver a su casa tenía que cruzar un río. El granjero dispone de una barca para cruzar a la otra orilla, pero en la barca solo caben él y una de sus compras. Si el lobo se queda solo con la cabra se la come, si la cabra se queda sola con la col se la come. El reto del granjero era cruzar él mismo y dejar sus compras a la otra orilla del río, dejando cada compra intacta. ¿Cómo lo hizo?
[18] Cerca de su casa, en la capital bonaerense, Walsh frecuentaba varios lugares donde practicaba su afición favorita. Además de en el Café Rivadavia lo hacía en otro llamado El Parlamento y en el propio Club de Ajedrez de La Plata, del que fue socio activo N° 539 y donde militó en la tercera categoría. Otro de los contertulios habituales, Rodolfo Salvatierra, en el documental Rodolfo Walsh, la reconstrucción de un hombre, asegura que el futuro escritor era muy introvertido, que se comía las uñas y que siempre buscaba rivales que le generaran un digno desafío.
[19] En el artículo La Argentina ya no toma mate, de Rodolfo Walsh, en la revista Panorama, N° 43, diciembre de 1966.
[20] Entre ellos, en 1958, publica El caso Satanowsky, otro trabajo sobre un delito político real ocurrido en el país, en ese caso referido a un abogado que fue muerto en oscuras circunstancias. Walsh cree que se trató de un asesinato, perpetrado por personas vinculadas al poder, probablemente de los servicios de inteligencia y que, su principal razón, habría sido el reclamo de propiedad del diario La Razón que hacía Marcos Satanowsky, el primer Presidente de la importante entidad Sociedad Hebraica Argentina, quien era abogado del principal accionista que adujo haber sido despojado del diario por un colaborador muy directo del General Perón.
[21] Dos de los principales jerarcas militares que participaron del golpe de Estado que sufrió el ex Presidente Juan Domingo Perón en 1955.
[22] Volvamos al contexto. Siendo una obra de 1965, es contemporánea del extraordinario gobierno democrático del ex Presidente Arturo Umberto Illia (el que tuvo una sola mácula que le es ajena, venció en la contienda electoral estando proscripto el peronismo), quien será destituido en 1966 por el General Juan Carlos Onganía, uno de los tantos Generalísimos de nuestra lamentable experiencia de dictaduras militares del siglo XX. Onganía será, a su vez, objeto de intrigas palaciegas, por lo que se verá sucesivamente asumiendo la Primera Magistratura a otros dos Generalísimos, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse. Todo ello hasta que se recuperara la soberanía popular con los comicios del 11 de marzo de 1973. En este otro sentido histórico, el de la sucesión de Generalísimos en el poder de la Argentina (la que habrá de repetirse en otro ciclo aciago, el que se verificará entre los años 1976 y 1983), este trabajo teatral de Walsh también fue del todo profético. Aunque también podría decirse que a la vez resultó descriptivo de una situación anterior: la sucesión de los Generalísimos Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu tras la caída del General Juan Domingo Perón en 1955.
[23] Viñas, en su propia obra de ficción, haría algunas referencias al ajedrez. Como por ejemplo las siguientes: 1) “A mí siempre me gustaron los árabes patilludos. Hasta en el ajedrez hacía trampa ese Quiroga televisivo, pero cuando te sonríe se convierte en profeta…” (En Tartabul: los últimos argentinos del siglo XX; Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2006); “Entiéndame, por favor. No corte, corte no. Sino correr de lugar, ´desplazamiento´. ¨Los jugadores de ajedrez dicen ´enroque´, Claudia. Eso.” (En Claudia conversa, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1995); y 3) “Concédemelo; sé generoso con tu tío ruteno. A cambio te va a enseñar cantos, ajedrez, alpinismo…”; “Subtitular, quizá. Del ajedrez hacia el margen.”; “Y esa especie de ajedrez se fue armando de espaldas al maniquí y al espejo…” (En Prontuario, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1993).
[24] Para Viñas la literatura argentina exhibe tres «manchas temáticas» fundamentales: violación (1840), conquista (1880) e invasión (1890). Con el tiempo, esos núcleos –en lo esencial– van enhebrando la persecución (1870), el fracaso (1930) y la represión (1976). Toda una historia del país en pocos y contundentes conceptos, determinados a partir de su vínculo con la literatura.
[26] También lo hace Lilia Ferreyra, la última compañera de Walsh, quien en el 2008, en el contexto de un nuevo aniversario de Operación Masacre, publicó una contratapa titulada “El buen jugador” en la que expresa: “Quise aprender a jugar al ajedrez e hicimos algunas partidas desalentadoras porque la diferencia entre la principiante y el maestro era abismal”. De ese escrito sabemos que Walsh cultivó otro juego milenario: el go. Al cabo de una partida de éste, el escritor lo describirá del siguiente modo: “Te demorás en comer una pieza. Es una jugada táctica en el vacío porque al mismo tiempo no vas previendo tu ubicación futura en todo el tablero. Ganar así en un momento del juego no lleva a ganar la partida. Lo peor es seguir empecinado con una pieza sin darse cuenta de que ya se está derrotado”. No empecinarse demasiado, so pena de derrota. También una lección difícil de comprender para el juego de la vida. Fuente:
[25] Muy incidentalmente, en una novela de su autoría habrá Viñas de volver a mencionar al ajedrez. Será en Hombres de a caballo en la que surge el siguiente diálogo: “-Tenemos una vieja deuda que saldar –anunció./Emilio lo miró extrañado./-¿No se acuerda?-el Viejo había abierto el portón y le hacía señas de que bajara de la camioneta-. Guarnición de Salta, enero de 1954-recordó./¿El concurso de salto?/-No./-¿El campeonato de ajedrez?/-Tampoco, mi estimado Godoy”.
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