Para hoy, fecha natalicia del maestro Capablanca y del «Día Internacional del Ajedrez» hemos decidido presentar a nuestros lectores una entrevista imaginaria con el tercer campeón mundial de ajedrez reconocido por FIDE.
Uvencio Blanco Hernández: Sr. Capablanca, iniciemos nuestro diálogo tratando brevemente algunos aspectos de su vida personal. ¿Podría usted ofrecernos algunos detalles biográficos sobre su infancia y vida familiar?
José Raúl Capablanca. Con gusto, caballero. Aunque muchos me recuerdan por mis partidas, pocos conocen realmente al hombre detrás del tablero. Permítame entonces abrir una ventana a mi vida. Mi infancia, aunque breve en recuerdos íntimos, fue decisiva para mi formación. Mi nombre completo es José Raúl Capablanca y Graupera. Nací un 19 de noviembre de 1888, en una casa de la calle Zanja, en La Habana, Cuba, cuando aún era colonia española. Mi apellido paterno, Capablanca, proviene de un linaje español; mi madre, Matilde María Graupera y Marín, matancera que tenía raíces catalanas. Fui el segundo de nueve hijos, del coronel José María Capablanca Fernández, quien fue clave en mi vida. Aprendí a jugar observando. Tenía cuatro años cuando vi a mi padre disputar una partida y, casi sin entender por qué, pude corregirle un movimiento irregular. Fue un acto de contemplación pura. No aprendí por libros, sino por intuición. El tablero se me revelaba como un paisaje lógico. A esa edad uno no tiene prejuicios, solo asombro. Tal vez por eso mi estilo fue tan claro. Desde entonces, el tablero se convirtió en una especie de territorio propio. No lo estudiaba, lo respiraba. «Un día —me decía mi padre en La Habana— entenderás que el ajedrez no es solo un juego. Es una forma de pensar». Estas palabras, pronunciadas en la brisa tropical de mi infancia, han vuelto a mí con renovada claridad al observar, desde este enigmático rincón del tiempo, cómo ha cambiado el noble juego del ajedrez en los últimos cien años. Mi juventud transcurrió entre La Habana y Nueva York. Allí, en el Manhattan Chess Club, terminé de forjarme. No buscaba fama: buscaba precisión. Las victorias sobre jugadores experimentados alimentaron una confianza que nunca fue arrogancia, sino convicción. Si algo marcó mi juventud fue la claridad. Comprendí pronto que el ajedrez no necesitaba artificios.
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Háblenos de su imagen e intereses personales
En cuanto a mi apariencia física, tenía tez clara, una estatura de aproximadamente 1,75 metros, cabello castaño oscuro, que con los años tornó canoso, y ojos oscuros, penetrantes. Mi rostro era sereno pero firme, lo que me daba un aire de aristócrata criollo, aunque siempre me sentí un hombre del pueblo. A veces se me llamó «La máquina del ajedrez», por la precisión con la que jugaba, y también «El Mozart del ajedrez», porque decían que jugaba como quien compone música sin necesidad de partitura. Me casé dos veces. Mi primera esposa fue Gloria Simoni y Amador, con quien tuve dos hijos: José Raúl Jr. y Gloria Capablanca Simoni. Más adelante, en 1938, contraje matrimonio con Olga Chagodayev, una dama de origen ruso, culta y refinada, que compartía mi pasión por las artes. No tuve nietos que yo supiera al momento de mi muerte en 1942. Estudié en la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde ingresé en 1906 para cursar Ingeniería Química, aunque no concluí mis estudios formales. La pasión por el ajedrez y mi entrada temprana a la élite mundial me llevaron por otro rumbo. Sin embargo, mi paso por Columbia me marcó: allí pulí mi inglés y accedí a un ambiente intelectual cosmopolita. A lo largo de mi vida me desempeñé también como agregado cultural y diplomático de Cuba. Representé a mi país con orgullo en diversas embajadas, combinando el ajedrez con el servicio exterior. Siempre me vi como un embajador de la cultura cubana: entendía el ajedrez como un vínculo entre naciones. Mi carrera como diplomático en Cuba me permitió ver que un campeón no solo representa un título: representa cultura, valores y convivencia civilizada. El campeón debe ser un embajador. Amaba la música clásica. Tocaba el piano con regularidad, especialmente obras de Chopin, Beethoven y de compositores cubanos como Lecuona. Iba a conciertos y tertulias de intelectuales. La música me ayudaba a restaurar la paz interior tras las exigencias de la competición. Leía con placer obras de Montaigne, Goethe, Dostoievski, José Martí y algunos ensayos sobre psicología. Me interesaban la filosofía y los escritos que indagaban en la condición humana. También disfrutaba de la poesía, en especial la lírica española.
¿Y qué nos dice de su participación en actividades deportivas e ideas políticas?
Era aficionado al béisbol, un deporte nacional en Cuba, y jugué de joven como lanzador y primera base en la Universidad de Columbia. Me consideraban buen pelotero y creo que pude llegar más lejos. También me interesaban el tenis, la natación, la esgrima, el dominó, cabalgar y las caminatas tranquilas. Entre mis pasatiempos estaba resolver problemas ajedrecísticos y conversar con amigos sobre temas de política, cultura y ciencia. Fui campeón mundial de ajedrez entre 1921 y 1927, al vencer al doctor Emanuel Lasker en La Habana. El tercer campeón del mundo, y el único latinoamericano en lograrlo hasta la fecha de mi muerte. Perdí el título ante Alexander Alekhine en Buenos Aires, en 1927, en un duelo muy disputado y envuelto en tensiones extradeportivas. Lamentablemente, nunca obtuve la revancha. Participé en múltiples torneos y congresos internacionales, escribí tratados como Fundamentos del ajedrez (1921) y dejé artículos en los que intenté explicar mi visión del juego: clara, científica y profundamente humana. Nunca milité en un partido político, pero fui un patriota cubano convencido. Defendí siempre la dignidad del pueblo cubano y creí en una república justa, culta y soberana. Me pronuncié en contra de las dictaduras, de los extremismos y de cualquier forma de intolerancia. Aplaudí las conquistas sociales de mi país, sin dejarme arrastrar por ideologías. Creía en el mérito, la educación, el respeto mutuo y la cortesía, valores que trasladé al tablero y a la vida. Aborrecía la arrogancia y la trampa, y veía en el ajedrez un espejo del alma humana. Mi muerte ocurrió el 8 de marzo de 1942, en el Club de Ajedrez de Manhattan, mientras conversaba amistosamente. Mi último pensamiento, me atrevo a creer, no fue una jugada, sino la imagen de mi infancia en La Habana, donde el sol y el ajedrez me enseñaron a contemplar la vida como una combinación silenciosa y eterna.
Maestro, su match contra Emanuel Lasker en 1921 marcó un hito histórico. ¿Qué aprendió de él, no sólo como rival, sino como figura intelectual del ajedrez?
Aquel encuentro con don Emanuel Lasker en 1921 fue más que un simple match por el campeonato del mundo; fue una lección de vida y de pensamiento. Lasker no era un rival común. Era un filósofo del tablero, un hombre que veía en el ajedrez un laboratorio donde se estudiaba la conducta humana, la incertidumbre y la voluntad. Siempre admiré su capacidad para enfrentar las posiciones difíciles con una serenidad que rozaba lo científico; parecía analizar no sólo las jugadas, sino también el alma de su oponente. De él aprendí que la fuerza en el ajedrez no depende únicamente del cálculo, sino de la comprensión profunda de los principios, del equilibrio y de la psicología. Lasker sabía resistir como nadie, sabía cuándo luchar y cuándo esperar. Aquella paciencia, aquella habilidad para crear problemas prácticos, me enseñó la importancia de mantener la claridad aun en medio de la tensión. Como figura intelectual, Lasker elevó el ajedrez a un plano filosófico y humano. Su visión me confirmó que nuestro juego es un arte de pensamiento, una forma de conocimiento que exige disciplina, carácter y sensibilidad. Le guardo un respeto inmenso: enfrentarle fue, en verdad, aprender de un sabio.
Usted es considerado uno de los jugadores más claros y precisos de la historia. ¿Cómo definiría la esencia de su estilo y qué lecciones cree que ofrece a los ajedrecistas del siglo XXI?
Siempre he creído que el ajedrez, en su forma más pura, es un arte de simplicidad. Mi estilo nació de esa convicción: buscar la claridad en cada posición, evitar lo innecesario y permitir que las piezas respiren con armonía. No me interesaba la complicación artificial; prefería que la verdad de la posición se revelara por sí misma. Para mí, la esencia del ajedrez reside en la economía: cada jugada debe cumplir un propósito, cada pieza debe ocupar la casilla que le corresponde por lógica natural, no por capricho. La precisión surge, entonces, como consecuencia de esa claridad. Cuando uno comprende profundamente los principios —la estructura de peones, la actividad de las piezas, la seguridad del rey— las jugadas correctas aparecen con naturalidad, casi sin esfuerzo visible. Muchos lo llamaron talento; yo lo entendí siempre como respeto por la esencia del juego. A los ajedrecistas del siglo XXI, inmersos en un mundo de máquinas y variantes interminables, les diría que no olviden lo fundamental. Antes que memorizar, aprendan a pensar; antes que calcular diez jugadas, comprendan qué pide la posición. El ajedrez seguirá cambiando, pero la verdad del tablero permanece. Quien domine lo simple, dominará lo complejo.
¿Cuál fue, para usted, el momento más decisivo de su carrera ajedrecística y por qué considera que marcó su evolución como jugador y como ser humano?
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Si debo elegir un momento decisivo en mi carrera, señalaría mi triunfo en el Torneo de San Sebastián de 1911. Tenía apenas veintidós años y muchos, especialmente en Europa, dudaban de que un joven cubano pudiera competir con la élite del ajedrez mundial. Aquel torneo, repleto de maestros consagrados, era una prueba de fuego; para mí representaba la oportunidad de demostrar que el talento, cuando se cultiva con disciplina y amor por el juego, no conoce fronteras. La victoria no sólo me abrió las puertas al reconocimiento internacional, sino que confirmó algo más profundo: la confianza en mi intuición y en mi manera de entender el ajedrez. Comprendí que la claridad, la lógica y la serenidad podían vencer incluso en los escenarios más exigentes. Ese aprendizaje marcó mi evolución como jugador: me enseñó a mantener la compostura, a no dudar de la simplicidad cuando la posición lo pedía y a valorar la elegancia como fuerza real, no como adorno. Como ser humano, San Sebastián me mostró el valor de la perseverancia silenciosa. Confirmó que la grandeza no surge de la vanidad, sino del trabajo constante y del respeto por el propio talento. Fue, en verdad, el inicio de mi camino interior en el ajedrez.
En su opinión, ¿qué papel cumple la intuición en el ajedrez, y qué papel cumple el cálculo? ¿Puede un maestro moderno equilibrar ambos elementos?
La intuición y el cálculo son, a mi juicio, dos columnas inseparables del ajedrez, pero no poseen el mismo origen. La intuición nace de la experiencia profunda, del contacto continuo con posiciones que el jugador ha asimilado hasta convertirlas en parte de su pensamiento natural. Es un conocimiento silencioso, casi instantáneo, que permite reconocer la esencia de una posición sin necesidad de examinar cada variante. Cuando yo hablaba de «ver» la jugada correcta, me refería a esa claridad inmediata que surge de comprender el ajedrez como un organismo vivo. El cálculo, en cambio, es la verificación. Es el instrumento que afina y confirma aquello que la intuición señala. Su función no es reemplazar la comprensión, sino depurarla, eliminar los errores y asegurar que la idea se sostiene incluso ante la resistencia más precisa del rival. Calcular sin comprender conduce al agotamiento; confiar solo en la intuición puede llevar al descuido. Un maestro moderno, inmerso en la era de los módulos y la abundancia de información, debe aprender a equilibrar ambos elementos. La máquina puede mostrar líneas, pero solo el ser humano puede otorgarles sentido. Quien sepa combinar el instinto cultivado con el cálculo exacto poseerá un estilo verdaderamente superior.

Capablanca meditando ante el tablero (IA)
Usted sostenía que la simplicidad es la culminación del talento. ¿Cómo se enseña esa «simplicidad profunda» a un estudiante que suele confundir complejidad con brillantez?
La simplicidad profunda no se impone: se revela. A un estudiante que confunde complejidad con brillantez le enseñaría, ante todo, a distinguir lo esencial de lo accesorio. Le mostraría partidas donde una única mejora en la estructura o una pieza bien ubicada valen más que diez golpes tácticos forzados. La verdadera fuerza proviene de entender por qué una jugada es necesaria, no de sorprender al espectador.
La simplicidad se aprende cultivando la lógica: preguntándose siempre qué pieza debe mejorar, qué debilidad debe evitarse, qué plan fluye con naturalidad. Cuando el alumno descubre que las posiciones claras ofrecen más control y menos errores, comprende que la brillantez auténtica es consecuencia del orden, no del artificio. La tarea del maestro es guiar la mirada del estudiante hacia la verdad del tablero; cuando ve esa verdad, la simplicidad se vuelve inevitable.
Maestro, en un mundo donde la competencia es cada vez más rápida, ¿qué valor ve usted en las partidas clásicas, la reflexión lenta y el análisis profundo?
El ajedrecista cubano marcó un hito en su época y en todas, en una época en la que el ajedrez romántico daba sus últimos estertores, pasando al ajedrez psicológico y empezando a vislumbrarse el ajedrez científico. Para aprender, entender y apreciar.
En tiempos de prisa, las partidas clásicas conservan un valor irremplazable: nos recuerdan que el ajedrez es, ante todo, un ejercicio de pensamiento. La reflexión lenta permite escuchar la lógica interna de la posición, comprender sus matices y tomar decisiones que no nacen del impulso, sino de la claridad. Sin ese espacio de serenidad, el jugador corre el riesgo de convertirse en un mero ejecutor de movimientos rápidos, no en un verdadero creador. El análisis profundo forma carácter: enseña paciencia, rigor, sentido estratégico. En la partida clásica uno aprende a convivir con la duda, a valorar cada recurso y a descubrir las conexiones ocultas del juego. Para las nuevas generaciones, inmersas en ritmos acelerados, estas partidas son un refugio y una escuela. Allí se encuentra la esencia del arte ajedrecístico: pensar con calma para jugar con precisión.
Si tuviera la oportunidad de dialogar con otros campeones posteriores —por ejemplo, Fischer, Kasparov o Carlsen—, ¿qué temas le gustaría explorar con ellos sobre la evolución del ajedrez?
Me interesaría, ante todo, comprender cómo ha cambiado la naturaleza misma del pensamiento ajedrecístico. Con Fischer hablaría de su revolución en la preparación: él llevó la seriedad del estudio a un nivel que en mi tiempo era impensable. Me gustaría saber cómo concebía el equilibrio entre talento natural y trabajo metódico, y qué buscaba realmente cuando hablaba de «verdad» en el ajedrez. Con Kasparov exploraría el impacto de la informática y la apertura del tablero a un universo de análisis casi infinito. Quisiera preguntarle si, pese a tantas variantes y máquinas, sigue creyendo que la esencia del juego se mantiene en la comprensión humana de los principios y la iniciativa. Con Carlsen conversaría sobre el ajedrez práctico, la resistencia y la técnica moderna. Él encarna una síntesis entre intuición y cálculo que me resulta particularmente cercana. Le preguntaría cómo interpreta la «pequeña ventaja» en un mundo donde todo parece conocido por los módulos. Con los tres discutiría un tema central: si, a pesar de la evolución tecnológica, el ajedrez continúa siendo un arte humano fundado en la claridad, la lógica y la imaginación. Allí, creo, radica su verdadera grandeza.
Si pudiera observar a los jóvenes de hoy aprendiendo ajedrez con módulos y plataformas digitales, ¿qué recomendaciones les daría para no perder la capacidad de pensar por sí mismos?
A los jóvenes que aprenden ajedrez rodeados de módulos y plataformas les diría que utilicen esas herramientas como faros, no como muletas. Las máquinas pueden mostrar la mejor jugada, pero no pueden enseñarles a comprender por qué esa jugada es correcta. Y sin comprensión, no hay verdadero progreso. Les recomendaría analizar primero por su cuenta, aunque se equivoquen, y sólo después contrastar con el módulo. Ese contraste es donde nace el aprendizaje profundo. También les sugeriría estudiar finales sencillos, estructuras de peones y planes típicos: allí es donde el pensamiento propio se fortalece. Jueguen partidas lentas, reflexionen sin asistencia y pregúntense siempre qué quiere la posición. La independencia mental es el mayor tesoro del ajedrecista. Quien piensa por sí mismo, incluso en la era digital, seguirá siendo dueño de su juego.
Sr. Capablanca ¿Cuál es, en su memoria, la partida que mejor representa su filosofía del ajedrez, y qué enseñanza cree que debería extraer de ella un estudiante actual?
Si debo elegir una partida que refleje con mayor fidelidad mi filosofía del ajedrez, señalaría mi encuentro contra Janowski en Nueva York, 1916. No porque fuese espectacular en el sentido táctico, sino porque muestra lo que considero el corazón del juego: claridad, armonía y la transformación paciente de pequeñas ventajas en una verdad incontrovertible. En aquella partida, cada pieza cumplió su función natural; no hubo golpes brillantes, sino una acumulación constante de precisión estratégica que finalmente ahogó la defensa del rival. Para el estudiante moderno, la enseñanza es simple pero profunda: en el ajedrez, la belleza no proviene del ruido, sino del orden. No hace falta buscar combinaciones extraordinarias para ganar; basta con entender qué exige la posición y ejecutarlo sin apresurarse. La partida demuestra que un plan correcto, sostenido por jugadas lógicamente encadenadas, puede ser más poderoso que cualquier artificio táctico. Allí se revela la esencia del ajedrez: la victoria es la consecuencia natural de pensar con pureza. Otra muy apreciada por mi, fue la jugada con Bernstein, San Sebastián 1911. No fue solo una victoria, sino una afirmación de mi derecho a estar entre los grandes. Cada jugada fluyó como si yo estuviera tocando un piano afinado a mi alma.
¿Cuáles son las cualidades éticas y de carácter que el ajedrez puede desarrollar en un niño, y cuáles son las que usted considera indispensables para formar un verdadero maestro?
El ajedrez, cuando se enseña con espíritu formativo, despierta en los niños cualidades que trascienden el tablero. La primera es la honestidad: en nuestro juego no hay espacio para el engaño externo, solo para la claridad del pensamiento. Le sigue la disciplina, pues cada avance exige paciencia, estudio y atención. También se cultiva la responsabilidad: cada jugada es una decisión que no puede deshacerse, y el niño aprende a asumir sus elecciones sin excusas. Añadiría el respeto, tanto por el rival como por las reglas, y la serenidad para enfrentar la derrota sin perder el ánimo ni la dignidad. Para formar un verdadero maestro —en el ajedrez y en la vida— esas bases no bastan si no se suman dos virtudes indispensables: la humildad intelectual y la voluntad de perfección. La primera permite reconocer los propios límites y aprender siempre; la segunda impulsa a refinar el pensamiento hasta alcanzar la claridad más pura. Un maestro auténtico no se define solo por su fuerza de juego, sino por su carácter: firme, honesto y constantemente dispuesto a comprender más profundamente la verdad del tablero.
Maestro, después de años de largas meditaciones, ¿puede usted decirnos por qué perdió el título mundial con el maestro Alexander Alekhine en Buenos Aires de 1927?
Después de muchos años de reflexión serena, he comprendido que la pérdida del título en Buenos Aires, 1927, no puede atribuirse a una sola causa, sino a la confluencia de varias circunstancias. En primer lugar, subestimé la preparación específica de Alekhine. Yo confiaba demasiado en mi comprensión natural del juego y en mis resultados anteriores, mientras él llegó al match con un estudio minucioso de mis aperturas, mis finales y mis preferencias estratégicas. Esa dedicación creó desequilibrios que no supe neutralizar a tiempo. En segundo lugar, las condiciones prolongadas del match —tan extenso y exigente— favorecieron su estilo combativo y su resistencia psicológica. Yo, acostumbrado a resolver posiciones con claridad y economía, no encontré siempre la energía para luchar en batallas densas y prolongadas, donde él se sentía más cómodo.
Por último, debo admitir un exceso de confianza. Creí que mi superioridad histórica sería suficiente, y no siempre afronté cada partida con la intensidad necesaria. Alekhine, en cambio, jugó como un hombre dispuesto a entregar su vida por el título. Así aprendí una lección profunda: incluso el jugador más fuerte debe renovarse, adaptarse y prepararse con rigor. El talento no basta cuando el rival convierte la voluntad en su principal arma. Alekhine, era un artista beligerante, brillante, pero a veces deshonesto en lo humano. Lamento que nuestro duelo no se resolviera con honor; esto es, perder el título mundial sin una revancha justa. No tanto por el título, sino por el principio de equidad. Fui paciente, esperé, insistí… pero las condiciones no llegaron. Alekhine se negó, y el mundo lo permitió.
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Sr. Capablanca, ¿qué diferencias importantes nota usted entre el ajedrez que se jugaba cuando usted era campeón del mundo del ajedrez y, ahora, en 2025, unos 100 años después?
Ah, caballero... ¡Qué pregunta tan interesante y cargada de historia viva! Le hablaré desde la perspectiva de quien vio el ajedrez en su fase de cristalización clásica, y ahora lo contempla, con asombro y curiosidad, convertido en un campo de alta especialización tecnológica, casi como una ciencia exacta. Permítame resumirle las principales diferencias que observo entre el ajedrez de mi tiempo —la década de 1920— y el ajedrez del año 2025: En mis días, un jugador debía confiar casi exclusivamente en su intuición, experiencia y memoria personal. Las aperturas se preparaban leyendo libros, jugando con colegas, o simplemente desarrollando ideas propias. En cambio, en 2025, los jugadores trabajan con motores de ajedrez de fuerza sobrehumana —como Stockfish o Leela Chess Zero— que calculan millones de variantes por segundo. Estos motores no solo preparan líneas: dictan estilos, y hasta pueden corregir la intuición humana. Se ha perdido, en parte, el arte de descubrir. Cuando yo era campeón del mundo, una base de datos ajedrecística consistía en una pequeña biblioteca personal y las notas de torneos. Hoy, un jugador joven tiene acceso instantáneo a millones de partidas, bases de datos exhaustivas, estadísticas de apertura, estudios sobre finales y análisis con precisión quirúrgica. El volumen de información es abrumador, y paradójicamente, eso exige aún más criterio para saber qué estudiar. Yo me enorgullecía de jugar con claridad, con lógica natural. La economía de movimientos era una virtud. Hoy, en cambio, los jugadores son más tolerantes con la complejidad táctica extrema, incluso con posiciones que para nosotros habrían parecido caóticas o sospechosas. Muchos se guían por lo que la máquina indica, incluso cuando va contra el sentido común posicional. Diría que mi época favorecía el juego humano armónico; la actual celebra la resistencia en la complejidad y la precisión quirúrgica. En los años 20, solo unos pocos vivíamos del ajedrez. No había entrenadores personales, psicólogos deportivos ni federaciones con sistemas de apoyo. Hoy, un Gran Maestro cuenta con un equipo multidisciplinario: analistas, coaches, nutricionistas, incluso especialistas en neurociencia. La preparación es olímpica. Los torneos de élite, en mi tiempo, eran escasos y muchas veces autogestionados. Hoy existe un circuito profesional global, con patrocinios, streaming en tiempo real y una audiencia planetaria. El ajedrez, antes reservado a ciertas élites culturales, se ha democratizado gracias a Internet. Ahora, un niño en un rincón remoto de África o América Latina puede jugar con otro en Noruega, aprender de los mejores y acceder a materiales que antes eran privilegio de unos pocos. Esto me parece hermoso y esperanzador. El ajedrez se ha vuelto verdaderamente universal. Cuando yo jugaba, las partidas se desarrollaban en sesiones largas, con relojes de cuerda y días de análisis entre rondas. Hoy, el ajedrez se ha adaptado al ritmo del mundo: hay modalidades rápidas, blitz, bullet, ajedrez online e incluso ajedrez por inteligencia artificial o con restricciones creativas. Y aparece el fenómeno que nunca imaginé: el ajedrez como espectáculo digital, con millones de espectadores viendo a dos personas mover piezas en pantallas. En mis tiempos, el peor crimen era hacer trampa moviendo una pieza mal colocada. Hoy, el ajedrez enfrenta desafíos que jamás imaginé: dopaje cognitivo, trampas con ayuda tecnológica y dilemas éticos sobre el uso de inteligencia artificial. El juego se ha vuelto tan sofisticado que también requiere nuevas reglas morales y jurídicas. El ajedrez del 2025 me fascina por su riqueza, me asombra por su velocidad y a veces me entristece por su distancia del alma humana. El progreso ha sido enorme, pero también exige que no olvidemos que el ajedrez es, ante todo, una conversación silenciosa entre dos inteligencias humanas. La tecnología es útil. Pero que nunca reemplace la maravilla de la intuición, la belleza de lo inesperado y la dignidad del pensamiento personal. Si el ajedrez conserva eso, seguirá siendo eterno.
Sr. Capablanca, si usted tuviera la oportunidad de organizar el mejor equipo olímpico de ajedrez, con 4 titulares y 2 suplentes, ¿a quienes escogería, por qué y cómo lo estructuraría?
Una pregunta fascinante, caballero. Permítame decir que escoger un equipo olímpico ideal no es tarea menor. El ajedrez, aunque esencialmente individual, se transforma en un arte colectivo cuando se juega por naciones. Un equipo debe combinar estilos, temperamentos y fortalezas estratégicas con un fino sentido del equilibrio. No basta reunir a los más brillantes: hay que armonizar voluntades. Así pues, si tuviera la oportunidad de organizar el mejor equipo olímpico, elegiría a los siguientes seis jugadores, con base en su genio, versatilidad, temple y capacidad para inspirar al conjunto. He considerado no solo la fuerza ajedrecística pura, sino el valor humano, la adaptabilidad psicológica y la contribución al espíritu del equipo. Primer tablero: Magnus Carlsen (Noruega). Porque representa la universalidad del ajedrez moderno. Su comprensión posicional, su resistencia psicológica y su capacidad para adaptarse a todo tipo de posiciones lo convierten en el jugador más completo de su generación. Tiene algo que yo valoro por sobre todo: la capacidad de ganar posiciones igualadas. Segundo tablero: Garry Kasparov (Rusia). Porque por su energía volcánica, su visión táctica y su voluntad indomable. Si el ajedrez es también una batalla, Kasparov es su gran comandante. Lo colocaría en el segundo tablero para aprovechar su agresividad contra jugadores quizás menos sólidos que los del primer tablero. Tercer tablero: Anatoly Karpov (Rusia). Porque el equilibrio del equipo lo exige. Su estilo es quirúrgico, económico y posicional, justo lo que se necesita en un tercer tablero donde se ganan puntos sin ruido. Karpov juega como un poeta que no necesita alzar la voz. Cuarto tablero: José Raúl Capablanca (Cuba). Con su venia, me incluiría a mí mismo. En el cuarto tablero podría contribuir con solidez, finales precisos y una mirada serena para mantener el equilibrio emocional del equipo. A veces, el secreto de una victoria olímpica está en evitar la derrota en el momento justo. Primer suplente: Bobby Fischer (Estados Unidos). Porque es tal vez el más puro talento individual que ha dado el ajedrez. Un genio incandescente. Su capacidad para preparar profundamente líneas específicas lo hace un comodín letal para enfrentar a jugadores con estilos concretos. Usarlo en rondas clave podría desestabilizar cualquier alineación rival. Segundo suplente: Judit Polgár (Hungría). Su inclusión simboliza la universalidad del ajedrez como talento sin género ni frontera. Judit poseía el arrojo de un atacante clásico y la preparación moderna de una profesional integral. Su espíritu combativo y su alegría ajedrecística levantarían al equipo en momentos difíciles. En cuanto a la rotación, no jugarían todos siempre. Fischer sería reservado para encuentros específicos contra potencias con estilos agresivos o psicológicamente inestables. Polgár aportaría energía en rondas intermedias y moral para el conjunto. Sin jerarquías rígidas: Aunque los tableros tienen un orden lógico, favorecería la horizontalidad en la toma de decisiones, promoviendo sesiones analíticas colectivas. Como entrenador me gustaría contar con alguien como Mark Dvoretsky o el propio Genna Sosonko como consejero técnico. La estrategia requiere también sabiduría emocional. Este equipo no solo busca la victoria, sino también mostrar al mundo las diferentes formas de entender el ajedrez como arte, ciencia y juego mental. Sería una selección que combina todas las edades del ajedrez moderno, todos los estilos, todas las escuelas. Una verdadera orquesta del pensamiento.
Maestro Capablanca, el 19 de noviembre fue designado por la FIDE como Día Mundial del Ajedrez en homenaje a usted, ¿Cuál es su opinión al respecto?
Recibir un homenaje de tal magnitud es, sin duda, un honor que rebasa la figura individual. Si la FIDE ha escogido el 19 de noviembre para celebrar el Día Mundial del Ajedrez en relación con mi nombre, lo interpreto no como un tributo personal, sino como un reconocimiento a la dimensión universal de nuestro juego y al ideal de claridad, armonía y respeto que siempre procuré representar. El ajedrez pertenece a la humanidad, no a un solo hombre. Si mi legado sirve para inspirar a nuevas generaciones a estudiar el juego con seriedad, a practicarlo con nobleza y a valorar su poder educativo, entonces me siento satisfecho. Que esa fecha sirva para reunir a niños, maestros, aficionados y campeones bajo un mismo espíritu: el del pensamiento libre, la disciplina intelectual y la búsqueda honesta de la verdad. Me conmueve pensar que, más allá de los resultados y los títulos, lo que perdura es el ejemplo. Si mi nombre puede contribuir a fortalecer la cultura ajedrecística en todos los rincones del mundo, entonces considero cumplida mi misión. El ajedrez es un puente entre pueblos y generaciones, y celebrarlo es, en esencia, celebrar la grandeza del espíritu humano.
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Capablanca en el malecón de La Habana Vieja (IA)
Agradecemos al gran maestro Capablanca por su amabilidad, atención y rigurosidad al participar en esta entrevista, hoy en el 137 aniversario de su nacimiento. Por sus relevantes aportes dados al ajedrez, su nombre fue elevado al Salón de la Fama del Ajedrez Mundial en 2001 y al Salón de la Fama del Ajedrez de América en 2021. Su legado eterno: demostrar que la grandeza nace de la sencillez.
Uvencio Blanco Hernández
19.XI.2025.-
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