“Entre la ficción del plan perfecto y la realidad del error humano,
el ajedrez nos revela quiénes somos cuando decidimos”
El ajedrez ocupa en la tradición filosófica y literaria inglesa un lugar discreto pero decisivo. A diferencia de otras culturas donde el ajedrez ha sido exaltado como símbolo nacional o modelo ideológico, en Inglaterra se le ha reservado una función más ambigua, pero igualmente rica: la de espejo de los procesos mentales, campo de experimentación lógica, metáfora de la identidad, de la moral y la incertidumbre. Desde la filosofía empirista hasta la literatura fantástica, desde los juegos de lenguaje hasta las narraciones metafísicas, el ajedrez ha sido explorado en Inglaterra no tanto como doctrina, sino como experiencia: íntima, paradójica y reveladora.
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Durante el siglo XIX, Inglaterra vivió una época de profundas transformaciones: la Revolución Industrial, el auge del Imperio Británico y el surgimiento de nuevas clases sociales cambiaron radicalmente la vida cotidiana y la manera en que los ingleses entendían la cultura.
En la Inglaterra victoriana, la cultura se asociaba principalmente con el refinamiento, la educación y el buen gusto. Ser «culto» significaba tener conocimientos en literatura, arte, música y modales, y era un ideal especialmente valorado por la clase media emergente. La educación formal y la lectura de los clásicos se consideraban caminos para el desarrollo personal y la movilidad social.
Para muchos pensadores ingleses del siglo XIX, la cultura era sinónimo de civilización y progreso. Se creía que el avance tecnológico, científico y moral distinguía a la sociedad inglesa y justificaba, en parte, su papel como potencia mundial. La cultura estaba ligada a la idea de misión civilizadora: educar, civilizar y llevar el progreso a otras partes del mundo.
Aunque la cultura de élite (literatura, ópera, bellas artes) era muy valorada, el siglo XIX también fue testigo del auge de la cultura popular: novelas por entregas, teatro, música de salón, deportes y espectáculos públicos. Escritores como Charles Dickens y Thomas Hardy reflejaron en sus obras la vida y las aspiraciones de las clases trabajadoras, mostrando que la cultura no era exclusiva de la aristocracia.
Intelectuales como Matthew Arnold reflexionaron sobre la cultura como un medio para alcanzar la «perfección humana» y como una fuerza para la crítica social. En su obra Culture and Anarchy (1869), Arnold defendía la cultura como el conocimiento de lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo, y como un antídoto contra el materialismo, la ignorancia y la mediocridad.
La cultura también se convirtió en un elemento central para la construcción de la identidad nacional inglesa. El apego a las tradiciones, la lengua, la historia y las instituciones se fortaleció, y la cultura fue vista como un lazo que unía a los ingleses en tiempos de cambio.
De tal forma que, en la sociedad inglesa del siglo XIX, la cultura fue entendida como un ideal de educación, refinamiento y progreso, pero también como un espacio de crítica, inclusión y construcción de identidad. Fue un puente entre clases sociales, una herramienta de transformación y un símbolo del espíritu británico en una época de grandes desafíos y oportunidades.
Ahora bien, en el pensamiento filosófico británico moderno, Thomas Hobbes y John Locke —padres del empirismo— vivieron en un momento en que el ajedrez era popular entre la nobleza ilustrada. Aunque no dedicaron tratados al juego, su concepción del conocimiento como derivado de la experiencia ordenada encuentra una resonancia en el ajedrez, que se presenta como una forma estructurada de experiencia simbólica: percepción, comparación, memoria y anticipación, todos elementos centrales en sus sistemas, son también funciones ajedrecísticas.
Pero es en el siglo XIX cuando el ajedrez adquiere un lugar central en el pensamiento británico, especialmente con la figura de Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll. Lógico, matemático y narrador, Carroll convirtió el ajedrez en el núcleo estructural y simbólico de su obra A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871). En ese ambiente, el ajedrez no es solo escenario, sino principio organizador de la narración: cada capítulo corresponde a un movimiento en una partida cuidadosamente trazada. Alicia, el peón, avanza hasta coronarse reina. Pero no se trata simplemente de una alegoría lineal: el tablero es también espacio de lógica ilógica, de inversiones ontológicas, de paradojas que cuestionan la identidad, el lenguaje y el tiempo.
El ajedrez carrolliano está impregnado de humor lógico. Cada pieza tiene voz, personalidad, reglas que parecen respetar la lógica formal, pero que, al aplicarse a la vida, revelan su absurdo. Esta visión, a medio camino entre el racionalismo simbólico y el nonsense británico, anticipa algunas de las intuiciones del Tractatus de Ludwig Wittgenstein, quien, aunque nacido en Austria, desarrolló su pensamiento en el ámbito intelectual británico.
Wittgenstein, en efecto, no escribió sobre ajedrez, pero el juego está implícito en muchas de sus reflexiones sobre los «juegos de lenguaje», la estructura de las reglas y la función del significado. En sus Investigaciones filosóficas, introduce el concepto de juego como paradigma de lenguaje: sistemas cerrados, con reglas finitas, pero usos infinitos. El ajedrez sería entonces, para Wittgenstein, un modelo formal que nos permite entender cómo el significado emerge del uso en contextos estructurados. La pieza de ajedrez «rey» significa algo solo dentro del sistema que lo instituye, y pierde su sentido si se separa del conjunto de reglas y prácticas.
La literatura inglesa, siempre atenta a lo marginal y lo simbólico, ha cultivado también una profunda tradición ajedrecística. William Shakespeare, aunque no menciona directamente el ajedrez en sus obras, ofrece en La tempestad una célebre escena donde Miranda y Fernando juegan a lo que parece ser ajedrez, mientras declaran su amor. La escena, cargada de tensiones entre el deseo y el control, el juego y la manipulación, anticipa lecturas modernas del ajedrez como ritual de cortejo, negociación y poder simbólico.
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Llegados a este punto, debo aclarar que la escena de ajedrez en The Tempest se ha convertido en un mito. La obra de Shakespeare no contiene ninguna partida de ajedrez. La confusión proviene de la adaptación de William Davenant (1674), realizada más de 50 años después de la muerte de Shakespeare, donde se añadió una escena entre Miranda y Ferdinand jugando ajedrez. Esa escena no existe en el texto original del First Folio (1623). La misma fue incorporada en versiones posteriores que buscaban modernizar y embellecer la obra.

Más adelante, en el siglo XX, el ajedrez adquiere una dimensión política y existencial en autores como George Orwell. En su obra 1984, aunque el ajedrez aparece solo en una breve escena, cumple una función simbólica poderosa: el personaje de Winston contempla el tablero y se da cuenta de que la verdad ha sido sustituida por la lógica del poder. «El blanco siempre gana», dice una voz en la novela, convirtiendo el ajedrez en metáfora de una realidad manipulada por el Estado totalitario. Aquí el ajedrez deja de ser un símbolo de libertad racional para convertirse en emblema del determinismo político.
Otro autor clave en esta tradición es J. R. R. Tolkien, quien no escribió explícitamente sobre ajedrez, pero cuya obra, en especial El Señor de los Anillos, ha sido leída como un gigantesco tablero narrativo donde fuerzas del bien y del mal se enfrentan en un orden estratégico que recuerda al ajedrez medieval. La batalla por el centro, la figura del rey vulnerable pero sagrado y la noción de sacrificio necesario resuenan con la lógica ajedrecística, aunque aquí transformada en épica.
El ajedrez también aparece en la obra de T. S. Eliot, particularmente en La tierra baldía, donde el poema A Game of Chess da título a una de sus secciones más inquietantes. Allí, el juego se convierte en imagen del desgaste amoroso, del intercambio ritual vacío de sentido, de la imposibilidad de comunicación verdadera en el mundo moderno. Eliot hace del ajedrez no un juego de estrategia, sino un símbolo del desencuentro, del lenguaje petrificado, del alma cansada.
En el plano más técnico, el Reino Unido ha sido hogar de grandes teóricos del ajedrez, como Howard Staunton, quien no solo fue uno de los mejores jugadores del siglo XIX, sino también editor, escritor y organizador del primer torneo internacional de ajedrez (Londres 1851). Staunton comprendía el ajedrez como forma de cultura, disciplina mental y emblema de civilización. Su nombre se asocia hasta hoy al diseño más universal del ajedrez moderno.
En el ámbito de la filosofía contemporánea, Roger Scruton ha reflexionado sobre el ajedrez como forma de estética moral. En sus escritos sobre música, arquitectura y tradición, reconoce en el ajedrez una práctica donde el orden, el límite y el respeto por la forma permiten la aparición de la belleza. Jugar bien no es solo ganar, sino actuar conforme a una ética del estilo, del juicio mesurado y del riesgo necesario.
Finalmente, autores como Julian Barnes, Martin Amis o Ian McEwan han introducido el ajedrez en sus novelas como metáfora de relaciones humanas, poder, traición o introspección. El ajedrez aparece como símbolo del conflicto entre lo que se puede prever y lo que escapa a todo cálculo, entre lo que se elige y lo que simplemente sucede.
Es claro que la tradición inglesa ha tratado el ajedrez con su característico equilibrio entre rigor lógico y sensibilidad literaria. No lo ha idealizado, pero lo ha explorado como herramienta filosófica, símbolo cultural, estructura narrativa y espejo de los dilemas del sujeto moderno. Desde Alicia hasta Orwell, desde Staunton hasta Wittgenstein, el ajedrez en Inglaterra ha sido, más que una doctrina, una experiencia reflexiva del pensamiento bajo reglas, una forma de preguntarse qué significa actuar, pensar, decidir… y perder.
El ajedrecista cubano marcó un hito en su época y en todas, en una época en la que el ajedrez romántico daba sus últimos estertores, pasando al ajedrez psicológico y empezando a vislumbrarse el ajedrez científico. Para aprender, entender y apreciar.
Fuentes
Amis, M. (2002). Time's Arrow. Vintage International.
Black, J. (2013). Chess and English Culture, 1850–1900. Manchester University Press.
Blanco-Hernández, U. (2025). Ajedrez y filosofía: el tablero como arquetipo del mundo interior. Editorial Jaque Mate, México.
Blanco-Hernández, U. (2020). ¿Transitó el ajedrez la tortuosa ruta de la seda hasta las arenas de Alejandría? Ciencia y Deporte, 5(2), 97-116.
Carroll, L. (2002). A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (A. de Yturriaga, Trad.). Valdemar.
Eliot, T. S. (2001). La tierra baldía (J. Luis Etcheverry, Trad.). Cátedra.
Lewis, D. (1973). Counterfactuals. Harvard University Press.
Locke, J. (2005). Ensayo sobre el entendimiento humano (L. E. Rodríguez, Trad.). Ediciones Cátedra.
Orwell, G. (2016). 1984. Debolsillo.
Russell, B. (1996). La conquista de la felicidad. Edhasa.
Shakespeare, W. (2002). La tempestad (A. Valbuena Briones, Ed.). Espasa-Calpe.
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